EL FERROCARRIL Y EL PRIMER TRANVÍA
"Bienaventurados y sabios son aquellos pueblos que se esmeran en el conocimiento de sus orígenes, valorando la tierra que pisan y aprendiendo a venerar la historia y los símbolos de su estirpe, ya que sólo así, conociendo los errores y acierto de los antepasados, podrán cimentar con hidalguía su bienestar, dando bases firmes a las generaciones venideras."
Martín Cristoforetti.
Cuando alguien piensa sembrar, es indudable que primero debe conocer, estudiar concienzudamente los elementos que conforman el terreno en el que pretende cosechar. Es éste conocimiento, el que le permitirá determinar los métodos de trabajo, elegir las herramientas adecuadas, efectuar la elección de las semillas apropiadas; podrá, en síntesis, afrontar con éxito las dificultades que se le presenten, y las eventuales de futuro.
No consta en ningún registro oficial ni en los no pocos de historia quilmeña: cuándo, por qué y de qué forma comenzó es intercambie fluido de pasajeros para la actual Capital Federal usando las carretas, como medio de transporte; cuándo fue que diligencias y volantas las suplieron, pero sí conocemos el tiempo en que estas fueron abandonadas como medio de transporte público, esto sucedió cuando hizo su rimbombate llegada a Quilmes el ferrocarril.
Hasta entonces en el camino a Buenos Aires imperaban las carretas tiradas por caballos, para el transporte de mercadería pesada subsistían aun los enormes y parsimoniosos carretones, llamados también castillos por su tamaño y altura, arrastradas por yuntas de bueyes.
Para entonces se había formado una empresa con varias
diligencias que se encargaban del transporte de pasajeros y cargas livianas, liderada por dos vecinos quilmeños don Marcelino Córdoba y don Melitón Acuna. La empresa durante décadas, llevó y trajo viajeros, correspondencias, encomiendas y periódicos a través de baches traicioneros, tembladerales o profundos pantanos que frenando las ruedas, abusaban del esfuerzo y cansancio de la caballada, lo que algunas veces obligaba a efectuar reemplazos no programados.
Cuando llegaba la estación de las lluvias, en ciertos tramos del camino se formaban tales lodazales que los carruajes que intentaban cruzarlos, solían enterrarse hasta los ejes de sus ruedas o hasta los íjares de las bestias; era entonces que se recurría a cadenas o gruesas sogas y unas buenas yuntas de bueyes, cosas que tras los aguaceros, siempre estaban prontas a la vera del pantano y cuyos dueños, lugareños o baquianos de la zona, al no estar indicada, por negligencia o por interés, la necesidad de efectuar un desvío, explotaban una posta estratégicamente ubicada en las cercanías del escollo.
La empresa tuvo su sentencia de agonía al firmarse la ley que autorizaba la construcción del ferrocarril; y decimos agonía pues su muerte tardó en llegar más de quince años. También fue agonía para los pasajeros que usaban el servicio, pues los dueños, convencidos que aquello estaba irrevocablemente condenado a desaparecer, cada desperfecto ocasionado por el tiempo, el uso o el violento bregar en el rudo trajín a que eran sometidos los vehículos, se reparaban en forma transitoria de la manera más precaria, inmediata y económica posible, como correspondía a la supuesta efeméridad de su existencia. Fue así que con el estado cada vez más calamitoso de las diligencias viajar a, o desde Buenos Aires por este medio, les resultaba a los quilmeños una verdadera odisea, fomentando, como es lógico suponer un ferviente anhelo de que el ferrocarril se convirtiera en una realidad.
Pero, como en todo anhelo ferviente, su aparición tardó, tardó mucho más de lo esperado, fue una realidad que evolucionó tan lentamente, como escabrosa y larga fue su historia.
Las buenas noticias llegan a los pueblos necesitados con suma rapidez y los estremece, los embelesa, les crea expectativas los hace soñar despiertos. Y el gran sueño de Quilmes comenzó el 25 de mayo de 1857 al ser sancionada la ley que autorizaba al Sr. Alfonso Lelievre construir un ferrocarril que partiendo del Paseo de Julio, frente a la Casa de Gobierno de Buenos Aires, llegara a la Ensenada pasando por la Boca, Tres Esquinas, Barracas al Sur y Quilmes.
Recién dos años y medio después el 15 de febrero de 1860 se redacta y firma el contrato respectivo. Este imponía a la concesionario la obligación de iniciar los trabajos dentro de los 180 días, terminar a los dos años la primera sección comprendida entre el Paseo de Julio y Barracas al Sud y, por ultimo, en cuatro años, liberar al público el servicio en la totalidad del recorrido hasta la Ensenada con la facultad de ir habilitando cada sección, a medida que se fuera construyendo.
Pero sucedió que, como pasa a menudo, aquí también la letra de los contratos y los hechos no coincidieron. El 10 de abril de 1862, es decir dos años después de firmado el contrato, el Sr. Lelivre se presenta al gobierno solicitando una prórroga para iniciar los trabajos. Argumenta haber tenido que enfrentar complicada papelería, engorrosas transacciones económicas, burocracias administrativas, etc...etc... Las autoridades aceptan las excusas y otorgan nuevos plazos.
Con el transcurrir del tiempo, al parecer los impedimentos continúan y ante la imposibilidad de dar cumplimiento a lo pactado el 20 de Mayo de 1863, el Sr. Lelivre transfiere la concesión al ingeniero Wheelwrigth quien a su vez gestiona inmediatamente y obtiene modificaciones contractuales, entre las cuales, una establecía que el ramal hasta Tres Esquinas debía inaugurarse antes del 1º de marzo de 1867.
EL INGENIERO WHEELWRIGHT
Nacido en Newport, Estados Unidos, en 1798, falleció el 26 de setiembre de 1873, en Londres, en su propia casa en Regents Park, Gloucester Lodge. Empresario con iniciativa y espíritu aventurero, proyectó, importó de Europa e implantó en el continente los más avanzados medios de transporte existentes
William Wheelwright |
Si bien el señor Lelievre (la liebre en castellano), pese a su apellido, había dejado transcurrir tres largos años sin iniciar los trabajos, cosa que según lo contratado debió hacerlo en el término de tres meses, su sucesor necesitó nueve años y diez meses para llegar con el ferrocarril a la mitad del camino, es decir, hasta Quilmes, lo que en realidad estaba pactado en
cuatro su totalidad; lentitud que obedeció, según las “comidillas” empresariales de la época, a que el ingeniero Wheelwright había nombra como gerente administrador a don Enrique Crabtree.
Sea como sea por fin las obras comenzaron, pero, en las grandes obras siempre hay un pero, las obras se atascaron en Tres Esquinas. Las dilaciones con respecto al cruce del Riachuelo fueron muchas y de diferentes índoles: estudios de factibilidad debido a que era el primer puente que se construía en el país para que un tren cruzase un río; el transporte naviero y terrestre de los mismos y, como no podía ser de otra ma¬nera, puso su sombra la burocracia administrativa de los gobiernos; los de la Capital los de Provincia y también los del municipio. Todo esto llevó la friolera de seis años, transcurridos los cuales se dio comienzo a la construcción del puente, y con ello renacieron las esperanzas quilmeñas. Esperanzas que se tornaron más firmes cuando aparecieron las primeras carpas frente a la Iglesia de Barracas al Sur. Luego se produjo un primer salto hasta Sarandí, después otro hasta el arroyo de Santo Domingo, donde se detuvo nuevamente. Había que construir otro puente que, si bien era mucho más chico, no
era menos complicado que el del Riachuelo: nuevos estudios, financiación y construcción en el extranjero y más burocracia administrativa; hasta hubo litigios con los habitantes de la zona ya que el arroyo era fuente de irrigación y medio de abastecimiento de agua para una escasa población que había a su vera, también para el ganado que sí era abundante. Además, todos temían fu¬nestas consecuencias con la instalación del puente y el paso de las “pesadas” aunque no muy grandes locomotoras de la época. Y también aparecieron los agoreros de siempre diciendo que ante una eventual caída por descarrilamiento provocaría la obstrucción de esa vía de agua, lo que afectaría seriamente el hábitat de los vecinos.
Superados por fin todos los inconvenientes, que por cierto llevó algún tiempo, se continuó con la instalación de las vías hasta llegar a las altiplanicies de Bernal. Y allí, tras instaladas las blancas carpas de los operarios, se detuvo el avance una vez más. Los trabajos quedaron estancados, pero, entonces, nada tuvieron que ver estudios, financiaciones, ni siquiera la temible burocracia.
Corría el año 1870. Era juez de paz y presidente de la municipalidad quilmeña don Tomás Giráldez y municipales los señores Andrés Baranda. Manuel Doroteo Soto, Remigio González v Francisco L. Casares. Cada uno de estos señores y otros no pocos vecinos calificados, figuras prominentes del quehacer quilmeño, entraron a disputarse el trazado del ramal y la ubicación futura de la estación. Cada cual intentaba y ponía todos los recursos e influencias a su alcance para que la parada se instalara frente a su residencia.
El juez de paz tenía su morada en la calle Vicente López y Conesa, (hoy Rodolfo López) y allí quería la estación. En principio hizo valer su condición de juez de paz, de presidente de la comuna, de comisario de policía y comandante militar, y puso todo en el platillo de las decisiones. Pero los que se oponían defendiendo sus propios intereses, indudablemente, no se anduvieron con chiquitas.
Como a los jueces de paz y municipales los instituían el gobierno por decreto, el 1º de enero de 1871, el señor Giráldez ya no era juez ni municipal y por ende ni comisario ni comandante, constituyéndose así en la primera víctima ferroviaria; segunda fue la empresa de Marcelino Córdoba y Melitón Acuña con sus respectivas diligencias
Como la empresa ferroviaria no estaba predispuesta a hacer tantas estaciones como aspiraciones o intereses en juego habían, presionó de tal forma a los contendientes que se vieron obligados, al fin, a conciliar aceptando ubicar la estación en el lugar que actualmente ocupa.
Resuelto el problema de ubicación también tuvieron pronta solución les detalles relativos a la compra o donación de las tierras necesarias para la estación y vías, por lo que los trabajos se reanudaron, avanzando entonces sin dificultad.
Las consecuencias del acuerdo hicieron que se pusiera en marcha la instalación de otro medio de transporte, el tranvía.
Jorge Batte y Cía., empresa formada por los señores Jorge Batte, Melville Sewell Bagley, Frank Livinston v Francisco Younger, todos vecinos de Quilmes, en el año 1870 habían solicitado al Gobierno de la Provincia, se les acordara la concesión para construir un servicio de tranvías a caballo que partiendo de la proyectada estación llegara hasta la ribera.
Después de un largo y natural expediente, el 9 de febrero de 1872 se escrituró la concesión con la firma del gobernador de la provincia de don Emilio Castro, refrendando como escribano de gobierno don Antonio O. Iriarte. Por la misma se acordaba el arrendamiento de una faja de tierra a cada lado de las vías en proyecto de cien varas de frente por todo el largo del recorrido hasta la Ribera a partir de la hoy calle Cevallos. El concesionario debería empezar la construcción de los terraplenes y colocación de rieles tan pronto como la empresa del ferrocarril estableciera la ubicación de la estación, puesto que hasta entonces no se había determinado.
Idealistas y confiados en sus instintos mercantiles, calcularon, con no poca razón, pero sin muchas vivencias, que el tranvía podía ser un buen negocio teniendo en cuenta que a través del ferrocarril se produciría un gran movimiento de pasajeros, que desde Buenos Aires visitarían las apacibles y acogedoras playas si se les aseguraba un buen servicio de transporte.
Por fin se estableció como fecha de inauguración del ferrocarril el 18 de abril do 1872, quince años después de la firma que autorizó su construcción.
José A. Wilde |
Quilmes hervía de ansiedad, nadie entablaba una conversación cuyo tema central no fuera el ferrocarril, todo se hacía en torno de tal evento, como si la vida ya no tuviera otro motivo; y así, al fin, llegó el ansiado 18 de abril de 1872. Un día hermoso, otoñal. La calle Municipal, hoy calle Rivadavia, con su intermitente y modesta edificación, más su reciente extensión dentro de la chacra de los Cristoforetti hasta la propia estación, había sido engalanada para aquella fiesta con profusión de follaje, banderas y gallardetes.
Desde mucho tiempo antes de la hora indicada para la llegada del convoy inaugural que transportaba a la comitiva de invitados y representantes de la empresa, la estación y las adyacencias se habían colmado de concurrentes felices de ver llegar real y palpable al ferrocarril prometido tantos años antes. Después de una prolongada espera, ya que el tren, como presagio de un futuro, llegó con atraso, se lo vio aparecer en la lejanía como un punto con un penacho negro. Momentos después, con jadeo trepidante, echando blanco vapor de agua por sus costados y un humo gris por su chimenea, como cansada por el largo viaje, entrelazadas las banderas argentinas y británicas (para dejar debidamente establecido el origen del capital invertido), tras de ella se acoplaban algunos coches y vagones, cuatro en total.
En el interior del primer coche, revestido de maderas finamente talladas y con asientos tapizados en cuero negro ostentando en todos los detalles un lujo sin parangón para la época, viajaban, apenas un pequeño puñado de figuras prominentes. Por el gobierno de la Provincia su gobernador don Emilio Castro; por el gobierno Nacional el ministro de gobierno del presidente Sarmiento, Dr. Dalmacio Vélez Sarsfield, por la empresa el ingeniero Wheelwrigth, director de la obra del extendido férreo y además otros pocos funcionarios nacionales y provinciales.
El arribo fue saludado con "hurras" y “vivas" por la multitud, mientras las bandas de música intentaban inútilmente hacer oír las metálicas notas de sus marchas afanosamente ensayadas durante mucho tiempo para tal ocasión. El ingeniero
Wheelwrigth, eufórico, descendió primero siendo recibido por el presidente municipal y juez de paz don Agustín Armesto; y en nombre de la municipalidad habló el doctor José A. Wilde.
Una sola vía, montada en platos de hierro que hacían de durmientes afirmados sobre tierra, sin piedra balastro, fue lo que en principio usó para su tráfico la flamante empresa “Ferrocarril de Buenos Aires a Ensenada”, pero que hasta entonces sólo había llegado a Quilmes, parada con ínfulas de estación, ya que se trataba solamente de un terraplén que oficiaba de andén a los costados de la vía, unos galpones que servían de obrador y una rudimentaria toma de agua para las locomotoras.
Pocos días después de producida la llegada a Quilmes del tren inaugural del Ferrocarril a la Ensenada, la municipalidad, en una reunión urgente efectuada en horas de la noche y fuera de todo protocolo oficial con la presencia de su presidente y juez de paz don Agustín Armesto y otros altos funcionarios se aceptó y agradeció un donativo del Sr. Wheelwrigth, director gerente del ferrocarril, para ser repartido entre los menesterosos de la población costera, quienes, años antes, lo habían socorrido tras un naufragio sufrido en la zona.
También a propuesta del director de la obra, la Municipalidad, resolvió designar al Dr. Wilde para que realice la obtención de los terrenos para construir "la Estación Quilmes del Ferrocarril a la Ensenada y una plaza adyacente…” y
además se convino que la plaza, que el empresario proponía, se llamara Plaza Guillermo Wheelwright, erigiéndose en medio de ella una columna que perpetuara su recuerdo.
El Dr. Wilde inició de inmediato las gestiones encomendadas llagando a un acuerdo con el Sr. Martín Alejandro M. Cristoforetti sobre una fracción de su chacra (hoy la manzana comprendida entre las calles Yrigoyen, Gaboto, Alsina y Rivadavia, aproximadamente) para la plaza, una franja de unos cincuenta metros de ancho para extender el trazado de la calle Municipal (Rivadavia) desde Yrigoyen hasta la estación y unos cin¬cuenta metros de ancho a lo largo de la calle Gaboto, desde Alsina a Alem para construir el edificio de la estación. Es de hacer notar que el Sr. Cristoforetti ya había donado a la empresa ferroviaria todas las tierras necesarias dentro del perímetro de su chacra, para la instalación de las vías y del terraplén que obraría a manera de estación y que la extensión de la calle Rivadavia de hecho ya existía.
El 27 de mayo del 1872 se concretó la construcción de la plaza. El 3 de junio se resuelve cercar el perímetro de la misma adornada con árboles en doble fila. En el primer trimestre de 1873 se designó al primer “cuidador de plaza” al vecino y peón de chacras a don Carlos Morarda con un sueldo de 320 pesos y el 8 de setiembre del mismo año se da por terminado el nuevo edificio para la denominada oficialmente “Estación de Quilmes” en el lugar que actualmente ocupa.
Como se ha descrito, las vías estaban montada sobre platillos apoyados en la tierra sin balasto, lo que hacía que la locomotora, vagones y coches desde que salían de Quilmes hasta que llegaban hasta la estación Central, o viceversa, iban jugando a los descarrilamientos; y no eran raros los comentarios de los pasajeros que recordaban hasta tres descarrilamientos en un solo viaje ni pocos los que puedan contar cuántas veces, cansados de esperar a que el tren fuera encarrilado o que llegara otro para transbordar a él, se decidieran a hacer a pié el resto del viaje, sin tener motivos para arrepentirse. Aquellos que anhelantes aguardaron la “comodidad” que ofrecía el ferrocarril con frecuencia recordaron como excelentes las diligencias de Córdoba y Acuña.
Recién tres lustros después, para 1887, se mensuró, balastro y construyó la doble vía, llegando entonces el ferrocarril hasta la hoy estación “Pereyra".
Años después, la empresa administrada por Crabtree, pasó a manos del denominado Ferrocarril del Sud, constituido por capitales de origen británico, la que arribó con sus trenes, ya no solo a Ensenada, sino también a la recientemente fundada ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires.
Una vez que se estableció el predio donde se ubicaría la estación el Sr. Bagley, con el apoyo de su amigo don Andrés Baranda, solicitó a la Municipalidad la reválida de la concesión, otorgada por el gobierno provincial, para comenzar las obras del servicio público del tranvía. Si mucho había tardado el ferrocarril en llegar, el tranvía lo hizo demasiada pronto, rápidamente y sin inconvenientes se extendieron las vías, se compraron los coches, los caballos necesarios y se contrató al personal capacitándolo para las distintas funciones que debían realizar de manera tal que el 1º de enero de 1873, el primer tranvía comenzó a cruzar el pueblo de oeste a este. La pomposamente considerada estación central de este medio, se encontraba ubicada en las calles Cevallos y Otamendi; y ostentaba el nombre “River Plate".
Los primeros viajes se realizaren durante el verano, la época y la novedad unieron sus favores, dando aliento a los empresarios. Estos en cumplimento de lo dispuesto en el contrato, colocaron como ensayo dos o tres casillas de baño en la ribera, pero pasaron inadvertidas: sucedía que tales casillas estaban reñidas con las costumbres de la época.
Pasó el verano que mucho prometía y llegó el invierno y con él también el desencanto.
Los cálculos efectuados para la explotación del tranvía dependía del ferrocarril y a éste en un principio, como lo hemos visto, no le iba muy bien. Si tenemos en cuenta que en el día siguiente a su inauguración el primer tren arribó a Quilmes con ocho pasajeros y al final del día no se habían vendido más de una docena de boletos.
Como ya hemos narrado desde el inicio eran muchos los inconvenientes que sufrían los viajeros, así que sólo se utilizaba cuando era imprescindible. Aún cuando se lo deseaba utilizar, había problemas y esto lo comprobamos a través de El Quilmero que por el año 1884, menciona un par de veces el problema de los que gustaban asistir a espectáculos en Buenos Aires ya que, por los horarios establecidos, no tenían tren para regresar. En su edición del domingo 3 de agosto del mencionada año, el mismo periódico publica lo siguiente: “¡Tren especial!- El que solicitado para la noche de los martes, después de la salida del teatro, no lo concedió la administración del ferrocarril por razones muy atendibles a nuestra opinión. Los empleados ordi¬narias soportan el máximun del trabajo que puedan soportar en el servicio de línea. Tienen que atender sus puestos de trabajo desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche y es humanamente imposible obligarlos a pasar en vela hasta las dos de la madrugada, teniendo que trabajar al día siguiente como los demás. Esa ha sido la razón de no concederse el tren especial solicitado el martes Damos esta explicación al vecinda¬rio para evitar interpretaciones erróneas.”
A los empresarios tranviarios el invierno les cayó muy mal. Primero se suprimió el guarda al que suplía el empresario, después se despidió al mayoral. Y así, en su afán de mantener el servicio, el empresario hizo de hombre orquesta, fue guarda, mayoral, caballerizo, peón y cualquier otro trabajo que se requiriese. Cuando hacía de mayoral, a mitad de camino mientras no había peligro de atropellar a nadie, abandonaba las riendas y realizaba las funciones de guarda, para volver a la plataforma, retomar las riendas y manejar el tranvía hasta llegar a destino. Si bien la fortaleza del Sr. Francisco Younger se mantenía incólume, la de las bestias de tiro no, una tras otra fueron muriendo de hambre.
Como la muerte del servicio coincidió con la instalación de un tranvía en Córdoba allá fue a parar todo el tren rodante sobreviviente, mal cubiertas sus lacras con alguna mano de pintura y barniz. También las tierras que habían comprado a los lados de las vías fueron vendidas casi regaladas y los rieles desaparecieron hundiéndose en el fango de la calle Rivadavia.
Y así termina la doliente historia del primer tranvía que tuvo Quilmes. Fue un progreso que se adelantó a su época y que acabó de la única manera que debería acabar.
MARTIN CRISTOFORETTI
Don Martín Cristoforetti fue un afable vecino de Bernal, bisnieto de su homónimo el preceptor Martín Cristoforetti que fundó en Quilmes la primera escuela agrícola (ver su biografía en este sitio)
Don Martín Cristoforetti, que escribió esta página, y su esposa Elsa Pérez fueron una pareja encantadora que se interesaban por todo lo que tenía que ver con este lugar del que su antepasado también fue fundador.
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