martes, 10 de junio de 2014

SALADEROS Y MATADEROS EN LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES

por Chalo Agnelli

La abundancia de ganado que se multiplicó en la llanura pampeana después de la fortuita fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza, aún cimarrón se transformó en la principal riqueza del Pago de la Magdalena y luego de la República Argentina.
Primero la exportación de cuero, grasa y sebo y luego el charque o cecina, la salación de la carne antes de la aparición del frigorífico (1883), multiplicaron los mataderos y los saladeros en las costas del Río de La Plata y a orilla de los arroyos. Allí la labor de peones, carniceros, gauchos, mujeres y niños era inhumana, degradante, insalubre, al extremo que estos establecimientos fueron, también los responsables de las constantes epidemias de cólera, tifus, y fiebre amarilla que asoló la provincia durante los siglos XVIII y XIX. Por eso en la tercera fundación de Quilmes, el Dr. José Antonio Wilde, como municipal, puso tanto énfasis en la higiene y la salubridad urbana y rural.
Transcribimos, para ser más rigurosos, lo que escribió al respecto el Dr. Craviotto en su libro “Quilmes a través del tiempo”. [1]




Debía aprovecharse al máximo la explotación ganadera, sobre todo cuando la carne adquirió valor monetario para la alimentación de la gran cantidad de esclavos que trabajaban en establecimientos del Brasil, tal tarea correspondió a los saladeros. Al instalarse los primeros, se creó un factor importante en el mejoramiento de la explotación ganadera, por cuanto habría de convertirse en una actividad más racional y lucrativa. La carne, que se dejaba abandonada en -los campos y era la parte más im­portante del animal, podría enviarse al extranjero en can­tidades apreciables; las matanzas de hacienda sin discrimi­nación, para obtener cueros, que habían llegado a dismi­nuir la riqueza ganadera en forma alarmante, se reempla­zaban por los grandes arreos de hacienda hacia los salade­ros; comenzaba así un proceso industrial.
Desde 1771 se registran iniciativas tendientes a favorecer la industria saladeril; en 1776 fueron consultados algunos hacendados; uno de ellos, Clemente López Osornio, en nota de marzo de 1777, respondió al pedido de Diego de Sa­las, manifestando su opinión favorable y exponiendo que des­de sus establecimientos de campo, situados en el extremo sud del pago de la Magdalena, podía obtener más de 500 quin­tales de carne salada; que los barriles para envasarla debían ser provistos desde Buenos Aires por no tener medios para construirlos y que convenía trabajar en los meses de
mayo a setiembre. En esos años, las dos estancias de López Osornio se encon­traban en la margen izquierda del río Samborombón una, y en la derecha del Salado. La otra, llamada El Rincón, am­bas pertenecían a la jurisdicción eclesiástica quilmeña, jurisdicción de la que existen varias constancias documentales. Clemente López fue la primera autoridad civil del viejo Quilmes, al ser nombrado alcalde de hermandad en 1766.

En 1798, Agustín Wright inició tareas para instalar un sa­ladero en la Ensenada y cargar sus productos en los buques que llegaban a ese fondeadero; poco después comenzó a funcionar. En agosto de 1801 el Telégrafo Mercantil anun­ció la instalación de una curtiembre en el mismo lugar, propiedad de dos catalanes y en octubre, dice en un número que "hay al presente 7 u 8 individuos que salan y embarcan carnes – agregando - que es un nuevo comercio que empieza ya a cimentarse". El Semanario de Agricultura, Industria y Comercio anunció en algunos de sus números la exportación desde Buenos Aires de charque y carne salada, en cifras máximas que llegaron a 40.219 quintales y 360 barriles. 
El 13 de octubre de 1810, el Correo de Comercio comenta­ba "Nos es grato anunciar al público, que en la Ensenada de Barragán, por los auxilios que ha facilitado D. Pedro Dubal, ha podido D. Roberto Staples formalizar una fábrica de carne salada, la cual está en ejercicio; como tal benéfico establecimiento sin duda prosperará aprovechando útil­mente la abundancia de carnes que nuestros hacendado perdían antes por falta de objetos de industria como el pre­sente, les damos este aviso para que puedan dirigirse a aquel factor, los que deseen el fruto de sus ganados". 
Hemos mencionado anteriormente la vinculación entre Duval y Staples, relativa a salazón de carnes; agregamos que en 1804, Pedro Duval tenía vinculación comercial con Juan I. Clark, al parecer fallecido poco después. Se ha mencionado la visita hecha allí por miembros del Primer Gobierno Patrio; ahora bien, en noviembre de 1811 debió intervenir el gobierno en dicho saladero, "ante el desorden en la ma­tanza de vacas", así como en algún otro; la razón Staples & Duval fue multada y, al efecto, pasó por Quilmes hacia la Ensenada un piquete de Dragones de la Patria, al mando de un oficial, para hacer efectivo lo ordenado sobre gana­do, las multas y arreglo de la matanza. En el progresista establecimiento de Staples y Mac Neil trabajaban ocho toneleros, dos carpinteros y cuatro peones extranjeros con­tratados al efecto y un numeroso personal que variaba entre 40 y 60 peones criollos.
Hasta aquí se han mencionado saladeros que se encontraban en el partido de la Ensenada, antigua jurisdicción quilmeña y a pocos centenares de metros de su limite sureste. 
El primer saladero quilmeño se instaló a comienzos de 1815 o tal vez antes; a mediados de ese año se encontraba en plena tarea, desde fecha que se ignora, el saladero de Ro­berto Taylor, en las tierras que años después fueron propie­dad de la familia Clark, en los establecimientos La Materna y la Bella Vista. En tierras de media legua cuadrada, que Taylor adquirió en trueque por ciento ochenta ovejas, ini­ció sus tareas. Pasó luego en propiedad a su cuñado Eduardo Clark.


MATADEROS Y SALADEROS


Para tener una concepción suficientemente amplia del trabajo en los mataderos y saladeros recogemos el testimonio de viajeros europeos que recorrieron la provincia de Buenos Aires entre el siglo XVIII y XIX y describieron esos establecimientos de lo que fue la primera industria en fuerte capacidad productiva y comercial. Se reconoce en las descripciones los progresos que fue desarrollando esta industria hasta que fue desplazada por la invención de los frigoríficos.


… NADA TAN REPUGNANTE…
Emeric Essex Vidal [2] 
Existen en Buenos Aires cuatro mataderos o carnicerías públicas, una en cada extremo y dos en el centro de la ciudad. Para un extranjero, nada es tan repugnante como la forma en que
provee de carne a estos mataderos. Aquí se matan los animales en un terreno descubierto, ya esté seco o mojado, en verano cubierto de polvo, en invierno de barro. Cada matadero tiene varios cordiales que pertenecen a los diferentes carniceros. A éstos son conducidos desde la campiña los animales, después de lo cual se les permite salir uno a uno, enlazándoles cuando aparecen, atándolos y arrojándolos a tierra donde se les corta el cuello. De esta manera los carniceros matan todas las reses que precisan, dejándolas en tierra hasta que todas están muertas y empezando después a desollarlas. Una vez terminada esta operación, cortan la carne sobre los mismos cueros, que es lo único que la protege de la tierra y del barro, no en cuartos, como es costumbre entre nosotros, sino con un hacha, en secciones longitudinales que cruzan las costillas a ambos lados del espinazo, dividiendo así la res en tres pedazos largos que son colgados en los carros y transportados, expuestos a la suciedad y el polvo, a las carnicerías que se hallan dentro de la Plaza.
Los restos se dejan desparramados sobre el suelo, y como cada matadero es atravesado por una carreta, esto significa una molestia intolerable, especialmente en verano, si no fuera por las bandadas de aves de rapiña que lo devoran todo, y dejan los huesos que quedan completamente limpios, en menos de una hora, después de la partida de los carros. Algunos cerdos afortunados comparten con los pájaros lo que queda en tierra, y cerca de los mataderos existen crías de cerdos que se alimentan exclusivamente de las cabezas e hígados de las reses muertas.


CORRAL DE PALO A PIQUE (1825)
De Francisco Bond Head [3] 
Durante mi breve estada en Buenos Aires, vivía en una casa de las afueras, situada frente al cementerio inglés y muy cerca del matadero. Este lugar era de cuatro o cinco acres, y completamente
desplayado; en un extremo había un gran corral de palo a pique, dividido en muchos bretes cada uno; con su tranquera correspondiente. Los bretes [4] estaban siempre llenos de ganado para la matanza. Varias veces tuve ocasión de cabalgar por esas playas, y era curioso ver sus diferentes aspectos. Si pasaba de día o de tarde no se veía ser humano; el ganado con el barro al garrón y sin nada que comer, estaba parado al sol, en ocasiones mugiendo... o más bien bramando. Todo el suelo estaba cubierto de grandes gaviotas blancas, algunas picoteando, famélicas, los manchones de sangre que rodeaban, mientras otras se paraban en la punta de los dedos y aleteaban a guisa de aperitivo. Cada manchón señalaba el sitio donde algún novillo había muerto; era todo lo que restaba de su historia, y los lechones y gaviotas los consumían rápidamente.  Por la mañana temprano no se veía sangre; numerosos caballos con lazos atados al recado estaban parados en grupos, al parecer dormidos; los matarifes se sentaban o acostaban en el suelo, junto a los postes del corral, y fumaban cigarros; mientras el ganado, sin metáfora, esperaba que sonase la última hora de su existencia; pues así que tocaba el reloj de la Recoleta, todos los hombres saltaban a caballo, las tranqueras de todos los bretes se abrían, y en muy pocos segundos se producía una escena de confusión aparente, imposible de describir. Cada uno traía un novillo chúcaro en la punta del lazo; algunos de estos animales huían de los caballos y otros atropellaban; muchos bramaban, algunos eran desjarretados y corrían con los muñones; otros eran degollados y desollados, mientras en ocasiones alguno cortaba el lazo. A menudo el caballo rodaba y caía sobre el jinete y el novillo intentaba recobrar su libertad, hasta que jinetes en toda la furia lo pialaban y volteaban de manera que, al parecer, podía quebrar todos los huesos del cuerpo.


EL PAPEL DEL HOMBRE
Alcides D´Orbigny (1828-1832) 
Las notas tomadas por el “turista” francés Alcides D´Orbigny, [5] que visitó el país entre 1828 y 1832, en su paso por un saladero de la provincia de Buenos Aires dan una clara idea del tipo de trabajo que se realizaba y cuál era el papel del hombre.

“Desde el amanecer, los peones se distribuyen el trabajo: unos montan a caballo con el lazo, entran en el corral, enlazan, cada uno un animal por los cuernos, lo obligan a salir, mientras los otros, a fuerza de golpes, los hacen avanzar hasta el sitio de la ejecución, frente al tinglado. Apenas llega el peón que arrea los animales, sin descender del caballo, de una cuchillada diestramente aplicada le corta los garretes posteriores, a fin de impedirles caminar; luego, otros derribándolo le dan un golpe en el pescuezo para desangrarlo, o más todavía si están apurados, le hunden, lo que exige una gran habilidad, la punta de un gran cuchillo detrás de la nuca, de manera de llegar a la médula espinal, y desde ese momento la pobre bestia queda sin movimiento y como muerta, hasta que llega el instante de terminar con ella.
Mientras los hombres de a caballo siguen enlazando y matando, otros peones se dedican a desollar y carnear; pero, tan pronto como se ha matado un número suficiente de animales para el día, lo que tiene lugar, a veces, a las ocho o nueve de la mañana, con un promedio de ochenta a ciento diez animales por día, dos peones se aplican a cada bestia.
De una cuchillada le abren la piel a todo el largo del vientre, desde la cabeza hasta la cola, y las patas del lado de adentro, desde el codo hasta el punto de unión de la línea del medio, les cortan los pies, que arrojan; desuellan el animal y, sobre la misma piel, comienzan a carnearlo. Los cuatro cuartos son sacados con una asombrosa destreza y transportados al tinglado, donde son colgados en ganchos destinados a recibirlos; luego, los mismos hombres arrancan toda la carne de los huesos en cuatro o cinco jirones, pero con una destreza y rapidez difíciles de creer; uno saca, en un solo pedazo, la de las nalgas; otro la de la columna vertebral, igualmente en grandes trozos, conducidos al tinglado y después arrojados en un montón sobre los cueros. Extraen la masa de los intestinos, que los niños se ocupan de desgrasar, antes de ponerlos aparte.
Una vez que todos los animales muertos son así carneados, los peones llevan los cueros al tinglado y sacan la carne de arriba de los cuartos, siempre con la misma destreza, arrojando, a medida que lo hacen, las carnes de un lado sobre los cueros y los huesos del otro. Cuando todo termina, comienza una nueva operación, a la que todos se entregan juntos: recibir por separado cada trozo para partirlo, si es demasiado grande, para sacarle el excedente de grasa y arrojarlo en un montón. Una vez terminada dicha operación, se extienden los cueros en tierra y se los cubre con una gruesa capa de sal; después se extiende con cuidado una cama de trozos de carne, y alternativamente una capa de sal y otra de carne, hasta formar una elevada pila cuadrada, a la que no se toca durante diez o quince días, para que las carnes se saturen bien de sal. Transcurrido ese tiempo, se expone diariamente la carne al aire, sobre las cuerdas, hasta que quede seca del todo, lo que la hace menos pesada y más fácil de transportar.”
El europeo que contempla la explotación de un saladero – afirma - no puede dejar de impresionarse por la destreza y la ferocidad de los peones, así como por la habilidad con que esquivan las cornadas de los toros. […] El espectáculo de un saladero es de lo más triste. […] ¡Y qué espectáculo si nos acercamos! Ocho a diez hombres repugnantes de sangre, el cuchillo en la mano, degollando o desollando o carneando a los animales muertos o moribundos.


EL SALADERO DE CAMBACERES 
Xavier Marmier (1850) 
Por cierto una tarea más que dura e insalubre para los trabajadores que no debían perdurar mucho en estos establecimientos por las enfermedades que pulularían en este medio.
Otro visitante de estas costas, Xavier Marmier [6] en 1850, o sea casi 20 años después de D´Orbigny completa la escena que pintó
este último, explicando cómo se procesaba la carne y las demás partes del animal y el papel que tenía el trabajador saladeril en esa empresa.
Tuve ocasión de visitar detenidamente el saladero de Cambaceres, el mayor y más completo de los existentes hasta hoy. Las escenas que allí se ofrecen no son muy alegres, ni agradables al olfato, pero sí muy curiosas de observar. Trataré de describirlas en todo su proceso. Hacia un lado de un terreno muy grande, ocupado por los secadores, por las máquinas a vapor y los depósitos, se encuentra el corral para los animales vacunos destinados al holocausto.
Un hombre, de pie sobre una plataforma, arroja el lazo sobre uno de esos animales. El lazo corre sobre una roldana y va unido a otra cuerda, a la que están atados dos caballos montados. A un grito del enlazador, los jinetes, que se han aproximado, espolean sus caballos tirando del lazo y obligan así al novillo que se resiste, a llegar y tropezar en un poste donde el degollador le hunde un cuchillo entre las astas. El animal muere con la primera cuchillada y entonces la plataforma de madera en que ha caído, se separa rodando sobre unos rieles hasta otra especie de estrado, donde otro peón, con su lazo hace caer la res sacrificada. En este último lugar, dos hombres - brazos y piernas desnudos y el cuchillo en la mano - la descuartizan en pocos momentos. La zorra vuelve a su sitio para recibir una nueva víctima y la matanza continúa con espantosa rapidez. Desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde, son degollados y despedazados de esta manera, de trescientos a cuatrocientos novillos.
Hay en este establecimiento unos trescientos peones, divididos en diferentes grupos, según la tarea particular de cada uno. Mientras funciona el lazo, mientras el desangrador degüella, los carniceros -las piernas desnudas entre la sangre, hasta la rodilla- sacan el cuero y cortan la cabeza, y otros transportan la res sobre los rieles hasta unas mesas donde separan la carne del costillar para hacer el tasajo. Después, toda la carne es sometida a diversas preparaciones. Primero, ponen el tasajo entre la sal, más tarde lo colocan en los secaderos. En cuanto a los cueros, amontonados primero en salmuera, son extendidos después al aire libre. A los cuernos se les despoja de su envoltura escamosa y el resto va a las máquinas a vapor que les extraen la sustancia. El sebo se saca de las partes más gordas del animal; el aceite de quinqué, de las patas; el residuo de todo esto se vende como abono; los restos (tiras) de cuero sirven para hacer cola de pegar y todo se utiliza, hasta la más mínima partícula. Se trata de la más completa utilización del animal por la mano del hombre. 
En esta reseña se aprecia que ya se había superado el gran desperdicio que se hacía en los mataderos a campo abierto con el ganado cimarrón antes de que se organiza la producción saladeril.


ESCENAS EN EL MATADERO (1862-1863)
De Thomas J. Hutchinson [7] 
Habiendo salido de la ciudad a las seis de la mañana, con la atmósfera más fría que he sentido jamás, pasamos por un matadero, donde se mataban vacas y novillos para los mercados, y nos detuvimos para ver el modo cómo lo hacían. Una bandada de aves
carnívoras revoloteaba en aquel paraje, y graznaban, sin duda con satisfacción, ante el banquete de achuras que tenían en perspectiva.
Había tres corrales en línea, conteniendo cada uno una cantidad de animales, mientras afuera había media docena de carros carniceros en cuyos ganchos se colgaban las reses, según iban cortándose. Hombres a caballo galopaban dentro y fuera tirando, de cuando en cuando, un lazo sobre los cuernos de un asustado animal, cuyo lastimoso gemido, porque todos ellos braman, parece procediera de la certidumbre de la horrible muerte que les espera. ¡Qué cosa extraña! ¡El caballo de un gaucho siempre que se mueve es para galopar! Su corcel galopa todavía cuando arrastra al pobre bruto, que apenas ha pasado la puerta del corral, cuando recibe un tajo en los garrones, dado por el cuchillo de un carnicero que está allí, para eso, y que, perfectamente contraído a su ocupación, así que la bestia es arrastrada y desgarretada, va tras ella hasta que, en un lugar conveniente, le entierra su puñal hasta el puño en el pescuezo. Salta la sangre, y el animal se hace furioso en su desesperación por libertarse, esperanza que pierde a cada momento, debido a la triple influencia del lazo, las garras cortadas y la pérdida de sangre. Una escena igual tiene lugar en cada corral.
Una cantidad de hombres está ocupado en desollar, descuartizar, cortar y colocar las reses en los carros, que están allí, mientras los
carniceros, carreros y gauchos, se están riendo, y contándose cuentos graciosos, sin demostrar más sentimientos por el animal que están matando, que el que demuestran los perros que se revuelcan en los charcos de sangre que abunda...

Hicimos una milla más de camino y, después de pasar el puente de Barracas, llegamos al punto del distrito de los saladeros a donde íbamos. A pesar de estar la mañana tan fría, sentí un soplo de olor peculiar, como jamás había sentido antes.
Según me dijo mi compañero de viaje, este olor provenía de la putrefacción de la sangre de miles de animales vacunos, que se conservaba estancada en multitud de pozos. Una bandera argentina colocada sobre la oficina del saladero a que nos dirigíamos, nos indicó el lugar de nuestro destino. Dejando el carruaje, caminamos a través del portón, pasando por una palizada de algunos cientos de varas, hecha con el objeto de secar la carne — por delante de montones de cueros de vaca, arreglados en cuadros como para base de pilas de carne seca, por pequeños montones de pezuñas, huesos y colas — y llegamos al matadero, donde, bajo un galpón, en medio de una cantidad de hombres y muchachos, casi desnudos y todos salpicados de sangre, vi el trabajo que estaba en todo su vigor.

Una docena o más de personas, armadas de cuchillos, estaban desparramadas cerca de vacas y novillos medio desollados; algunos de los cuales, decapitados ya, pateaban vigorosamente, mientras la sangre corría por todas partes. Un largo galpón de las operaciones, como de cien varas de extensión, todo techado menos el pequeño corral que tiene al fin, un aparato sobre ruedas para levantar las reses del corral y colocarlas en el suelo de una ramada abierta a los lados donde los desolladores, desangradores y descuartizadores están en obra; un galpón un poco más adelante, rodeado de pared, y en el cual la carne cortada está colgada en ganchos, esperando el procedimiento para sacarla a una prolongación de este último galpón donde cuatro hombres cortaban diestramente la carne en pedazos anchos y delgados, los que primeramente se sumergen en salmuera, y después se colocan encima de mantas puestas ya en el suelo, con gruesas capas de sal en medio. Tal fue la escena que se presentó a nuestros ojos.
En el corral, parado sobre una plataforma formada por una simple tabla, colocada como a cuatro pies de altura, un gaucho capataz arroja su lazo en medio de un grupo de animales. Sin errar jamás su tiro, aprisiona dos a la vez con una sola lanzada en los cuernos. El otro extremo del lazo que sirve para la operación, se afirma en un poste de madera, estirado por dos caballos por medio de un aparejo con roldana. Una vez enlazados los animales, son arrastrados por los caballos a un callejón en línea recta del corral al galpón, y exactamente bajo la plataforma, donde el gaucho está con un cuchillo en la mano, y en menos tiempo del que he empleado para describirlo, sepulta el cuchillo en la nuca de cada animal capturado. Entonces caen súbitos. Y una tranca, que hasta entonces ha permanecido cerrada, es abierta por un muchacho y los caballos arrastran los animales hasta el primer galpón, por medio del aparato de ruedas (zorra) en que están colocados, y allí son, en un momento tumbados, desangrados, desollados, decapitados, cortados y despedazados.

Por entre la densidad de cuchillos, observé que algunos de los animales pateaban, mientras sus cabezas estaban colocadas en carretillas de manos. La carne se separa de los huesos, palpitando todavía en la sangre y vapor, y se manda en carretillas a la próxima pieza, donde se cuelga por algunos minutos. El cuero se lleva a la pileta inmediata. Las lenguas, pezuñas, huesos, colas, orejas e intestinos se envían a sus respectivos destinos; y aún el estiércol se guarda para venderse para mezcla en la fabricación del ladrillo.
Cinco minutos después que el animal ha sido muerto, su carne está salada, su cuero lo están envenenando, el desecho de sus huesos y la grasa de las entrañas están hirviendo para extraer de ellos el aceite; y el trabajo prosigue durante todo el día con la misma rapidez y regularidad de una máquina. Tal es la perfección a que han llegado estos trabajos, que algunas veces se matan y se sala la carne hasta de mil animales por día.
La carne, después de salada, se deja por espacio de 24 horas en un montón, en seguida se da vuelta y se sala, después de lo cual la salan y dan vuelta dos veces más, con intervalos de cinco días, de donde sale para ser colgada en palizadas para que se seque a la intemperie.
En todas estas operaciones, la sal de Cádiz se usa invariablemente, pues los saladeristas la encuentran menos soluble, y por, consecuencia, más económica, que la que viene de Liverpool.
Sin embargo, en materia de saladeros, puedo decir que, habiendo visto en Córdoba la misma manera de matar que acabo de describir, se me dijo que en tiempos anteriores había allí la costumbre de desollar la cabeza y el cogote de la vaca o novillo, mientras el animal estaba vivo, con el objeto de sacar el cuero entero. Pero esta operación ponía tan sensible el sistema nervioso, que muy frecuentes veces ha sucedido que no desangraban cuando se les degollaba, y la carne, como era natural, se perdía. Esta costumbre ha sido, felizmente, abolida por un decreto del Gobierno Provincial.


ALLÁ LEJOS Y HACE TIEMPO” 
Guillermo Enrique Hudson 
Así describe Guillermo Enrique Hudson en “Allá lejos y hace tiempo”, los saladeros: “Por aquel entonces, y hasta el año setenta del pasado siglo (XIX), estaban situados en la parte sur de la capital, los famosos saladeros y mataderos, donde la hacienda gorda vacuna, yeguariza y ovina, procedente de todas partes del país, era faenada a diario para proveer de carne a la ciudad o para hacer
charque, destinado a la exportación al Bra­sil, donde se empleaba como alimento para los esclavos. La mayoría de los animales, empero, incluso los yeguarizos, se mataban solamente con el objeto de aprovechar su cuero y el sebo. Ocupaban los saladeros una legua cuadrada o más, donde había grandes corrales de palos clavados a pique muy juntos; había algunas construcciones bajas, es­parcidas aquí y allá. A tal sitio conducían interminables majadas de ovejas, caballos chúcaros o cimarrones del todo y ganado de aspecto peligroso, por sus grandes guampas. Iban en grupos desde cien a mil animales envueltos en una nube de polvo, dando mugi­dos o balidos, que se mezclaban con la furiosa gritería de los troperos, quienes galopa­ban de un lado a otro, arreándolos. Cuando la cantidad era demasiado grande para efectuar la matanza dentro de los galpones, solían sacrificarse centenares de cabezas, al aire libre, a la vieja y bárbara usanza gaucha. Cada animal era enlazado, desjarretado y de­gollado. El espectáculo resultaba repugnante y horrible, con el consecuente acompaña­miento de los feroces gritos de los matarifes y los agonizantes bramidos de las bestias torturadas. Donde el animal caía, se lo mataba, quitándosele el cuero y una porción de la carne y de la grasa. El resto quedaba abandonado. Lo devoraban los perros vagabundos, los chimangos y la ruidosa e infaltable multitud de gaviotas de cabeza negra. La sangre, tan abundantemente derramada a diario, mezclándose con la tierra, había formado una costra de quince centímetros de espesor; trate de imaginar el lector los olores nauseabundos que despedía, al que se unía el de la inmensa cantidad de desperdicios, carne y hue­sos amontonados por todas partes. Las escenas más terribles -las peores de El infierno del Dante, por ejemplo-, pueden ser vistas con ojo interior, es decir con la imaginación. También se nos pueden transmitir sonidos, en una descripción realista. No pasa así con los olores. El lector creerá pues, sólo bajo mi palabra, que
este tufo imposible de ser re­flejado por la pluma, resultaba seguramente la peor emanación que jamás se haya cono­cido sobre la Tierra, siempre que no acepte por verídicos "los humos con olor a pesca­do", del cuento de Tobit, merced a los cuales este antiguo héroe, se defendió en su reti­rada, del diablo que lo perseguía. Era olor de carroña, de carne putrefacta, de la vieja y siempre renovada costra de tierra y sangre coagulada. Parecía un olor consistente y cor­póreo. Los viajeros que llegaban, o se alejaban de la ciudad por el camino real del sur, paralelo al matadero, se apretaban las narices y galopaban furiosamente hasta verse li­bres del abominable hedor. [8]


REGLAMENTO PARA LOS MATADEROS (1864) 
Anónimo 
Artículo 1°. La matanza de la mañana empezará en todo el tiempo al salir el sol, y terminará en verano a las siete de ella, y en invierno a las nueve y media. La de la tarde empezará, en verano a las cuatro y terminará a las seis, y en invierno comenzará a la una terminando a las tres. La carneada o beneficio de las reses durará tres horas, después de concluida la matanza; el Comisario permitirá una hora más a los que maten de quince reses arriba; pasado este
tiempo no permitirá en la playa una sola res, ni un carro. 
Artículo 2º. Ningún abastecedor podrá abrir la puerta de sus corrales ni permitirá entrar en ellos a nadie antes de tocar la campana, salvo el caso de tener que pasar una punta a otro corral, lo que le será permitido a cualquier hora, pero sólo con los hombres necesarios y a puerta cerrada (como también apartar); terminado esto, mandará salir a todos, cerrará las puertas y esperará el toque de campana. 
Artículo 3º. Al toque de campana se abrirán todas las puertas, el abastecedor dirá el precio y. cada uno podrá enlazar a su elección, saliendo enseguida con la res; si alguno quedase con animal enlazado y esperando baja, el abastecedor puede obligarlo a salir al precio ya fijado, lo mismo a los que quedasen atajando animales, pues unos y otros entorpecen y perjudican la matanza.

Artículo 4º. El que desbarrete o haga desbarretar (sic) animal que no esté enlazado, será penado con multa que variará según el caso hasta 500 pesos moneda corriente, y obligado a llevar el animal al precio que estuviese. Es prohibido señalar con tajos en la cola u otra parte del animal. 
Artículo 5º. Los lazos no tendrán más que diez varas de largo; si alguno excediese, el Comisario hará cortar en su presencia lo que sobrase. Los enlazadores de fuera, podrán llevar largo. 
Artículo 6º. Queda prohibido beneficiar reses para el abasto de la ciudad fuera de la playa de los corrales. En las chancherías inmediatas, sólo se permitirá matar terneros para beneficiar en las mismas. 
Artículo 7º. No se permitirá matar el Viernes Santo. El sábado se permitirá a las horas establecidas para todos los días. 
Artículo 8°. Es prohibido vender carne de animales muertos de enfermedad, dentro o fuera de los corrales. Los que lo intentasen, tanto el vendedor como el comprador de la res, serán multados a 500 pesos moneda corriente cada uno. 
Artículo 9º. Todos los carros se colocarán en dos filas de Este a Oeste, a lo largo de la playa, el pértigo para afuera, dejando entre las dos filas un intervalo de diez varas. 
Articulo 10º. No podrá sacarse tropa alguna para saladero, pastoreo u otro destino, hasta no haber tocado la campana para terminar la matanza. 
Artículo 11º. La puerta que mira al Norte, la del Este y la del Oeste serán para la entrada y salida de los carros. 
Artículo 12°. Estando la playa ocupada con reses durante las horas de la matanza y carneada, no se permitirá entrar tropa alguna. Los encierros empezarán a la hora que termine la carneada (la que indicará otro toque de campana). Sólo en caso de no haber ninguna
hacienda en los corrales, se permitirá encerrar y matar a cualquier hora. 
Artículo 13º. Cuando no hubiese habido en la matanza el número de reses necesarias para el consumo, se permitirá matar en la tarde la que hubiese entrado. 
Artículo 14º. Desde la hora en que termina la matanza y al mismo tiempo que empieza la carneada, empezará la limpieza de la playa, debiendo quedar concluida dos horas después de concluida la carneada. Los que hacen la limpieza no podrán dejar montones de un día para el otro, y están obligados a levantar todos los residuos por pequeños que sean. 
Artículo 15º. Los que sacan el sebo o mucanga [9]que queda en las tripas, lo harán antes de la hora en que termina la limpieza; de lo contrario los cardadores las llevarán con sebo y todo, no admitiéndose reclamo alguno. 
Artículo 16º. Por ningún motivo, en ningún tiempo y a ninguna hora, se permitirán cerdos en la playa, so pena de ser su dueño multado en cien pesos por cada animal, dando cuenta el Comisario al Secretario de la Municipalidad con expresión del nombre del infractor. 
Artículo 17º. Todo comprador de reses devolverá el cuero, entregándolo en la puerta del corral, doblado con el pelo para afuera. En la playa entregará o dejará las menudencias, a saber: cabeza, patas, cola, hígado, bofes, tripas, etc., que no le pertenecen, como también los cueros del ternero nonato. 
Artículo 18º. El que entregue un cuero cortado o rayado, siendo rechazado por el comprador de cueros, pagará su desmérito a juicio del Comisario. 
Artículo 19º. Los apartes serán costeados por el comprador, siendo de cuenta del vendedor hacer atajar la puerta del tras corral en que se deposita; después de contado queda todo de cuenta y responsabilidad del comprador. 
Artículo 20º. El Comisario está facultado para entender y resolver en toda demanda proveniente de las faltas de policía de matadero, como también para despedir de la playa al peón que se le justifique cualquier desorden. 
Artículo 21º. Permanecerán constantemente durante la noche en la casilla del Juzgado dos hombres armados para la vigilancia del ganado encerrado, debiendo dar parte al día siguiente de las ocurrencias de la noche. Durante el día estarán en la playa los cuatro vigilantes, para imponer el orden; ni podrán retirarse hasta concluida la faena, debiendo quedar dos en el resto del día. 
Artículo 22°. El Comisario dará cuenta a la Comisión de Higiene de toda multa que llegase a imponer, expresando el nombre del individuo, la cantidad y motivo de la multa. 
Artículo 23°. Cuando se formase pantano en un corral, el Comisario obligará al dueño a componerlo en cuanto fuese posible, designando fuera de la playa el paraje donde ha de llevarse el barro que fuese preciso sacar. 
Artículo 24º. Queda prohibido en el beneficio de las reses el lavar la carne con orines o jugo de los intestinos, y sólo se hará con agua limpia, so pena de ser multado en 100 pesos moneda corriente.

Acuarela de Carlos E. Pellegrini (1829)
PEONES, GAUCHOS, MATARIFES, CURTIDORES...  GESTORES DEL CRECIMIENTO DE UNA LOCALIDAD
 Si remontamos la historia social de los quilmeños a los saladeros que rodeaban la reducción y seguramente usamos la mano de obra esclava de los descendientes de quilmes y acalianos, de los descendientes de las parcialidades aborígenes, individuos fugados de las reducciones de San José de Areco de etnia querandí o mbeguá; de la Tubichaminí, en la isla de Santiago y luego de Magdalena y de la establecida por Hernandarias con individuos de estirpes chaná, mbegua y guaraníde esclavos negros, mulatos y muchos mestizos de todas las cepas. Se entiende que el principio de la riqueza agropecuaria bonaerense la gestó, el aborigen, el guacho, el negro y, en último término y a duras penas, el inmigrante. En el saladero de las Higueritas de la firma Juan Manuel de Rosas, Dorrego & Terrero, en el saladero de los Taylor y de los Clark trabajaba esa gente, y una prueba irrefutable que las condiciones laborales eran pésimas es que en torno de esos saladeros no se formó población alguna. Los trabajadores habitaban en campamentos no muy próximos. Situación que siglos después se reiterará en los ingenios tucumanos, en los algodonales chaqueños y en los quebrachales santiagueños. 
*** 
Para más cruentos datos de la vida en los saladeros en la actual ciudad de Buenos Aires y el "gransurbonaerense", durante el siglo XIX, ver en "Todo es historia" Nº 339 de octubre de 1995, "Mataderos de Buenos Aires" de Osvaldo Pérez. Pp. 80 a 92 y de Juan Burghi "Estampas del matadero" de Ediciones Librería Huemul. Bs. A.s noviembre de 1971. Ver: "El saladero de Rosas" Publicado por: Carlos Vonz en industria nacional http://www.arcondelrecuerdo.com.ar/ Breve Historia del Arte de los Argentinos [sitio en Internet] diponible en http://www.angelfire.com/falcon/albatroscomodoro/mag080302hisar.html/ Historia de la Ciudad de Mar del Plata de Armando Maronese. "El Saladero"  http://www.mardelplata-ayer.com.ar/saladero.html/

Investigación y compilación Prof. Chalo Agnelli

Conferencia “Extra-CIE”, Centro de Investigación Educativa Quilmes. 1987

2007 / 1913

FUENTES E IMÁGENES
 
NOTAS



[1] Craviotto, José A. “Quilmes a través del tiempo”. Municipalidad de Quilmes, Dirección de Cultura. Segunda edición. Quilmes, 1969. Pp. 169 a 172. 
[2] Emeric Essex Vidal, nacido en Beresford, Inglaterra, 29/5/1791- Brighton, Inglaterra, 7/5/1861. Marino y pintor aficionado, autor de las primeras pinturas realizadas sobre la vida pública en Buenos Aires y Montevideo. 
[3] Entre julio de 1825 y febrero de 1826 el ingeniero y militar inglés Francis Bond Head cruzó, a toda velocidad, cuatro veces las Pampas y dos los Andes. Su hazaña tenía un motivo mercantil: la inspección de una serie de minas y yacimientos que serían explotados por una compañía inglesa. Desde el punto de vista comercial, la misión fue un fracaso. Sin embargo, de esa experiencia, el capitán Head obtuvo un rédito inesperado: sus notas de viaje, publicadas en Londres con el título Rough Notes Taken during some Rapid Journeys across the Pampas and among the Andes (1826), alcanzaron una repercusión sorprendente. 
[4] Corral donde se marcan y matan las reses. 
[5] Alcide Charles Víctor Marie Dessalines d'Orbigny, Francia: Coueron, Loire, 6/9/1802 – Pierrefitte-sur-Seine, 30/6/1857 fue naturalista, pleontólogo y explorador. 
[6] Xavier Marmier, Pontanlier, 22/6/1808 – París, 12/10/1892, autor francés. Tenía pasión por los viajes, y eso se combinó a través de su vida con sus producciones de literatura. 
[7] A partir de 1862 Hutchinson fue cónsul británico en Buenos Aires. En 1867 cuando apareciera el cólera, en un clima, no del todo benigno por la carencia de aguas corrientes, cloacas, fundó un centro asistencial y se hizo presente en asilos y conventillos. 
[8] Capitulo XXII -  “Fin de la infancia” - El saladero o matadero y sus emanaciones. -Cerco de cráneos vacunos.- Ciudad pestilente.
[9] Los restos del animal que no se usaban recibían el nombre de “mucanga” y de ahí surgieron los “mucangueros”, jóvenes que se dedicaban a retirar la mucanga de las canaletas (lo cual estaba prohibido) y luego la vendían por unas monedas a fabricantes de jabón.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen post. quería saber cual es el nombre y el autor de la obra de última foto

Claudia López dijo...

Buenos días Prof. Agnelli. Soy profesora de Historia del Colegio Madre Teresa, de Quilmes, y quisiera su permiso para colocar un enlace de su blog en el mío como sugerencia de lectura para mis alumnos. También quisiera realizar un adaptación de este post para mi blog, de acuerdo a las necesidades de los contenidos de tercer año- por supuesto, citando la fuente. Desde ya, muchas gracias por su atención. Saludos cordiales.