martes, 21 de febrero de 2012

"EL PRIMER TRANVÍA" - CAPÍTULO DE "QUILMES DE ANTAÑO" DE JOSÉ A. LÓPEZ

 
El pasado sábado, 18 de febrero el amigo y colaborador de EL QUILMERO miembro de la Asociación Amigos del Tranvía, Alberto Schwarz nos recordó que el miércoles 22 de febrero se cumplen 50 años de la partida del último tranvía 22. En homenaje a ese medio de locomoción que tanto tenía que ver y aún tiene con la cultura y la tradición de los quilmeños, aún de aquellos que nunca viajaron ni viajarán en él, vaya este capítulo del inefable libro de don José Andrés López “Quilmes de antaño”.
CAPÍTULO 18
 
EL PRIMER TRANVÍA

CONTRATADA en 1860 la construcción de un ferrocarril que partiendo del Paseo de Julio llegara hasta Ensenada, pasando por la Boca, Tres esquinas, Barracas al Sud y Quilmes, necesitó cinco años para llegar a las Tres Esquinas. Y allí se plantó durante otros cinco.
  Al fin, después de tan largo descanso, entró en actividad, pero como quien se despereza, mejor que como quien va echar a andar y sin sacudirse totalmente la modorra se puso en movimiento hacia Quilmes, adonde se creyó al fin que acabaría por llegar, cuando en 1870 se vieron las carpas avanzar del arroyo de Santo Domingo a Bernal. Fue entonces, y por influjo de esa creencia, que los señores Jorge Batte y Cía. Solicitaron del gobierno de la provincia se les acordara la concesión para construir un tranvía, que partiendo de la estación proyectada del ferrocarril llegara hasta la ribera.
   Después de largo y natural expediente, en febrero 9 de 1872 se escrituró la concesión por el gobernador de la provincia, don Emilio Castro, actuando como escribano el que lo era de gobierno, don Antonio O. Iriarte.
   Por ella se le acordaba también en arrendamiento al concesionario una faja de tierra, a uno y otro lado de las vías del tranvía en proyecto, de cien varas de frente por todo el fondo necesario, hasta la ribera, a partir de la hoy calle Ceballos.
   El concesionario debería empezar la construcción de los terraplenes y la colocación de rieles tan pronto como la empresa del ferrocarril iniciara los trabajos para la construcción de la estación, cuya ubicación no había podido ser determinada aún. La tarifa de pasajes se fijaba en cinco pesos de la extinguida moneda de Buenos Aires el boleto de ida y vuelta de la estación del ferrocarril a la ribera, en tres pesos el boleto sencillo y en dos el expedido para subir y bajar dentro de la traza urbana. Por otra de las cláusulas de la concesión, la empresa prometía construir casillas para baños en la ribera y en el sitio que, de acuerdo con la municipalidad, fuera más conveniente. Para explotar la concesión, se constituyó una sociedad entre los señores Jorge Batte, Miguel Bagley, Frank Livingston y Francisco Younger. El optimismo ambiente formado por la próxima llegada del ferrocarril marcó a los empresarios. Creyeron que el tranvía tendría influjo poblador decisivo y que los terrenos contiguos a su paso se transformarían, edificándose y convirtiéndose en emporio de florecientes industrias y esto los decidió a adquirir en propiedad las dos fajas de tierra que la concesión les acordaba en arrendamiento.
  Previo justiprecio ordenado por la municipalidad y determinado por los municipales don Manuel Doroteo Soto y don Alejandro Lassalle, los que estimaron el terreno en seis mil pesos cada cuadra, se escrituraron a favor de la empresa quince cuadras y mil doscientos cinco varas de otra, por la suma de noventa mil trescientos treinta y ocho pesos de la antigua moneda. Esa escritura se otorgó en agosto de 1874, cuando ya el tranvía llevaba un año de inaugurado.
   Si mucho había tardado el ferrocarril en llegar, el tranvía lo había hecho demasiado pronto. Pocos fueron los alientos que de uno y otro recibió Quilmes, pero fue peor la moneda en que se les pagó. Como que fue ella de desengaño. ¿Qué aldea la nuestra ¡ ¡Y qué ferrocarril un administrador apellidado Crabtrée, que los versados en el idioma inglés traducían por tortuga: ¡Y qué admirablemente se correspondían apellido y función!
   Cuatro trenes o cinco, según fuera invierno o verano, salían de Quilmes para Central y viceversa. Tenían también un horario al que no se ajustaban jamás, ni para salir, ni para llegar; y menos que para lo primero para lo segundo. Y como no había de ser la parte mejor que el todo, el servicio del tranvía no valía más que el del ferrocarril.
   Pronto pudo verse que si este había de dar vida a aquel, su muerte estaba próxima. Durante el primer verano, la época y la novedad unieron sus favores, dando aliento a la empresa. Dos o tres casillas para baños, colocadas por vía de ensayo, pasaron inadvertidas. Y no por falta de bañistas que abundaban, pero estos preferían, a las casillas, el aire libre y el traje paradisíaco al que los bañeros le ofrecían en alquiler. Los que tenían carruajes, lo hacían servir de casilla en el sitio más de su agrado.
   Las casillas para baños estaban reñidas con las costumbres de la época que no lograron modificar las ordenanzas municipales; que tampoco era costumbre tener en cuenta. Pasó el verano, que mucho prometiera; vino el invierno y el desencanto con él.
   Era este demasiado largo e ingrato para compensar la cortedad del verano, y a la empresa no le hacía gracia la vida de la cigarra. Sin embargo, si el tranvía a la ribera no durmió todo el invierno, hizo como si durmiera. Tenía el siguiente horario: de la estación a la ribera, 9; 12 y 1 y de la ribera a la estación 11; 2 y 5, que no fue posible hacer efectivo por falta de pasajeros, hasta que se estableció un horario convencional. En los primeros tiempos, conforme con ese horario, los coches salían para la ribera cada vez que más de dos pasajeros lo solicitaban. Más tarde, los pedidos eran muy raros y la obtención de coches más difícil; o faltaban coches o personal.
   La construcción de un muelle, proyecto en que se empeñaran de consuno las empresas del tranvía y ferrocarril, como quien se ase a una quimera empeñado en que ella sea su esperanza, aunque fue favorablemente despachado por el Congreso, la abandonaron sus iniciadores. No tenían el capital necesario, ni pudieron procurárselo. Desalentados por le fracaso, los concesionarios del tranvía empezaron a eliminarse de la sociedad, dando por perdido el capital aprontando, antes que las pérdidas fueran mayores. Sólo el señor Younger no lo hizo; no por que creyera que había de dar vida robusta a una empresa agónica, sino por prolongar su agonía a espera de tiempos mejores, que murió sin ver llegar. ¡Qué larga fue la agonía aquella! Y que fuerte el señor Younger en su propósito de prolongarla, ensayando todas cuantas modalidades le sugería su espíritu mercantilista!
   Ora arrendaba la explotación a terceros, que acababan por no pagar, o la cedía en coparticipación y finalmente hasta sin ella, con la sola carga de conservar lo existente.



1 comentario:

Luis Quijote dijo...

Linda nota.
Aun extraño a los tranvías que pasaban por mi casa de niño (Brandzen y Brown).
Un abrazo.