MEMORIAS DE LA HISTORIA
Colaboración del Dr. César A. García Belsunce
Lunes 31 de agosto de 2009
Hace pocos años, cuando estaba escribiendo mi libro sobre el pago de la Magdalena, una de mis principales fuentes de investigación fueron los primeros libros parroquiales de la catedral quilmeña.
Viajaba entonces con frecuencia a la ciudad donde nací, y cada vez que veía desde la autopista la masa compacta de torres de la ciudad, no podía dejar de relacionarla con el rancherío que me descubrían, en cada visita, los libros parroquiales. Y entre las dos imágenes, la del siglo XVIII y las del XXI, se me aparecía otra distinta, el Quilmes de mi infancia y mi adolescencia entre 1930 y 1950, calma ciudad residencial de clase media que se extendía entre la gran cervecería de los Bemberg y el Saint George Collage, y a la que se llegaba por un ferrocarril impecable y puntual.
Cuando don Juan del Pozo y Silva cedió sus terrenos en 1666 para que se estableciera en ellos una reducción de indios quilmes, erradicados de sus tierras calchaquíes con el fin de poner fin a su belicosidad, procedimiento que España tomó de las prácticas de los antiguos romanos, ya existían en la zona varias estancias y algunos labradores. La Reducción se creó, como es sabido, sobre una loma, al borde la barranca, que se prolongaba por los bañados de la punta que se llamó desde entonces Punta de Quilmes o de Gaete.
La iglesita ocupaba el mismo lugar que la actual catedral y su lindero oriental era el cementerio. Las penurias del traslado y el cambio de habitat fueron diezmando a los indios, y sus sobrevivientes comenzaron a mezclarse a comienzos del siglo XVIII con blancos y gente de color. Entre todos eran apenas un puñado, el pueblo un modesto rancherío rodeado de una enorme llanura donde vacunos y yeguarizos retozaban entre pastizales y cardales. Cada tanto, algún malón ululante asaltaba las estancias y chacras, mataban hombres, robaban mujeres y niños y se llevaban cuanto ganado podían.
Ni los indios reducidos ni los que trabajaban en los campos estaban exentos de la agresividad de los pampas, como lo prueba la lista de víctimas del año 1740. El aumento de la población blanca y de color, su mezcla con los quilmes y calianos, a los que se agregaron guaraníes de habla española, condujeron en 1730 al reemplazo de la reducción por una parroquia, que por años fue la única al sur del Riachuelo.
Pero en una sociedad estamentaria como la de entonces, aunque más laxa que las de las provincias interiores, la “marca de origen” afectaba al nuevo curato, al punto que el padre Navarro se quejaba, en 1736, que nadie, sino los pobres, quería ser sepultado en la parroquia –y por tanto tampoco casarse- “porque tienen por cosa de menos valer el enterrarse en Capilla de indios”. Sin embargo, no faltaron mentalidades más amplias como los estancieros Tomás de Arroyo y María Ignacia Ximénez de Paz, que aún en tiempos de la Reducción , en 1721, se casaron allí y eligieron como testigos de la boda a “los indios de este pueblo”.
Pasaron los años. Quilmes se convirtió en pueblo multiétnico y fue testigo de la invasión de Beresford en 1806. Más tarde se convirtió en ciudad. Al despuntar el siglo XX disputaba con Adrogué y Tigre el privilegio de ser centros de veraneo de las familias de buenos recursos, que huían de la aglomeración creciente de la Capital Federal. Cuando comienzo a tener recuerdos del lugar donde nací, era una simpática ciudad, desde cuyas barrancas se divisaba un río limpio, en cuya playa se había construido un balneario que, modestamente, parecía imitar al de Bristol, en Inglaterra.
Calles asfaltadas, chalets en abundancia, un centro comercial reducido centrado en la calle Rivadavia. Yo ví la luz en la hoy demolida la casa de mis abuelos maternos en la esquina de Mitre y 25 de mayo -casi media manzana, con jardín y molino de viento- asistida mi madre por el doctor Emilio Torre, de imperdible memoria. Recuerdo las frecuentes visitas familiares al chalet de la calle Pringles de mis tíos abuelos el matrimonio Rocca-Rivarola, a la casa de los Rivarola Maldonado, y ya más grande, al chalet de mi tío el escribano Raúl Belsunce, en la calle Brandsen.
En suma, un Quilmes apacible, con bastante verde, gente cordial y chicas lindas. Muy distinto –no digo mejor ni peor- que la gran ciudad cosmopolita que es hoy, con universidad propia, gran actividad comercial, donde uno puede elegir entre excelentes restaurantes y donde es tan difícil estacionar un auto como en el centro de Buenos Aires.
Ante la multitud de libros que cuentan la historia de la ciudad y del partido, creo, o mejor siento, que más que un artículo de historia, le debo a Quilmes este recuerdo afectuoso, en el que he tratado de enlazar algo de lo que aprendí sobre sus orígenes, la memoria de mis primeros años y mis vivencias actuales.
* Presidente de la Academia Nacional de la Historia y Miembro del Comité Asesor de la Comision del Bicentenario de la Patria 1810-2010 de Quilmes- COMISION BICENTENARIO QUILMES 1810-2010