Como se informó en una nota anterior el 14 de setiembre se realizó en las puertas de la Catedral, donde estuvo el primitivo cementerio de los quilmes hasta 1861, año en que se cerró definitivamente trasladando los restos al cementerio de la barranca (hoy Hospital Isidoro Iriarte), donde desde 1855 se realizaban las inhumaciones. Con una flor roja natural se homenajeó a la cacica Isabel Pallamay pues seguramente allí quedaron sus restos a merced del olvido. En ese acto la Vicedirectora de la Escuela Nº 1 leyó un elocuente fragmento del la novela de Carlos Patiño sobre aquella mujer, texto tomado de Kilmesblog.com.ar y del Nº 26 de la revista Los Indios Kilmes en diciembre del año 2001, ambas publicaciones del periodista Dardo Abbattista.
“Yo soy la memoria de Isabel Pallamay, brisa helada que viene desde el asiento de los tiempos para hablarte a vos, cristiano, que andas hoy por las calles de la ciudad que lleva el nombre de nuestra orgullosa nación; a vos, cristiano, que lo ves, lo decís y hasta lo escribís todos los días sin saber muy bien qué significa en realidad. Quiero que sepas que esa palabra, Quilmes, contiene nuestra historia, nuestro martirio, nuestra larga lucha por no tener dueño y nuestro morir sin haberlo admitido. Que fueron otros cristianos quienes nos arrancaron de nuestra Pachamama y nos dieron otros nombres y quisieron robarnos también nuestro ser. Viracocha quiso que no pudieran quitarnos todo cuanto quisieron, porque aún hoy la gente dice que vive en Quilmes, que va o viene de Quilmes. Para ellos es sólo un nombre. Pero, en realidad, es mi memoria, nuestra memoria.
Tus pasos caminan sobre los nuestros, sobre los pasos de don Martín Iquín, el Señor que sufrió el dolor de la última derrota allá en los valles y el comienzo de nuestro morir aquí; de Francisco Pallamay, mi padre, que luchó tanto para que nosotros fuéramos tenidos como humanos; de don Josephe Baltos, el guerrero; de don Pedro Vindus, Señor de los acalianes, nación indómita a la que ni siquiera le dejaron memoria, porque no hay pueblo ni calle que la evoque.
Y tus pasos caminan sobre nuestros pasos cuando vas por Rivadavia, por Alsina, por Alvear, por Mitre o San Martín, nombres que sólo evocan tus propios guerreros y tus propios caciques. Privilegio del vencedor. Pero nuestros pasos fueron los primeros que recorrieron estos senderos. Nosotros abrimos estas calles y las fecundamos con nuestro sudor y hasta con nuestra sangre. Debajo de las veredas, debajo del asfalto que tiembla con el andar de tus enormes vehículos, está la presencia de las vidas de nuestros varones, hembras y guaguas que se fueron apagando lejos de su Pachamama. Cuando estás bebiendo ese licor que también evoca nuestro nombre en una de las chozas luminosas, confortables y cálidas en que te agrada estar, tal vez estás sentado en el mismo lugar en donde alguna vez se amaron don Lorenzo Sargento y su Thomasa Nabarro. O en donde alguna vez se urdió la Intriga que acabó con la vida de mi hermano Juan.
Siento el orgullo de que el nombre de m1 nación haya perdurado hasta hoy, y que ese nombre sea dicho por millones de personas, visto por millones de personas, escrito por millones de personas. Y que ese extenso mundo que nosotros ignorábamos que existía también lo evoque gracias a ese maravilloso aparato que encierra y envía a cualquier parte seres y nombres. Y aunque para ellos sean sólo letras dibujadas en una camisa o en un envase opaco, de todos modos es nuestro nombre, de todos modos sigue siendo nuestra memoria; de alguna manera oscura y extraña, que no puede ser sino el amor de Pachacamac, nuestra nación sigue siendo nombrada cada día, cada noche, cada madrugada la nombran.
Y yo soy la memoria de Isabel Pallamay, mi propia memoria. Podes verme, desnuda, acechando desde las nubes rojas y negras que supe ganar; soy una mano sin uñas, ni piel, carne o hueso, rascando algo que sangre hasta que la alimente. Mi piel de gamuza se arruina con (a lluvia, pero el Padre Sol me protege de las asechanzas* He pasado mi mano por mi propia piel sombría y muchas veces fui sólo el ardor de matices entre el no y la huida. Oh, Martín: tus manos, obra de arte, mi cuerpo un capullo perfecto. Y la muerte, nuestras muertes, dolorosas, terribles: ¿convirtieron nuestras vidas en tan sólo hoyos que marcamos en la arena porque la ola se va?. No quiero eso. Fuimos más que eso, oh, Martín. Te amo más allá de cualquier apariencia, de cualquier vida o muerte, más allá de cualquier tiempo o edad. ¿A quién le debo regalar mis cabellos? Sólo a vos, Martín, porque supiste esperar en mí a la hembra que debía nacer, la hembra que se paró y dijo y obró y luchó contra la oscuridad que amenazaba ganarla desde adentro; la hembra que pudo vencer en un mundo violento de hombres violentos, cuando no había más que la espada, el cañón o la lanza para marcar destinos. Y dioses ajenos enmascarando a los propíos.
Oh, Martín: vi cómo la vida se te iba desde la piel, esa piel que ocultó mis caricias con pústulas rojizas; vi cómo se iban las vidas de Ana y Ramón, vidas de mi vida, llagas de mis llagas. Y sentí los pasos de mis propias pústulas trayéndome la muerte, sorda a los aullidos, los llantos y las súplicas. Después la claridad, la inmensa claridad. Así, juntos, iniciamos el viaje a las estrellas en aquel sector del tiempo que asentaron los cristianos en sus libros indescifrables como el Año del Señor de 1718. Con tantos hermanos, como a tantos hermanos, oh, Martín, mi amor.
Yo soy la memoria de Isabel Pallamay. Y soy también la memoria de mi nación. Soy la Señora de los Quilmes, la hija del cacique Francisco Pallamay, la nieta del cacique Martín Iquín -linaje que se remonta hasta los padres de los padres de todo lo que existe, linaje que vi morir cuando morían mis hijos oh, dolor, oh, desgracia infinita— la esposa del artesano de formas y de almas Martín Salchica, la madre de Ana y Ramón, nacidos de mi vientre, ay, para tan corto viaje. Pero hoy vivo, viven, vivimos en las madreselvas, en las rosas, en los tilos y en los jazmines que asoman tras los cortos tapiales de la que ahora es mi ciudad. Y mi memoria vive en los pucarás enhiestos todavía allá en nuestro valle, vive en la presencia de los pocos hermanos que no puedo saber cómo sobrevivieron y siguen peleando por nuestra Pachamama. Sonrío en la algarabía de los jóvenes y en la nostalgia de los ancianos, de todos aquellos que sin saber exactamente por qué, dicen con orgullo: "yo vivo en Quilmes" o "soy quilmeño".
Yo soy la memoria de Isabel Pallamay. Y esta memoria no perdona. No perdona a quienes nos arrancaron de nuestra Pachamama para enviarnos a morir, sólo para adueñarse de aquello que no podía tener dueño. Aquí está, intacto, mi odio al conquistador. Tan intacto como el odio que el conquistador tiene todavía hacia nuestra brava nación. Si este odio nos costó cuanto nos costó es porque elegimos no tener dueño por encima de todo, incluso de nuestra propia vida. No te sumes a estos odios que no son tuyos. Y no nos juzgues: ámanos. Porque amarnos sería como recordar aquello que muchos quieren que olvides: tus verdaderas raíces. Porque aquí naciste y aquí quieres morir. Y tienes todo el derecho: es tu Pachamama.
Pero yo soy la memoria de Isabel Pallamay y esta memoria vaga por todas las esquinas de tu ciudad, aunque mi cuerpo, el de mi padre, el de mi Martín, el de mis hijos y el de la mayoría de mis hermanos esté preso bajo dos metros de cemento volcado deliberadamente - hace muy pocos de tus años - por ese viejo odio de la Iglesia cristiana: o tal vez están bajo la plaza, allí donde juegan las guaguas, se aman los jóvenes y la gente, pese a todo, trata de ser más buena. Por allí viven mis huesos, mis cenizas, mis vasijas, mi comida predilecta, mis ropas, mi chuspa, mis collares sagrados, todo aquello que me acompañó en mi viaje a las estrellas.
Si alguien desea honrar esta memoria —todo cuanto me queda, todo cuanto me dejaron- lleve una flor roja como la pústula que acabó con nuestras vidas y préndala en (as negras verjas de esa Iglesia que construyeron mis hermanos, allí, frente a la plaza. Así unirán mi memoria y la memoria de mi nación a sus corazones. Como debe ser. Y harán algo para cicatrizar la también roja herida que abrió la intolerancia y la soberbia del conquistador. No me olviden. No olviden que existió y amó y sufrió y luchó y anduvo estos caminos — cuando ni eran caminos -Isabel Pallamay, Hembra del Gran Olor, Señora de los Quilmes."
*El escritor y poeta Carlos Patino recibió en 1990 el premio "Casa de las Américas" por su obra "Esquinas silenciosas". Es el premio más importante que se otorga para una obra inédita en América Latina. El galardón le fue otorgado en Cuba, cuando se cumplía el 30* aniversario de "Casa de las Américas". Patino publicó 8 libros de poemas y una obra de teatro "Jaque a la dama", ganadora del primer certamen de teatro "Nuestra América", llevado a cabo en la Universidad Autónoma de Sinaloa, México en 1979. El poeta vive en Bernal.
La Pallamay fue editada por Mondragón Ediciones en el año 2004. La novela se consigue llamando al 15.5669.1163 o, escribiendo a crisbonelli@gmail.com/
Chalo Agnelli
chaloagnelli@yahoo.com.ar
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Este fragmento fue enviado por Iris Ivonne Gardelliano a la Feria del Libro del pueblo ALTO RÍO SENGUER (Chubut) y fue leída en el Rincón de "Homenaje a los Pueblos Originarios", para gran emoción de todos los asistentes que así se lo hicieron saber. Iris, años atrás, fue maestra en esa provincia.