CAPÍTULO
PRIMERO
I
[…] Sin
embargo, llevado de su primera impresión, oiría el bullicio en nuestras calles,
se asombraría de ver los grupos de vascos, italianos y gallegos que reemplazan
en el día a nuestros antiguos negros changadores; observaría el ir y venir de
tramways, de carruajes, y se asombraría de los diversos medios de transporte
de que hoy disponemos; contemplaría absorto los regios edificios particulares,
los suntuosos palacios y la magnificencia y austera
belleza del inmenso número de nuestros edificios públicos.
belleza del inmenso número de nuestros edificios públicos.
Pero
mayor sorpresa experimentaría cuando, llamando en su auxilio sus recuerdos,
contemplase tal cual los dejó en aquella ya remota época, en diversos puntos de
la hoy vasta ciudad, y cual si protestasen contra la transformación completa
que se pretendía operar, por ejemplo, la casa de la Virreina Vieja, en la calle
del Perú, hoy convertida en Monte-Pío; el edificio entonces denominado el
Consulado (hoy Tribunal de Comercio), en la misma calle; la casa de Del Sar,
calle San Martín; la casa de la calle Belgrano, donde en el día se encuentra
la Comisaría General de Guerra, que fue construida en 1778; y tantos otros
edificios diseminados por la ciudad, que conservan la fisonomía especial de
las construcciones de aquella época, con sus espaciosas piezas, sus
grandes patios l9, 29 y 39, o huerta; edificadas en terreno de 17 varas de frente y fondo completo (75 varas) ; y evocando siempre esos mismos recuerdos, se encontrase repentinamente en una calle central, en medio de soberbios edificios, tal vez de tres o cuatro altos, con un antiquísimo cuarto o casucho amenazando ruina y que conoció con el mismo aspecto derruido, allá por los años 15 ó 16, o aun antes; y por fin, los mismos altos y bajos en algunas de sus veredas, la misma mezquina y ruin estrechez de sus calles, con que los fundadores de esta magnífica ciudad contribuyeron, sin pensarlo, a su futura insalubridad.
grandes patios l9, 29 y 39, o huerta; edificadas en terreno de 17 varas de frente y fondo completo (75 varas) ; y evocando siempre esos mismos recuerdos, se encontrase repentinamente en una calle central, en medio de soberbios edificios, tal vez de tres o cuatro altos, con un antiquísimo cuarto o casucho amenazando ruina y que conoció con el mismo aspecto derruido, allá por los años 15 ó 16, o aun antes; y por fin, los mismos altos y bajos en algunas de sus veredas, la misma mezquina y ruin estrechez de sus calles, con que los fundadores de esta magnífica ciudad contribuyeron, sin pensarlo, a su futura insalubridad.
Constituía
la ciudad un vasto paralelogramo, dividido en cuadras, cada una de 150 varas. Nuestras
calles permanecieron por muchos años sin empedrado. Para aproximarnos al origen
de éste, penetremos por un momento a la época colonial, aun cuando
nuestro propósito sea que estos recuerdos daten del año 10 adelante.
nuestro propósito sea que estos recuerdos daten del año 10 adelante.
Acúsase
a los españoles, y creemos que con mucha razón, de haber mantenido por
ignorancia o por una economía mal entendida, las calles de un pueblo de tanta
importancia comercial, en tan pésimo estado, que algunas eran completamente intransitables,
sin embargo de tener tan a mano el mejor material, la piedra, y los medios de
conducirla a poca costa. Cuéntase que se hacía creer al pueblo que el
empedrado era obra de romanos.
Citaremos,
sin embargo, como excepción honrosa al virrey don Juan José Vértiz y Salcedo. Algo
más que a mediados del siglo pasado, por los años 1770 y tantos, a consecuencia
de una lluvia, que continuó por muchos días, formáronse tan profundos
pantanos, que se hizo necesario colocar centinelas en las cuadras de la calle
de las Torres (hoy Rivadavia), en las cercanías de la plaza principal, para
evitar que se hundieran y se ahogaran los transeúntes, particularmente los de a
caballo.
Tal
debió ser todavía el estado de nuestras vías urbanas, cuando por medio del
intendente don Francisco de Paula Sanz, se propuso el virrey “limpiar esta ciudad de las inmundicias e
incomodidades en que la había tenido hasta entonces constituida el abandono y
ninguna policía en sus calles, para que se respire un aire más puro y se remuevan
de un todo las causas que casi anualmente hacen padecer varias epidemias que
destruyen y aniquilan parte de su vecindario”.
Después
de haber provisto al mejoramiento de las calles y veredas,
quiso también el buen virrey que los transeúntes que no podían hacerse acompañar con un negro y un farol, o cargar linterna, se librasen de malhechores y de malos pasos, estableciendo lo que se llamaba la iluminación, por medio de velas de sebo.
quiso también el buen virrey que los transeúntes que no podían hacerse acompañar con un negro y un farol, o cargar linterna, se librasen de malhechores y de malos pasos, estableciendo lo que se llamaba la iluminación, por medio de velas de sebo.
Dícese
también que el marqués de Loreto, siendo virrey, cuando se inició el primer
pensamiento respecto a empedrado, manifestó, entre otras razones, en contra
del proyecto, el peligro que corrían los edificios de desplomarse, por cuanto
se moverían sus cimientos al pasar vehículos pesados sobre el empedrado, y aun
daba otra
razón, de mucho peso, en su opinión, y era que se tendría que gastar en poner llantas a las carretas y herraduras a los caballos, que valdrían más, decía, que los mismos caballos.
razón, de mucho peso, en su opinión, y era que se tendría que gastar en poner llantas a las carretas y herraduras a los caballos, que valdrían más, decía, que los mismos caballos.
Parece
que su sucesor Arredondo no participó de esos temores, y que, auxiliado por una
suscripción voluntaria, emprendió con asiduidad los trabajos en 1795. E1
sucesor de Arredondo continuó la obra. Poco o nada se hizo después hasta la
época de Rivadavia, 1822-24; pero los empedrados siempre fueron malos.
Aun
en la última fecha citada,' antes de ella y por mucho tiempo después, la ciudad
(confiados, sin duda, sus habitantes en la buena salud que en ella reinaba),
era sucia; en invierno, por el barro; en verano, por el polvo. Sus calles jamás
se barrían, salvo el barrido impuesto en cierto radio a los tenderos, que lo
efectuaban los sábados, por medio de sus dependientes, y sólo se limpiaban de
tiempo en tiempo por los copiosos aguaceros que las convertían en vastos
mares, rebalsando las aguas los terceros, derramándose luego por las calles en
raudal hacia el río de la Plata, arrastrando la corriente cuanto hallaba en su
curso.
III
En
los primeros días de mayo de 1823 se celebró remate por la policía para la limpieza
dé las casas y calles, entregándole a don Manuel Irigoyen 30 carros nuevos y 60
muías. La limpieza de las casas comprendía desde las Monjas Catalinas, por la
Fábrica de Armas, plaza Lorea, Concepción y Residencia.
Desde
aquella época hasta la fecha, nuestros lectores saben que se han hecho varias
tentativas en el sentido de mejorar las vías públicas; que se ha ensayado el
asfalto, el macadam, el adoquinado, etc., y saben también, muy a su pesar, que
el que actualmente existe, destructor de toda clase de vehículos, es el más
vergonzoso, visto nuestro adelanto en todo sentido, y que no se toleraría en
parte alguna del mundo, en un país en iguales condiciones. [1]
Volviendo
a las calles de aquellos tiempos, ya fuera de la época colonial y hasta hace no
muchos años, se veían aún en los puntos más centrales de la ciudad inmensos
pantanos: a veces ocupaban cuadras enteras. No era raro, pues, ver a un médico
dejar su caballo (entonces no andaban los médicos en carruaje) en una bocacalle
y caminar una cuadra o más, hasta la casa de su cliente, por no lanzarse a
caballo en ese mar de lodo; y al pedestre obligado a rodear una o más manzanas
para llegar a un punto dado, aprovechando el paso que algún vecino caritativo o
algún pulpero interesado había improvisado, con el auxilio de unos cuantos
ladrillos, pedazos de tabla, etc.
Los
pantanos se tapaban, hasta hace muy pocos años, con las basuras que conducían
los carros de la policía, que- eran pequeños y tirados por una sola mula.
Estos
depósitos de inmundicias, estos verdaderos focos de infección, producían,
particularmente en verano, un olor insoportable, y atraían millares de moscas
que invadían a todas horas las casas inmediatas.
Muchas
veces se veían en los pantanos animales muertos, aun en nuestras calles más
centrales, aumentando la corrupción. De los pantanos, desgraciadamente no nos
vemos libres hasta la, fecha; liólo sí, ya no se ven en el centro, pero no faltan,
aunque no tan profundos y extensos, en los suburbios.
IV
Las
casas, aunque en general sólidamente construidas, estaban muy lejos de ser
confortables. Por muchos años se edificó en barro, siendo relativamente moderno
el uso de la mezcla de cal; muchos revoques se hacían también con barro. En
las paredes sólo se empleaba el blanqueo, tanto al exterior como interiormente;
la pintura al óleo y el empapelado casi no se conocían y menos el cielo raso;
los pisos eran generalmente de ladrillo denominado de piso.
El
uso de la estufa fuese introduciendo muy lentamente, pues parece que se miraba
con terror; sin embargo, muchos buscaban refugio contra el frío en el brasero,
mil veces más perjudicial que aquélla. Poco a poco se fué comprendiendo que la
estufa es un medio excelente para producir una temperatura agradable en
nuestras piezas, comúnmente húmedas, sin los incontestables inconvenientes
del brasero.
Una
cosa que afeaba mucho el exterior de las casas, eran las inmensas rejas voladas
en las ventanas a la calle. Algunas sobresalían más de una cuarta de vara, lo
que, agregado a la extremada estrechez de las veredas, que' apenas tenían una
vara de ancho, ponían en constante peligro al transeúnte, especialmente en las
noches obscuras.
A
propósito de estas rejas, un periódico de aquellos tiempos, decía: “Un artesano honrado que tiene estropeado el
brazo derecho por una de las innumerables rejas de ventana que usurpan el paso
en nuestras veredas; y una señorita bonita, que acaba de perder un ojo por la
misma causa, van a presentarse, dicen, a la H. Junta para que, a más de obligar
a sus dueños a pagar una multa fuerte por cada desgracia que originen, se
imponga a cada una de estas ventanas una contribución anual, mientras subsistan
en el estado presente. Es muy bien pensado; y no dudamos que la señorita, cuyos
ojos eran muy capaces de hacerse justicia por sí solos, la conseguirá
ciertamente de nuestros representantes.” Esto sucedía allá por el año 22.
Estas
rejas de hierro deben chocar al extranjero recién llegado, que las reputará,
sin duda, más adecuadas para una Penitenciaría, que para la residencia de
hombres libres; no obstante, la construcción elegante de las rejas modernas,
de formas y molduras caprichosas, bien pintadas y a nivel con la pared, ofrece
una vista que, hasta cierto punto, embellece los edificios.
Por
otra parte, por feas que ellas fuesen, prestaron aquellas rejas, en más de un
sentido, buenos servicios; entre otros, el de poder dormir, como ira muy común
en aquellos años, con las ventanas abiertas en tiempo de verano; si bien es
cierto que n i aun con rejas podían los amantes del aire fresco verse libres
de la astucia de cacos.
Entonces
no había serenos ni vigilantes apostados en las esquinas, y aunque los robos
eran infinitamente menos que en la actualidad, no dejaba de haber algunos.
Uno
de los medios de efectuarlo era el siguiente: Armábanse de una larga caña, con
un gancho o anzuelo en un extremo, que introducían por la reja, y con la mayor
destreza substraían las ropas sin ser sentidos. No pocas veces, sin embargo, se
han despertado los pacíficos habitantes a tiempo para ver salir balanceándose
su reloj con cadena o su pantalón, en la punta de una caña.
Excusamos
detenernos a hablar del prodigioso adelanto que se observa, no sólo en la
elegancia, sino en el gran número de construcciones modernas [2]
; no obstante, nuestras casas, aun en el día, y a pesar del magnífico aspecto
de muchas de ellas, fuerza es confesarlo, están, en general, lejos de ofrecer
el confort de la gran mayoría de las europeas.
Compilación Chalo Agnelli
Compaginación Sol M. Agnelli
Compaginación Sol M. Agnelli
www.buenosairesantiguo.com.ar
NOTAS
[1] En los momentos en que esto
escribimos, vemos por los Diarios que el presidente de la Municipalidad
inspecciona los empedrados; y que ha ordenado cambiar el de la calle de la
Piedad, entre 25 de Mayo y Reconquista: componer la calle Balcarce, el callejón
de Santo Domingo y empedrar la calle de Córdoba basta el Hospital nuevo.
[2] El número
de casas en la ciudad de Buenos Aires no bajaba en 1879 de 35.000.