En 1848 el comerciante británico William Mac
Cann realizó
un recorrido por territorio argentino, visitando la campaña bonaerense, el sur
de las provincias litorales y Córdoba. A comienzos de 1853 se publicó en
Inglaterra el libro en el que volcaba las experiencias recogidas durante su
viaje.
Observador
agudo y minucioso, Mac Cann describió con acierto el paisaje argentino, las
costumbres de los habitantes, los diversos aspectos del quehacer cotidiano, el
trabajo rural, aportando datos particularmente interesantes sobre el papel de
sus connacionales en la vida del país. Pero este “Viaje a caballo” es mucho más que un relató ameno y pintoresco. Las
precisiones que el autor realiza acerca de las características de la economía y
de lar sociedad del litoral argentino, apoyadas por un valioso material
estadístico, lo convierten en una referencia imprescindible para el
conocimiento de la situación reinante en los últimos años del período rosista.
En
este recorrido se detuvo en Quilmes y describe esa olvidada aldea al sur de la
Ciudad y visita la casa de Juan Clark que se levantaba en la actual manzana
circundada por las calles Mitre, Conesa, Sarmiento y Colón, que luego Clark
vendió a la familia Ctibor y esta alquiló para que se abra en ella la Escuela
Normal, adquirida luego por el Estado y allí hoy se halla el Instituto Superior
del Profesorado Nº 104, el Jardín de Infantes Nº 949 y el Colegio Nacional.
Uniendo los párrafos que aquí se transcriben con la obra artística de Carlos Morel y muchas de las páginas de "Allá lejos y hace tiempo" de Guillermo E. Hudson, se puede alcanzar clara idea del paisaje y los pobladores de esta comarca a mediados del siglo XIX.
“Luego de haber andado cosa de una legua,
cruzamos el puente de Barracas, entrando en una extensa llanura donde nada
indicaba la cercanía de una gran ciudad. Las casas, en su mayoría, eran
construcciones de madera, muy recientes, y pertenecían a inmigrantes vascos; las había también de estacas y cañas,
revocadas de barro.
Unas pocas eran de ladrillo y bien edificadas, pero nadie
hubiera creído que desde ese paraje podía llegarse en una hora de caballo a la
capital de una extensa república. Parecía más bien el lugar de acceso a una
llanura ilimitada. En el campo, conforme avanzábamos, aparecían en mayor número
las vacas, caballos y ovejas.
Al cabo de tres o cuatro leguas, entramos
en una extensión de terreno ondulado, a inmediaciones de Quilmes, cerca del sitio donde desembarcaron las tropas inglesas,
en aquella fatal expedición comandada por el general Whitelocke. El camino corría por entre montecillos de
durazneros, sauces y álamos. En esos lugares se halla la casa de Mr. Clark, súbdito británico, donde nos
quedarnos a pasar aquel día […]
En Quilmes hay una iglesia construida de
ladrillo y junto a ella un cementerio que en otro tiempo ha estado cercado con
una pared; ésta se halla tan derruida que las vacas entran a pacer libremente y
destruyen las tumbas. La villa se compone de una casa muy bonita y otras doce
de aspecto común. En los alrededores, y en pequeñas parcelas de terreno separadas
unas de otras, se levantan los consabidos ranchos de cañas y barro. Quilmes ha sido antiguamente el centro de
una tribu de indios, de la que tomó su nombre.
Estos indios fueron traídos del
Interior con el propósito de civilizarlos y han desaparecido con el andar del
tiempo.
Por el año 1820 (1818), las tierras
fueron cedidas a determinadas personas bajo condición de introducir mejoras y
edificar algunas casas. La historia de
esta tribu ofrece cierto interés por cuanto demuestra que las razas menos
vigorosas y civilizadas están destinadas a extinguirse, en contacto con otras
más fuertes. Los indios quilmes procedían de la provincia de Catamarca donde
sus antepasados lucharon contra los españoles en el transcurso de varias
generaciones. Finalmente, quedaron reducidos a doscientas familias,
capitularon, y fueron traídos a esta región para incorporarlos a la vida
civilizada. Pero, en ese proceso de depuración, la tribu ha terminado por
extinguirse.
La aldea se
halla fuera de los caminos principales y, debido a esa circunstancia,
difícilmente podrá adquirir algún desarrollo. Con todo, si en lugar de tenerla
abandonada y cubierta de hierbas, se dedicaran sus terrenos a la formación de
quintas, jardines o viñedos, podría constituir un abrigo feliz para muchas
familias industriosas. Al presente ofrece un cuadro de pobreza y desolación
porque los habitantes del sexo masculino se hallan todos de servicio en el
ejército.
La entrada a la casa de Mr.
Clark
despertó en mí la más viva simpatía: todo en aquel hogar me representaba la
actividad y el confort británicos. La huerta estaba provista de las mejores
hortalizas y había plantaciones rodeadas de excelentes empalizadas. La tierra,
feracísima y apta para todo cultivo, había sido removida con arados y rastras
escocesas. Abundaban las aves de corral y las piaras de cerdos. En un terreno
vecino se veían grandes montones de pasto. Unas robustas mujeres
irlandesas andaban muy atareadas conduciendo tarros de leche. Como la quinta se
halla situada a corta distancia de la ciudad (Buenos Aires), los productos de
granja, encuentran buena salida y mister Clark sabe sacar de todo el mejor
provecho. La carne, los lechones, las aves, las frutas, las hortalizas, la manteca,
los huevos, el pasto, la leña, todo puede colocarse, y a precios más altos que
en Londres y París, con excepción de la carne. El mayor inconveniente está en
los caminos, que, durante el invierno, se ponen intransitables.
Junto al corral de la granja se halla
instalada una fábrica para hervir o cocer la carne de vaca: los tanques son de
hierro, de procedencia inglesa y tienen capacidad para cien bueyes. [1] La mayoría del personal empleado está
constituida por irlandeses, gente muy laboriosa y que economiza casi todas sus
ganancias. Puede dar una idea del número de personas empleadas, el hecho de
que Mr. Clark faena una res cada tres días para el mantenimiento de su casa,
aparte las ovejas que se consumen. También se cultiva la papa, aunque ésta,
hablando en general, no es tan abundante ni tan buena como en Inglaterra; pero
asimismo se hacen dos cosechas por año; la primera cosecha, plantada en
setiembre y recogida en enero, corre peligro de ser comida por la carraleja o
mosca española cuando los calores vienen muy temprano. Estos insectos son
recogidos y se venden a los droguistas de la ciudad; en algunos años abundan
tanto, dentro de los primeros días de su aparición, que comen por entero las
raíces, dejando el tallo enteramente desnudo. La segunda cosecha de papas se
siembra por el mes de febrero, pero si el verano es muy largo se prolonga la
vida de los insectos y entonces, con seguridad, destruyen los primeros
vástagos, tan pronto como empiezan a crecer. Las mejores semillas de papas se
obtienen de los capitanes de barcos, pero siempre es una cosecha muy aleatoria
por la falta de suficiente humedad. Durante los últimos años el precio de las papas ha
oscilado entre uno y tres peniques por libra. [2]
Cualesquiera otra especie de hortalizas inglesas pueden alcanzar aquí su
máximo desarrollo; además, las calabazas y los melones podrían constituir un
alimento muy principal. Los melones abundan mucho y se venden a bajo precio.
Con Mr. Clark participamos
de una mesa excelente: asado de vaca, aves, pudding inglés, papas y pan blanco,
todo bien cocinado y presentado con mucha pulcritud. Fuimos invitados con
insistencia a pasar la noche en la casa y para el efecto dejamos atados los
caballos, pero de manera que pudieran pastar libremente.
El campo abierto tiene aquí
un valor de treinta a cuarenta chelines [3]
por acre [4]
inglés y es el precio corriente a esta distancia de la ciudad, vale decir
cinco leguas. El precio de la tierra en los desiertos australianos asciende, según
creo, a veinte chelines por acre; aquí, en una hermosa región, a menos de la
mitad de la distancia desde Inglaterra, y a quince millas de una ciudad de
sesenta mil habitantes, puede adquirirse la tierra a un precio de cuarenta
chelines por acre.
La dificultad con que se tropieza de
inmediato en cualquier empresa agrícola, es la construcción de vallados para
contener las haciendas porque los gastos de zanjeo resultan muy crecidos y el
trabajo se paga por vara. Los peones empleados en las labores de granja y en la
construcción de fosos para cercados, ganan generalmente tres libras por mes [5],
incluida la ración diaria. Casi todos estos trabajos son desempeñados por
escoceses e irlandeses.
El sol, entrando por las hendiduras de
los postigos, nos incitó a dejar el lecho muy de mañana para gozarnos en la
belleza pastoral de la escena. Se extendía por todos lados una planicie de
apariencia infinita, de un verde reluciente, como que
estábamos en primavera, y donde pastaban miles de vacas, caballos y ovejas: una
eran majada de estas últimas pertenecía a nuestro huésped.
Era de llamar la atención la cantidad de
hongos que cubrían el suelo, recogimos algunos en un pañuelo y los mandamos a
la cocina para que hicieran parte de nuestro desayuno. Me hallaba en esa tarea
cuando fui sorprendido por un ruido sordo, acompañado de una trepidación; la
tierra parecía temblar bajo nuestros pies. A poco pude advertir que se trataba
de una inmensa tropa de baguales que, para mis ojos, inacostumbrados a ese
espectáculo, no bajaban de mil y se acercaban galopando por la llanura. La
presencia de dichos animales se debía a la escasez de pasto - por falta de
lluvia - en otros campos distantes. Venían a las inmediaciones de Quilmes porque en esos parajes
encontraban buen sustento. Los caballos, extraviados después de abandonar sus
propios campos, habían ido aumentando en número a punto de constituir un serio
inconveniente, no tanto por el pasto que consumían como por los perjuicios que
causaban en los cercados. Con el objeto de alejarlos empezaron por encerrarlos
en un corral; seis hombres bien montados los arrearon después, campo afuera, a
una distancia de cinco a seis leguas donde quedaron libres para vagar a su
antojo y buscarse alimento. Después de un sustancioso breakfast, nos
despedimos de Mr. Clark para proseguir nuestro viaje. El camino atravesaba una
pampa de excelentes pastizales. En aquella estación, la hierba, de intenso
verdor, crecía esplendorosa y toda la extensión que los ojos abarcaban parecía
una alfombra de terciopelo verde oscuro donde se esparcían las flores doradas
de la primavera. Muy cerca, y a nuestro alrededor, los hongos de color blanco
cubrían el suelo. No se veían árboles - a excepción de uno o dos que se
divisaban junto a una casa - pero las casas son pocas, debido a la escasez
despoblación.
Junto a un arroyo cruzamos una gran
majada de ovejas vigiladas con mucho cuidado. La pastora iba a caballo y se
empeñaba en hacer avanzar algunos corderillos rezagados. Aunque me encontraba
lejos para poder juzgar de su fisonomía, la revestí con la imaginación de
todos los encantos de los pastores arcádicos. […]”
De: Mac Cann, William. "Viaje a caballo por las provincias argentinas". Hyspamérica. Biblioteca Argentina de Historia y Política (Colección dirigida por Pablo Constantini) Buenos Aires 1969 (origen: Biblioteca Popular Pedro Goyena).
Compilación Chalo Agnelli
NOTAS
[1] Tanques en que se
sancochaba la carne que, después de salada y colocada en barricas, se destinaba
a la exportación y era consumida, sobre todo, por las tripulaciones de barcos.
[2] Téngase en cuenta que el
peso papel de la Provincia de Buenos Aires, sólo valía dos peniques y medio,
según dice, más adelante, el autor. (N. del T.)
[3] El chelín equivalía a unos
cinco pesos moneda papel. (N. del T.)
[4] Acre: menos de la mitad de
una hectárea o sea unos 4.000 metros cuadrados. (N. del T.)
[5] Unos trescientos pesos moneda papel de-la Provincia de Buenos
Aires. (N. del T.)
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