Primero la exportación de cuero, grasa y sebo y luego el charque o cecina, la salación de la carne antes de la aparición del frigorífico (1883), multiplicaron los mataderos y los saladeros en las costas del Río de La Plata y a orilla de los arroyos. Allí la labor de peones, carniceros, gauchos, mujeres y niños era inhumana, degradante, insalubre, al extremo que estos establecimientos fueron, también los responsables de las constantes epidemias de cólera, tifus, y fiebre amarilla que asoló la provincia durante los siglos XVIII y XIX. Por eso en la tercera fundación de Quilmes, el Dr. José Antonio Wilde, como municipal, puso tanto énfasis en la higiene y la salubridad urbana y rural.
Transcribimos, para ser más rigurosos, lo que escribió al respecto el Dr. Craviotto en su libro “Quilmes a través del tiempo”. [1]
Desde 1771 se registran iniciativas tendientes a favorecer la industria saladeril; en 1776 fueron consultados algunos hacendados; uno de ellos, Clemente López Osornio, en nota de marzo de 1777, respondió al pedido de Diego de Salas, manifestando su opinión favorable y exponiendo que desde sus establecimientos de campo, situados en el extremo sud del pago de la Magdalena, podía obtener más de 500 quintales de carne salada; que los barriles para envasarla debían ser provistos desde Buenos Aires por no tener medios para construirlos y que convenía trabajar en los meses de
El 13 de octubre de 1810, el Correo de Comercio comentaba "Nos es grato anunciar al público, que en la Ensenada de Barragán, por los auxilios que ha facilitado D. Pedro Dubal, ha podido D. Roberto Staples formalizar una fábrica de carne salada, la cual está en ejercicio; como tal benéfico establecimiento sin duda prosperará aprovechando útilmente la abundancia de carnes que nuestros hacendado perdían antes por falta de objetos de industria como el presente, les damos este aviso para que puedan dirigirse a aquel factor, los que deseen el fruto de sus ganados".
Hasta aquí se han mencionado saladeros que se encontraban en el partido de la Ensenada, antigua jurisdicción quilmeña y a pocos centenares de metros de su limite sureste.
El primer saladero quilmeño se instaló a comienzos de 1815 o tal vez antes; a mediados de ese año se encontraba en plena tarea, desde fecha que se ignora, el saladero de Roberto Taylor, en las tierras que años después fueron propiedad de la familia Clark, en los establecimientos La Materna y la Bella Vista. En tierras de media legua cuadrada, que Taylor adquirió en trueque por ciento ochenta ovejas, inició sus tareas. Pasó luego en propiedad a su cuñado Eduardo Clark.
Los restos se dejan desparramados sobre el suelo, y como cada matadero es atravesado por una carreta, esto significa una molestia intolerable, especialmente en verano, si no fuera por las bandadas de aves de rapiña que lo devoran todo, y dejan los huesos que quedan completamente limpios, en menos de una hora, después de la partida de los carros. Algunos cerdos afortunados comparten con los pájaros lo que queda en tierra, y cerca de los mataderos existen crías de cerdos que se alimentan exclusivamente de las cabezas e hígados de las reses muertas.
Mientras los hombres de a caballo siguen enlazando y matando, otros peones se dedican a desollar y carnear; pero, tan pronto como se ha matado un número suficiente de animales para el día, lo que tiene lugar, a veces, a las ocho o nueve de la mañana, con un promedio de ochenta a ciento diez animales por día, dos peones se aplican a cada bestia.
De una cuchillada le abren la piel a todo el largo del vientre, desde la cabeza hasta la cola, y las patas del lado de adentro, desde el codo hasta el punto de unión de la línea del medio, les cortan los pies, que arrojan; desuellan el animal y, sobre la misma piel, comienzan a carnearlo. Los cuatro cuartos son sacados con una asombrosa destreza y transportados al tinglado, donde son colgados en ganchos destinados a recibirlos; luego, los mismos hombres arrancan toda la carne de los huesos en cuatro o cinco jirones, pero con una destreza y rapidez difíciles de creer; uno saca, en un solo pedazo, la de las nalgas; otro la de la columna vertebral, igualmente en grandes trozos, conducidos al tinglado y después arrojados en un montón sobre los cueros. Extraen la masa de los intestinos, que los niños se ocupan de desgrasar, antes de ponerlos aparte.
Una vez que todos los animales muertos son así carneados, los peones llevan los cueros al tinglado y sacan la carne de arriba de los cuartos, siempre con la misma destreza, arrojando, a medida que lo hacen, las carnes de un lado sobre los cueros y los huesos del otro. Cuando todo termina, comienza una nueva operación, a la que todos se entregan juntos: recibir por separado cada trozo para partirlo, si es demasiado grande, para sacarle el excedente de grasa y arrojarlo en un montón. Una vez terminada dicha operación, se extienden los cueros en tierra y se los cubre con una gruesa capa de sal; después se extiende con cuidado una cama de trozos de carne, y alternativamente una capa de sal y otra de carne, hasta formar una elevada pila cuadrada, a la que no se toca durante diez o quince días, para que las carnes se saturen bien de sal. Transcurrido ese tiempo, se expone diariamente la carne al aire, sobre las cuerdas, hasta que quede seca del todo, lo que la hace menos pesada y más fácil de transportar.”
El europeo que contempla la explotación de un saladero – afirma - no puede dejar de impresionarse por la destreza y la ferocidad de los peones, así como por la habilidad con que esquivan las cornadas de los toros. […] El espectáculo de un saladero es de lo más triste. […] ¡Y qué espectáculo si nos acercamos! Ocho a diez hombres repugnantes de sangre, el cuchillo en la mano, degollando o desollando o carneando a los animales muertos o moribundos.
Un hombre, de pie sobre una plataforma, arroja el lazo sobre uno de esos animales. El lazo corre sobre una roldana y va unido a otra cuerda, a la que están atados dos caballos montados. A un grito del enlazador, los jinetes, que se han aproximado, espolean sus caballos tirando del lazo y obligan así al novillo que se resiste, a llegar y tropezar en un poste donde el degollador le hunde un cuchillo entre las astas. El animal muere con la primera cuchillada y entonces la plataforma de madera en que ha caído, se separa rodando sobre unos rieles hasta otra especie de estrado, donde otro peón, con su lazo hace caer la res sacrificada. En este último lugar, dos hombres - brazos y piernas desnudos y el cuchillo en la mano - la descuartizan en pocos momentos. La zorra vuelve a su sitio para recibir una nueva víctima y la matanza continúa con espantosa rapidez. Desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde, son degollados y despedazados de esta manera, de trescientos a cuatrocientos novillos.
Hay en este establecimiento unos trescientos peones, divididos en diferentes grupos, según la tarea particular de cada uno. Mientras funciona el lazo, mientras el desangrador degüella, los carniceros -las piernas desnudas entre la sangre, hasta la rodilla- sacan el cuero y cortan la cabeza, y otros transportan la res sobre los rieles hasta unas mesas donde separan la carne del costillar para hacer el tasajo. Después, toda la carne es sometida a diversas preparaciones. Primero, ponen el tasajo entre la sal, más tarde lo colocan en los secaderos. En cuanto a los cueros, amontonados primero en salmuera, son extendidos después al aire libre. A los cuernos se les despoja de su envoltura escamosa y el resto va a las máquinas a vapor que les extraen la sustancia. El sebo se saca de las partes más gordas del animal; el aceite de quinqué, de las patas; el residuo de todo esto se vende como abono; los restos (tiras) de cuero sirven para hacer cola de pegar y todo se utiliza, hasta la más mínima partícula. Se trata de la más completa utilización del animal por la mano del hombre.
En esta reseña se aprecia que ya se había superado el gran desperdicio que se hacía en los mataderos a campo abierto con el ganado cimarrón antes de que se organiza la producción saladeril.
Había tres corrales en línea, conteniendo cada uno una cantidad de animales, mientras afuera había media docena de carros carniceros en cuyos ganchos se colgaban las reses, según iban cortándose. Hombres a caballo galopaban dentro y fuera tirando, de cuando en cuando, un lazo sobre los cuernos de un asustado animal, cuyo lastimoso gemido, porque todos ellos braman, parece procediera de la certidumbre de la horrible muerte que les espera. ¡Qué cosa extraña! ¡El caballo de un gaucho siempre que se mueve es para galopar! Su corcel galopa todavía cuando arrastra al pobre bruto, que apenas ha pasado la puerta del corral, cuando recibe un tajo en los garrones, dado por el cuchillo de un carnicero que está allí, para eso, y que, perfectamente contraído a su ocupación, así que la bestia es arrastrada y desgarretada, va tras ella hasta que, en un lugar conveniente, le entierra su puñal hasta el puño en el pescuezo. Salta la sangre, y el animal se hace furioso en su desesperación por libertarse, esperanza que pierde a cada momento, debido a la triple influencia del lazo, las garras cortadas y la pérdida de sangre. Una escena igual tiene lugar en cada corral.
Una cantidad de hombres está ocupado en desollar, descuartizar, cortar y colocar las reses en los carros, que están allí, mientras los
Según me dijo mi compañero de viaje, este olor provenía de la putrefacción de la sangre de miles de animales vacunos, que se conservaba estancada en multitud de pozos. Una bandera argentina colocada sobre la oficina del saladero a que nos dirigíamos, nos indicó el lugar de nuestro destino. Dejando el carruaje, caminamos a través del portón, pasando por una palizada de algunos cientos de varas, hecha con el objeto de secar la carne — por delante de montones de cueros de vaca, arreglados en cuadros como para base de pilas de carne seca, por pequeños montones de pezuñas, huesos y colas — y llegamos al matadero, donde, bajo un galpón, en medio de una cantidad de hombres y muchachos, casi desnudos y todos salpicados de sangre, vi el trabajo que estaba en todo su vigor.
En el corral, parado sobre una plataforma formada por una simple tabla, colocada como a cuatro pies de altura, un gaucho capataz arroja su lazo en medio de un grupo de animales. Sin errar jamás su tiro, aprisiona dos a la vez con una sola lanzada en los cuernos. El otro extremo del lazo que sirve para la operación, se afirma en un poste de madera, estirado por dos caballos por medio de un aparejo con roldana. Una vez enlazados los animales, son arrastrados por los caballos a un callejón en línea recta del corral al galpón, y exactamente bajo la plataforma, donde el gaucho está con un cuchillo en la mano, y en menos tiempo del que he empleado para describirlo, sepulta el cuchillo en la nuca de cada animal capturado. Entonces caen súbitos. Y una tranca, que hasta entonces ha permanecido cerrada, es abierta por un muchacho y los caballos arrastran los animales hasta el primer galpón, por medio del aparato de ruedas (zorra) en que están colocados, y allí son, en un momento tumbados, desangrados, desollados, decapitados, cortados y despedazados.
Cinco minutos después que el animal ha sido muerto, su carne está salada, su cuero lo están envenenando, el desecho de sus huesos y la grasa de las entrañas están hirviendo para extraer de ellos el aceite; y el trabajo prosigue durante todo el día con la misma rapidez y regularidad de una máquina. Tal es la perfección a que han llegado estos trabajos, que algunas veces se matan y se sala la carne hasta de mil animales por día.
La carne, después de salada, se deja por espacio de 24 horas en un montón, en seguida se da vuelta y se sala, después de lo cual la salan y dan vuelta dos veces más, con intervalos de cinco días, de donde sale para ser colgada en palizadas para que se seque a la intemperie.
En todas estas operaciones, la sal de Cádiz se usa invariablemente, pues los saladeristas la encuentran menos soluble, y por, consecuencia, más económica, que la que viene de Liverpool.
Sin embargo, en materia de saladeros, puedo decir que, habiendo visto en Córdoba la misma manera de matar que acabo de describir, se me dijo que en tiempos anteriores había allí la costumbre de desollar la cabeza y el cogote de la vaca o novillo, mientras el animal estaba vivo, con el objeto de sacar el cuero entero. Pero esta operación ponía tan sensible el sistema nervioso, que muy frecuentes veces ha sucedido que no desangraban cuando se les degollaba, y la carne, como era natural, se perdía. Esta costumbre ha sido, felizmente, abolida por un decreto del Gobierno Provincial.
este tufo imposible de ser reflejado por la pluma, resultaba seguramente la peor emanación que jamás se haya conocido sobre la Tierra, siempre que no acepte por verídicos "los humos con olor a pescado", del cuento de Tobit, merced a los cuales este antiguo héroe, se defendió en su retirada, del diablo que lo perseguía. Era olor de carroña, de carne putrefacta, de la vieja y siempre renovada costra de tierra y sangre coagulada. Parecía un olor consistente y corpóreo. Los viajeros que llegaban, o se alejaban de la ciudad por el camino real del sur, paralelo al matadero, se apretaban las narices y galopaban furiosamente hasta verse libres del abominable hedor. [8]
Artículo 2º. Ningún abastecedor podrá abrir la puerta de sus corrales ni permitirá entrar en ellos a nadie antes de tocar la campana, salvo el caso de tener que pasar una punta a otro corral, lo que le será permitido a cualquier hora, pero sólo con los hombres necesarios y a puerta cerrada (como también apartar); terminado esto, mandará salir a todos, cerrará las puertas y esperará el toque de campana.
Artículo 3º. Al toque de campana se abrirán todas las puertas, el abastecedor dirá el precio y. cada uno podrá enlazar a su elección, saliendo enseguida con la res; si alguno quedase con animal enlazado y esperando baja, el abastecedor puede obligarlo a salir al precio ya fijado, lo mismo a los que quedasen atajando animales, pues unos y otros entorpecen y perjudican la matanza.
Artículo 5º. Los lazos no tendrán más que diez varas de largo; si alguno excediese, el Comisario hará cortar en su presencia lo que sobrase. Los enlazadores de fuera, podrán llevar largo.
Artículo 6º. Queda prohibido beneficiar reses para el abasto de la ciudad fuera de la playa de los corrales. En las chancherías inmediatas, sólo se permitirá matar terneros para beneficiar en las mismas.
Artículo 7º. No se permitirá matar el Viernes Santo. El sábado se permitirá a las horas establecidas para todos los días.
Artículo 8°. Es prohibido vender carne de animales muertos de enfermedad, dentro o fuera de los corrales. Los que lo intentasen, tanto el vendedor como el comprador de la res, serán multados a 500 pesos moneda corriente cada uno.
Artículo 9º. Todos los carros se colocarán en dos filas de Este a Oeste, a lo largo de la playa, el pértigo para afuera, dejando entre las dos filas un intervalo de diez varas.
Articulo 10º. No podrá sacarse tropa alguna para saladero, pastoreo u otro destino, hasta no haber tocado la campana para terminar la matanza.
Artículo 11º. La puerta que mira al Norte, la del Este y la del Oeste serán para la entrada y salida de los carros.
Artículo 12°. Estando la playa ocupada con reses durante las horas de la matanza y carneada, no se permitirá entrar tropa alguna. Los encierros empezarán a la hora que termine la carneada (la que indicará otro toque de campana). Sólo en caso de no haber ninguna
Artículo 13º. Cuando no hubiese habido en la matanza el número de reses necesarias para el consumo, se permitirá matar en la tarde la que hubiese entrado.
Artículo 14º. Desde la hora en que termina la matanza y al mismo tiempo que empieza la carneada, empezará la limpieza de la playa, debiendo quedar concluida dos horas después de concluida la carneada. Los que hacen la limpieza no podrán dejar montones de un día para el otro, y están obligados a levantar todos los residuos por pequeños que sean.
Artículo 15º. Los que sacan el sebo o mucanga [9]que queda en las tripas, lo harán antes de la hora en que termina la limpieza; de lo contrario los cardadores las llevarán con sebo y todo, no admitiéndose reclamo alguno.
Artículo 16º. Por ningún motivo, en ningún tiempo y a ninguna hora, se permitirán cerdos en la playa, so pena de ser su dueño multado en cien pesos por cada animal, dando cuenta el Comisario al Secretario de la Municipalidad con expresión del nombre del infractor.
Artículo 17º. Todo comprador de reses devolverá el cuero, entregándolo en la puerta del corral, doblado con el pelo para afuera. En la playa entregará o dejará las menudencias, a saber: cabeza, patas, cola, hígado, bofes, tripas, etc., que no le pertenecen, como también los cueros del ternero nonato.
Artículo 18º. El que entregue un cuero cortado o rayado, siendo rechazado por el comprador de cueros, pagará su desmérito a juicio del Comisario.
Artículo 20º. El Comisario está facultado para entender y resolver en toda demanda proveniente de las faltas de policía de matadero, como también para despedir de la playa al peón que se le justifique cualquier desorden.
Artículo 21º. Permanecerán constantemente durante la noche en la casilla del Juzgado dos hombres armados para la vigilancia del ganado encerrado, debiendo dar parte al día siguiente de las ocurrencias de la noche. Durante el día estarán en la playa los cuatro vigilantes, para imponer el orden; ni podrán retirarse hasta concluida la faena, debiendo quedar dos en el resto del día.
Artículo 22°. El Comisario dará cuenta a la Comisión de Higiene de toda multa que llegase a imponer, expresando el nombre del individuo, la cantidad y motivo de la multa.
Artículo 23°. Cuando se formase pantano en un corral, el Comisario obligará al dueño a componerlo en cuanto fuese posible, designando fuera de la playa el paraje donde ha de llevarse el barro que fuese preciso sacar.
Artículo 24º. Queda prohibido en el beneficio de las reses el lavar la carne con orines o jugo de los intestinos, y sólo se hará con agua limpia, so pena de ser multado en 100 pesos moneda corriente.
PEONES, GAUCHOS, MATARIFES, CURTIDORES... GESTORES DEL CRECIMIENTO DE UNA LOCALIDAD
Si remontamos la historia social de los quilmeños a los saladeros que rodeaban la reducción y seguramente usamos la mano de obra esclava de los descendientes de quilmes y acalianos, de los descendientes de las parcialidades aborígenes, individuos fugados de las reducciones de San José de Areco de etnia querandí o mbeguá; de la Tubichaminí, en la isla de Santiago y luego de Magdalena y de la establecida por Hernandarias con individuos de estirpes chaná, mbegua y guaraní; de esclavos negros, mulatos y muchos mestizos de todas las cepas. Se entiende que el principio de la riqueza agropecuaria bonaerense la gestó, el aborigen, el guacho, el negro y, en último término y a duras penas, el inmigrante. En el saladero de las Higueritas de la firma Juan Manuel de Rosas, Dorrego & Terrero, en el saladero de los Taylor y de los Clark trabajaba esa gente, y una prueba irrefutable que las condiciones laborales eran pésimas es que en torno de esos saladeros no se formó población alguna. Los trabajadores habitaban en campamentos no muy próximos. Situación que siglos después se reiterará en los ingenios tucumanos, en los algodonales chaqueños y en los quebrachales santiagueños.
NOTAS
[2] Emeric Essex Vidal, nacido en Beresford, Inglaterra, 29/5/1791- Brighton, Inglaterra, 7/5/1861. Marino y pintor aficionado, autor de las primeras pinturas realizadas sobre la vida pública en Buenos Aires y Montevideo.
2 comentarios:
Buen post. quería saber cual es el nombre y el autor de la obra de última foto
Buenos días Prof. Agnelli. Soy profesora de Historia del Colegio Madre Teresa, de Quilmes, y quisiera su permiso para colocar un enlace de su blog en el mío como sugerencia de lectura para mis alumnos. También quisiera realizar un adaptación de este post para mi blog, de acuerdo a las necesidades de los contenidos de tercer año- por supuesto, citando la fuente. Desde ya, muchas gracias por su atención. Saludos cordiales.
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