lunes, 5 de noviembre de 2012

LA RIBERA - UN CAPÍTULO DEL QUILMES DE ANTAÑO

EL QUILMERO adhiere a los recientes festejos de La Ribera, con estas páginas del libro de José Andrés López, "Quilmes de antaño"
CAPÍTULO 35
LA RIBERA

AUNQUE la reducción de los autóctonos que dieron su nombre a Quilmes se fundó en 1669, no es de fecha tan remota su fundación político-administrativa.
Ciento cuarenta y tres años después, (14 de agosto de 1812), el gobierno del Triunvirato, por gestiones del defensor de naturales e iniciativa del Cabildo, declaró al pueblo de Quilmes “libre a toda clase de personas” y a su territorio de propiedad del Estado, (derogándose y suprimiéndose los derechos y privilegios de que los indios gozaban, pero amparándose en la posesión e las tierras que ocupaban)
   Ese decreto ponía de derecho término a la reducción que de hecho estaba extinguida, pero no deba vida a ningún nuevo organismo político-administrativo y entonces no es el que hemos de buscar la partida bautismal de Quilmes.
   Seis años después, bajo el gobierno directorial de Pueyrredón, se nombró una comisión compuesta de don Felipe Robles, comisario de policía, y don Manuel Torres, Alcalde de Hermandad del Partido de Quilmes, para que, con el Piloto Agrimensor don Francisco Mesura, repartieran las tierras de Quilmes entre sus ocupantes y los que las solicitara, con la obligación de conservarlas pobladas y cercadas.
   El pueblo con la traza que hoy tiene, pero limitada al NE por las barrancas, al SE por la Avenida Brandsen, la SO por la de Centenario y la NO por la de Alberdi, que eran originariamente calles de circunvalación, se delineó siete años más tarde (1825)
   Los solares se donaban a los que prometían poblarlos y cercarlos dentro de plazos discretos; pero si eran muchos los solicitados, se poblaban muy pocos. Ese incumplimiento de la carga impuesta a las donaciones, hizo que el presidente de la comisión de reparto de solares, don Juan Eusebio Otamendi, se dirigiera en enero de 1840 al “Ilustre Restaurador de las Leyes”, para informarle como los agraciados con los solares frente a la iglesia y manzana destinada para edificios públicos no lo habían poblado, de acuerdo con el artículo 5° del decreto del 19 de enero de 1853 y pedirle autorización para cederlos a otros que se obligaran a cumplirlo.
   Sobre los pobladores de tan rudimentaria aldea ¿Qué influencia podía ejercer la ribera y sus naturales bellezas?
   Pero, así que fue creciendo, crecieron sus necesidades y, con estas, el anhelo de mejorar de condición.
   Para empezar a satisfacerlo se dirigió el esfuerzo hacia el río que ya empezaba a ejercer una hasta entonces desconocida atracción.
   Para llegar a él había sólo sendas de herradura, practicables durante el verano e inaccesibles el resto del año; era menester acercarlo, ponerlo en contacto con el pueblo por medio de un buen camino de acceso.
   Aunque no había dos opiniones al respecto, durante muchos años la construcción de ese camino fue un anhelo que aparecía irrealizable. Pero, en 1867, siendo Juez de Paz don Augusto Otamendi, se convirtió el anhelo en realidad, el camino se hizo.
   Satisfecho el anhelo del camino para llegar al río, surgió otro.
   La costa era agreste, inculta, sin otra vegetación que la enmarañada y selvática de los matorrales, ni más árbol que tal cual ceibo, cuyas semillas arrastraran las corrientes del delta.
   Era menester abatir el malezal y en su sitio plantar árboles, muchos árboles, que crecerían lozanos en aquella tierra de aluvión, formada con los detritus que las aguas habían estratificado durante largos años, ayudando así a la naturaleza.
    Y para ayudarla, el hombre hizo lo menos que podía hacer y en la forma más primitiva y antiestética, Plantó estacas de sauces, no con ánimo de hacer un parque, ni un bosque, sino al acaso, a lo que saliera.
   Sin duda era aquello lo que correspondía a la magnificencia solemne de la costa y al desorden caótico de su vegetación.
   Y tuvimos, con el río, un camino para llegar hasta él y sauces, muchos sauces; mas como los tres o cuatro millares de habitantes que tenía el villorrio, si no habían visto formarse el río vieron hacer el camino y conocieron los árboles desde que fueran estacas, esto los familiarizó con aquello despojándolo de encantos.
  Opero vino el año 1872; con él también el ferro-carril y con este una racha de vida llena de ansias no sentidas y refinamientos no sospechados que barrió la vieja reducción y saturó el ambiente con el oxígeno social que traía de los centros de su procedencia.
   La ribera fue puesta de moda por los que llegaban, que no sabían pasarse sin ella, ni creían fuera posible, y lo de casa encontraron que era de buen tono imitar a los de afuera.
   Con el ferro-carril vino también el tranvía a la ribera y allí hubo de trasladarse la acción edilicia del gobierno municipal, que si tuvo poco de variada, original y novedosa, tuvo mucho de constante.
  Como plantador de bosques por el procedimiento conocido, es de justicia recordar al señor Felipe Amoedo, quien los plantó en abundancia y los defendió de las aguas con abatis (?) formados con estacones de los mismos sauces.
   En 1879 el Juez de Paz don Manuel Amoroso, encomendó a don José A. Matienzo la plantación de un nuevo bosque en el costado SE del camino, obra que no pudo encomendarse a mejor ejecutor. El señor Matienzo dirigió el arbolado de mil metros de frente por cien o más de fondo, del que aún hoy quedan vestigios.
   El empeño edilicio de arbolar la ribera comprendió también el camino que a ella conducía; hermosos empeño, sin duda, pero equivocado el procedimiento, pues se empleó el mismo de las estacas en la ribera, sin tener en cuenta que tan ricos como eran en humus los terrenos de aluvión, donde los sauces tenían tierra adecuada, eran pobres las tierras de bañado, cruzadas por el camino.
   Y el empeño fracasó una y otra vez, sin que el fracaso enseñara nada a unos ediles dechado de constancia rutinaria. Por fortuna, los árboles que tanto habrían favorecido al camino, no hacían falta para llegar a la ribera, y a ella iban por centenares los paseantes llegados de la Capital y pueblos vecinos confundidos con los nuestros y bajo su fronda improvisaban tiendas y merenderos, entregados a un alegre y sano esparcimiento.
   ¡Qué hermoso resultaba aquello, animado por los grupos yacentes y por el pintoresco ir y venir de otros y alegrados por los sones de populares músicas! No vamos en este artículo a hacer crónica ni enumerar las reuniones, más o menos calificadas, que allí tuvieran lugar, pero haremos mención de algunas.
    El 18 de noviembre de 1877, el profesor señor Strigelli, terminado el concierto que generosamente había organizado en honor de una discípula suya, la señorita María Marull, ofrecido por ésta a beneficio de las escuelas, dio una comida a los distinguidos profesores que lo habían acompañado y a otros caballeros.
    Terminada la comida en el Hotel de Risso se convino en ir a la Ribera y beber allí el champagne de la despedida.
     Y allá en el bosque, a orillas del gran río, se cambiaron efusivos y cordiales brindis entre los señores Strigelli, Garay, Maldonado, López y Ghignatti, quien, dijo, hacía votos por que las brisas del gigantesco Plata no se llevaran las bellas palabras allí pronunciadas, sin grabarlas antes en los corazones.
   La estudiantina “El Trueno”, que con tanto éxito actuara el anterior carnaval, acordó disolverse.
   Quien tan ruidosamente había culminado la curva del regocijo, o podía disolverse sin ruido ni alegría, ni en otro sitio que en la Ribera.
   Y allá se fue el viernes 23 de noviembre de 1877, con su orquesta y los asociados en pleno, y luego de suculento almuerzo, brindis y canto, guitarras y bandurrias, violines, panderetas y castañuelas echaron al aire los sones del clásico baile español y oírlo y lanzarse a bailarlo todos los que no habían podido dominar sus inclinaciones danzantes contra aquella mágica provocación, fue todo uno.
   El 31 de diciembre, se retribuyó al señor Strigelli y señora, por las familias Maldonado, de Marull y Amoroso y señores Manuel Amoroso, José María y Julián Segundo, Daniel Maldonado y José A. López las amabilidades de aquel distinguido profesor.
   En esta ocasión como en todas las semejantes, se pasó del comedor del hotel a la playa, donde tuvo la fiesta hermoso final.
   Retribuyendo la comida que el señor Antonio Barrera dio a sus amigos el día de Navidad del año 1878, con motivo de ausentarse para Las Flores, ellos le ofrecieron otra, cuatro días después, naturalmente en la Ribera.
   A la hora convenida varios coches del tranvía repletos de concurrentes y la infaltable orquesta que no dejó de sonar en el camino todo, partieron de la plaza.
   Ya en la plaza y en el bosque norte, donde se habían improvisado las mesas, tomaron asiento a su alrededor hasta ochenta comensales.
   Si en años los había jóvenes y viejos, en espíritu y alegría todos parecían jóvenes, casi niños, aunque con los resabios propios de lo vivido.
   La comida se prolongó durante dos largas horas, con derroche de buen humor y tal cual chispazo de ingenio, original o copiado.
   Terminada al fin la jota, la danza irresistible para los que llevan en sus venas sangre española, sacó de sus casillas hasta  a los más reposados y dejándose llevar por los entusiasmos propios y por los ajenos, que tiraban más que los propios, los señores José A, Matienzo y Máximo Garay se lanzaron a bailarla. Tras ellos se echaron también al corro dos conocidos y populares gibosos, Lino Guillén y Agustín Mestralé.
   Aquello fue como decía Garay, el “acabose”, provocando la más formidable y cálida explosión de aplausos que el popular baile es capaz de ocasionar en el delirio del entusiasmo.
   Para actuar en las fiestas del carnaval de 1878 se organizó una comparsa por conocidas y distinguidas niñas, bajo la presidencia de la señorita Ercilla Matallana y la sugestiva denominación de “El Porvenir de Quilmes”
   El éxito que obtuvo no fue superado, ni alcanzado, antes ni después, por asociaciones de su índole y composición, pudiendo decirse que en ese concepto ha sido única hasta hoy.
   Pasado el carnaval, con el que debía terminar también su existencia, y celebrado los éxitos alcanzados, tuvo lugar un almuerzo en la espaciosa casilla conocida por de Lanatta, en la Ribera, sombreada por corpulentos sauces que dejaban caer sus colgantes ramas, transformándola en original glorieta, alzada junto a la Avenida de los Sauces.
   Acompañaban a las niñas personas de sus respectivas familias, recordando a las señoras Cruz Baranda de Risso, Carmen Lujan de Lanatta, Stas. Severa, Juana y Cruz Matallana y Águeda Nicholson y, ente los jóvenes, Celestino Risso, Antonio Barrera, José A. López, etc.
   El almuerzo fue irreprochable, haciendo los honores de la casa la señora Carmen Lujan de Lanatta y la señorita Severa Matallana.
   A los postres, la señorita presidente pronunció oportunas y amables palabras en su nombre y el de sus compañeras, que fueron contestadas por el señor López.
   Pasando luego de la oratoria al baile, se puso término a la amable reunión.
   No era solo a los que de afuera venían, o aquí estábamos, que la Ribera atraía; sus encantos sensibilizaban a los poetas que la cantaban en prosa y verso.
   No reproducimos las poesías sin rima de Délfor del Valle, Victoriano Silva o José Ignacio Pérez, ni la rimada de Eduardo Otamendi, pero haremos una excepción con dos de las varias octavas que, escritas por el joven uruguayo Florentino Delgado, publicó un periódico de la época: 
“¡Ved allá, bajo los sauces,
a la sombra del ramaje,
como se anima el paisaje
de la música al sonar!
¡¡Cómo halagan los oídos
las quilmeñas seductoras
con frases encantadoras
que van dejando escapar!!
Más, cruzad os arroyuelos
que la arena va bordando,
y bajemos, penetrando
de la selva al interior.
Allí está lo que n pinta
del artista a paleta;
allí está lo que el poeta
llama ensueño del amor”
   Tal era la Ribera cuarenta años hace, cuando la naturaleza le corregía la plana al hombre.
   Ahora, éste es quien se empeña en corregírsela a ella.

Marzo 21 de 1917
 
Diagramación, digitalización y compilación Chalo Agnelli
Director del blog
Fotografías: Alcibíades Rodríguez, Leonardo Grasso, Museo Fotográfico de Quilmes 
y archivo familiar del director

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente nota. Siempre sentí algo especial por la Ribera, también es cierto que realice varias actividades por esa zona, cuando era director de defensa civil en quilmes, estuve varios años a cargo de los guardavidas, demás esta decirte la actividad realizada en la inundaciones y lo mas importante, es que en mi jefatura, construí el destacamento de bomberos que por mas de 40 años fue solo un deseo y con mucho sacrificio, tuve el honor de inaugurar, todo eso mas las sensaciones que siento cada vez que estoy disfrutando de la zona ribereña, hace que sea para mi un lugar especial de mi querido Quilmes. Por todo lo que te conté, vuelvo a felicitarte por la nota. Gracias por hacerme disfrutar buenos momentos. Abrazo amigo. Claudio Schbib.