SI
AMÓ A LOS PÁJAROS Y A LAS PLANTAS, EL HOMBRE NO FUE AJENO A SUS PREOCUPACIONES.
SEGÚN D. Baldomero Sanín Cano,
atribuirle al 4 de agosto de 1841 la gloria de haber gobernado el nacimiento de
Hudson no pasa de ser una conjetura. Guillermo Enrique Hudson tuvo un pudor
extraordinario para cuanto se relacionaba con su vida y hasta amigos suyos tan
íntimos como don Roberto Cunningham Graham se quejaron alguna vez del excesivo
secreto que el autor de “La tierra purpúrea" mantenía sobre las circunstancias
de su existencia en el Plata.
De cualquier manera, estos
detalles no interesan sino en pequeña
parte. Años más o años menos la ubicación de Hudson en las letras de América - si
bien nos llegó “desde lejos y después de mucho tiempo”— no resulta difícil. Se sabe
que vivió el tiempo de las sangrientas y románticas guerras del Uruguay; el
tiempo de Rosas; el tiempo de los gauchos.
El testimonio que nos ha
dejado es tan valioso si se lo mira desde el ángulo político como si se lo
enfoca desde un mirador estético. Lo que confiere esta dimensión de eternidad a
Hudson es su extraña agudeza para captar las esencias de cuanto se movía en
torno suyo. Plantas, hombres, sucesos, pájaros se dejan aprisionar en la fina
red que la observación de este gaucho naturalista les tiende, como una perdiz
se deja atrapar por el alambre. Mas la entrega de todo cuanto rodea a Hudson
es de tal calidad que no queda secreto inédito.
Cuando el inglés aparente
que descansaba alguna vez en la costa meridional de Inglaterra - y de esa
comarca nos habla Sanín Cano - se ponía a evocar los sucesos de “allá lejos y hace
mucho tiempo”, paisaje y hombres se reintegraban a
su gobierno con un ajuste perfecto. Hudson volvía a señorear sobre ellos.
Hudson volvía a dominarlos quizá con más fuerza que antes, cuando tuteaba a
los pájaros, a los hombres y a las estrellas.
DIGAMOS la verdad: hemos conocido a
Hudson tarde y mal. Lo seguimos conociendo mal. Unas traducciones de indiscutible
buena voluntad, pero indiscutiblemente deficientes, nos han entregado ciertas
páginas que, si a pesar de ellas, Hudson nos da la medida de un gran escritor,
es porque realmente laten en él las condiciones de un espíritu excepcional.
Se habló hace tiempo de una versión de sus obras completas encargadas a un
hombre de tanta responsabilidad como Jorge Luis Borges. Nos pareció tan
acertado que dudamos de su realidad. El tiempo nos ha refirmado en la
suspicacia. Con motivo del centenario de Hudson se habla otra vez de una
edición de sus obras completas. Si no quedara en palabras, sería maravilloso.
Esperemos algo más, y es eso: que en
las tareas correspondientes a esa posible edición no falte el asesoramiento de
quienes están en condiciones de extraerle a Hudson, para entregarlo a los
argentinos, todo lo que de origina y de valioso encierra su larga, nutrida y
excepcional labor escrita.
¿CUANTOS le debemos a Enrique
Espinosa el hallazgo de Hudson? Muchos más de lo que es de suponer. Como a Fernando
Pozzo, a Espinosa se le debe en no poca medida el conocimiento de este valor
que podemos llamar “nuestro” sin asomo de duda. Nuestro fue, por el fervor y por
la gracia que el paisaje argentino derramó ante él, a tal extremo que en los
días postreros no tenía otra visión en el alma que las recogidas “allá lejos
y hace mucho tiempo”.
Treinta y tres años vividos entre gauchos,
entre pastos, entre árboles, cerca de los arroyos, bajo nuestras estrellas,
bajo la cruz del Sur. Treinta y tres años vividos cazando imágenes,
consultando brújulas vegetales - esa inclinación de los pastos... - entre
polvaredas y lluvias, observando, observando, observando... Treinta y tres años
haciéndose a la vida rioplatense con una suerte de fervor desesperado, como si
estuviera cierto que una vez lanzadas las amarras de su barco, nunca más los
vientos hincharían sus velas hacia el horizonte de la partida. Así fue. Murió
en 1922 “allá lejos” – esta vez para nosotros – y cuando apenas si comenzábamos
a saber que aquí habíamos tenido, sin darle importancia, a este otro Hernández
de inmortalidad tan pareja como la del cantor impar.
EL OMBÚ Y EL HOMBRE
BASTARIA que Hudson hubiera escrito
“El Ombú” - el cuento, no el libro, y aún el cuento sin el “apéndice” que lo
acompaña, explicación innecesaria o, en todo caso, más atenta a la prolijidad
que a la necesidad - ; bastaría que Hudson hubiera escrito “El Ombú” para que
su popularidad tuviera una base inconmovible. No conocemos toda su obra, pero
no se nos antoja atrevimiento excesivo el decir que en “El Ombú” se
encuentran, con mayor o menor intensidad, pero presentes, las notas
características de Hudson. Se ha dicho que él atendió con más prodigalidad a
la naturaleza - árboles, pájaros, plantas - que al hombre mismo.
“El Ombú” se ocupa de desmentir esa presunción. El hombre es la solicitud
primera del Hudson de “El Ombú”. No se explica de otro modo esa ternura con
que adhiere a tribulaciones ajenas.
Las criaturas de ficción, cuando son
apenas el vehículo para expresar ciertas preferencias sobre esto o aquello, no
alcanzan nunca una jerarquía humana como la de Nicandro. ¿Quién, que fuera
incapaz de allegarse al hombre, podría narrar el drama de Bruno de la Cueva?
El coronel Barboza tiene en “El
Ombú” un lugar que no se conquista por simple necesidad de conferirle a la
anécdota el lado malo para que el opuesto sobresalga. Está colocado allí por
algo. Hudson no lo envilece con adjetivos. Lo perfila sin insultarlo. Es un
tipo humano recogido de la realidad. Pero que Hudson no adhiere a su crueldad,
nos parece claro. Las observaciones que hace a propósito de Rosas son de una
agudeza tal que es inconcebible suponerlo hombre desapegado a lo que de humano
lo rodea. El advierta que Rosas sube al poder como la expresión de paisanaje
sin sentido de lo nacional, que con alguna justicia se ha opuesto siempre al
gobierno, a quien identificó con el explotador, fuera éste o aquél el color
de su piel o de sus ojos. No es vano el diálogo casi amable entre Santos Ugarte
y los ingleses de la invasión. Si pelearon los criollos contra los ingleses, no
quiere decir que fuera por apego a los amos del día. Lo demostraron después y
siempre, mientras les fue posible demostrarlo. Pero Rosas los traicionaba. Se
sienten ellos traicionados por el gaucho estanciero y no solamente porque les
prohibiera el juego de “Él Pato”...
NO esperemos hallar santos
entre los hombres fuertes que viven a caballo y que son dueños de grandes
estancias, dice Nicandro, como si quisiera adelantarse a toda sospecha. Y más
tarde: “En la primavera, volvieron otra vez las golondrinas e hicieron su nido
bajo el alero”. Las cosas pequeñas entroncan en su relato como integrantes
indispensables del todo. Esa como alfombra verde que se va extendiendo a las
puertas de “El Ombú” - cuando la casa ha dejado paso a la tapera - tiene una
ternura que justifica la alusión de Bruno, derribado sobre ella por la fatiga.
Él recordaría hasta la muerte esos tiernos pastos, esos dulces pájaros, esos
frescos ombúes, esos arroyos, esos ríos, esas pampas, ese “verde inverosímil”
que es un poco América entre salvaje y edénica. Tanto que sus últimos años no
han de ser entregados sino al recuerdo. La fiebre, durante una enfermedad, le
devuelve el paisaje. Y el paisaje le devuelve al hombre. La claridad de sus
recuerdos, la diafanidad de su evocación no elude la melancolía: “Esta tristeza
está en nosotros mismos, en el recuerdo de otros días que nos sigue a todas
partes”. Cuando tiene que hablar del dolor ajeno, de ese pequeño dolor personal,
individual, hasta parece lamentarse de que no tenga un lugar en la conciencia
del hombre: “¿Cuentan los libros estas cosas?” - se pregunta - , E insiste:
“¿Lo sabe el mundo?”.
NO. Hudson pudo amar el paisaje,
pudo prestarle una atención particular a las plantas y a los árboles. Que lo
hizo, no hay duda. Pero suponerlo alejado del hombre se nos antoja un exceso.
El hombre - y lo dice “El Ombú” - le preocupó tanto como cualquiera de las inquietudes
que agitaron su vida. De cualquier manera podría decirse de él lo que Nicandro
de Valerio, esto es, que también a Hudson lo visitó el ángel con tal asiduidad
que una parte ponderable de su encanto se lo transmitió a perpetuidad.
Ni la muerte ha podido Hurtárnoslo.
Al contrario, la muerte nos lo ha devuelto cuando ni siguiera lo sospechábamos.
LUIS REINAUDE
Compilación para EL QUILMERO Chalo Agnelli
NOTA
[1] Luis Reinaudi. Abogado laboralista,
periodista en el diario Córdoba, militó en el Partido Comunista; estuvo
detenido durante la última dictadura cívico-eclesiástica- militar. Murió en
noviembre de 2016, a los 71 años