Por Juan Carlos Lombán / dic. 1976
Claves/ 1977[1]
Guillermo
Enrique Hudson es un ilustre desconocido en esta su propia tierra. Figura en un
lugar destacado en la triste y desalentadora lista de las víctimas de
la incomprensión más radical, originada por la consuetudinaria rotulación argentina, generalmente simplista y
engaños, cuando no malintencionada. Prácticamente
nadie en el país ha leído más de uno o dos libros de
los muchos que escribió, pero casi todos “saben”
que fue un gran naturalista y un escritor enamorado de la flora y de la fauna,
tanto como un solitario desinteresado de todo lo social y lo estrictamente
humano, a lo cual prácticamente habría llegado a despreciar. Y así se lo seguirá repitiendo hasta el cansancio, sabe
Dios por cuánto tiempo… ¡Pobre Hudson! O mejor dicho, ¡pobre
Argentina!, con semejante actitud mental! Es
la misma que está en la raíz de la impotencia nacional, la que nos impide
repensar permanentemente el país que hemos heredado, la que hace que la República marche por inercia y que las doctrinas
rápidamente dejen de serlo al no ser
fecundadas por replanteos originales, y se conviertan en un informe conjunto de “slogans” vaciados de todo contenido.
Salvo
las honrosísimas excepciones de madurez equilibrada que cada vez pesan menos en
la vida nacional, entre nosotros se dan los dos extremos: una ínfima minoría
ilustrada dueña de la verdad que pontifica intransigente y arrogantemente, y
una inmensa mayoría que, aunque en ocasiones rebosa de información y por ello
se siente satisfecha, habla de prestado y repite maquinalmente cualquier cosa,
con una gran habilidad dialéctica, justo es reconocerlo. Nuestro país ha sido
hasta ahora, un verdadero paraíso para disertantes magistrales que suministran
conclusiones tenidas por definitivas y para ensayistas deslumbrantes que a
agudos aciertos parciales, los han elevados a la categoría de conceptos
axiomáticos, presentados como claves indispensables para la omnicomprensión de la realidad
argentina. Así han surgido no pocas interpretaciones de innegables valores, que
hubieran significado aportes constructivos para el país si un mesianismo grandilocuente
no los hubiera malogrado, al menos del punto de vista de los intereses
generales. Siempre hemos sospechado que en la vida argentina subyace una
tremenda inseguridad, una impresionante falta de convicciones verdaderas y
profundas, que necesita disimularse adoptando un tono magistral y presuntuoso,
lo que inevitablemente conduce a la rigidez y al dogmatismo. Un gran baño de
humildad es lo que entre otras cosas necesitamos todos los argentinos y en
especial los intelectuales, en quienes la arrogancia y el sectarismo son mucho
menos excusables. Es que evidentemente, una de las características definitorias
del intelectual, es la humildad que nace de la sabiduría. Pensamos que cuando
Ortega y Gasset criticaba a la “intelligentzia”
y le enrostraba el estar permanentemente complicándolo todo, en verdad apuntaba
sus baterías contra la inmodestia que obnubila el sentido común.
La profunda convicción de que pocas cosas necesita
tanto la vida nacional como liberarse de todo tipo de preconceptos y de
presuntas verdades indiscutibles, sin excluir los más universalmente
aceptados, puede hacernos aparecer como irreverentes con personalidades de
valores indudables. No necesitamos decir que lo único que nos interesa en este
trabajo, es estimular la reflexión personal y el análisis objetivo para
contribuir a aclarar un lamentable malentendido que, como creemos poder
demostrar, no solo deforma la imagen de Guillermo Enrique Hudson y su obra,
sino que a nuestro juicio perjudica grandemente a la cultura nacional, lo que
es mucho más grave.
Estamos
persuadidos de que el caso del escritor nacido en
“Los Veinticinco Ombúes” no es más que una de las tantas variantes que asume la
rotulación argentina, con su terrible ironía. Es indispensable y urgente
repensar todos los rótulos de la vida nacional, si de verdad queremos terminar
con la confusión reinante y comenzar á comprender cabalmente nuestra realidad,
esto es, sus contenidos auténticos. Toda la vida argentina está llena de
personalidades e instituciones de todo tipo, cuya realidad más íntima en nada
coincide con la etiqueta que debería definirlos.
Volviendo a Hudson y a la imagen que de él tiene el país,
nos apresuramos a reconocer que es rigurosamente
cierto que toda su obra resuma un profundo
amor por la naturaleza, jamás desmentido. Ello es lo
que lo lleva a exaltar la vida en todas sus manifestaciones,
aún en las más insignificantes, en las que casi nadie repara, como por
ejemplo, en el insecto más pequeño. Esa identificación profunda con el mundo
natural, le permitió a Hudson percibir los latidos de una vida intensa, allí
donde ninguna de los otros grandes escritores nuestros vio otra cosa que un enorme vacío, en lo que en nuestra literatura se ha dado en llamar El Desierto.
Y esa trascendentalización de las manifestaciones más insignificantes de la vida, es
tan impactante en sus páginas y contrasta tanto con las tradicionales
descripciones del paisaje pampeano, que tiende a ocupar el centro de la
atención del lector, el que a menudo no repara que allí hay algo más, y muy
importante, que es lamentable no atesorar. Desde luego que las referencias a
todo lo estrictamente humano, que son sumamente valiosas por lo frecuentes, lo profundas y lo auténticas, nos
impresionan mucho menos. A esto se suma el hecho de
que los primeros análisis de las obras de Hudson se publicaron en Inglaterra
por críticos de ese país. Estos quedaron asombrados no solo por la obra del
escritor pampeano, sino también por su personalidad y su empecinado
aislamiento, su obstinado marginamiento de toda militancia de cualquier tipo y
aún de toda actividad pública, en esa sociedad victoriana ya muy
industrializada.
La obra y la vida de Hudson en el centro del imperio más poderoso
de fines del siglo
pasado y principios del actual, se presentaban a
todos como algo absolutamente insólito. En momentos en que la revolución
industrial había llevado a Gran Bretaña al pináculo de su evolución
histórica y a regir al mundo de entonces, se producía
un fragoroso choque de ideas en todos los terrenos, en el que los intelectuales
en general y los escritores en particular,
ocuparon la primera línea. Algunos para exaltar las conquistas humanas y en especial los progresos de la
ciencia y de la técnica o las bondades del sistema
económico, político y social que las hizo posible y otros, los más, para enrolarse decididamente en distintas
manifestaciones del gran movimiento social que pugnaba por cambios
estructurales. Pero Hudson se mantenía increíblemente ajeno a todo eso,
empecinado en no querer integrarse a una civilización industrial que llegó a
odiar, cada vez más aferrado a un pasado edénico que rescató por medio de su
obra. La frustración del hombre engendró al escritor. Todo esto impresiono en grado sumo a los críticos ingleses,
quienes llegaron a creer que en su obra casi no hay cabida para los problemas
humanos.
Los notables hudsonianos
ingleses V. S. Pritchett y H. j. Massingham, fueron de los primeros en dejar
escrito que Hudson jamás se interesaba tanto ante un hombre, como ante un
pájaro u
otros seres del mundo natural. El primero, después de aludir a la pasión del
escritor por los productos fantásticos de la naturaleza, tanto de la fauna como de la
flora, concluye: “…no temía por el hombre un
interés semejante”. Si bien nosotros consideramos
que desde hoy y aquí la conclusión es muy discutible;
reconocemos que entonces y allá un crítico inglés no podría haber arribado a
otra. Nos parece evidente que este caso constituye un ejemplo impecable para
adherir a las consideraciones de Ortega sobre el punto de vista y a su famosa
conclusión: “Yo soy yo y mi
circunstancia”. Es que para un intelectual inmerso en la bullente vida insular de entonces, las referencias de Hudson a
modestísimos usos y costumbres de la pampa remota carecían de toda
significación e importancia, sobre todo comparadas con sus tremendos y
obstinados silencios sobre la espectacular realidad social de la
capital del mundo de entonces. Esos críticos supieron leerlo bien a nuestro escritor y no
dejaron de advertir la vertiente humana de su obra, como lo reconoce el mismo
Pritchett cuando escribe al respecto: “… el
observador de aves y serpientes es un observador de hombres…” Pero no estaban en condiciones de valorar toda la relevancia
de este último aspecto. Es decir, lo que para nosotros es de enorme importancia,
porque a nuestro juicio constituye un tesoro único y casi irreemplazable para conocer y comprender en profundidad la
estructura social de la vida pampeana del siglo pasado, para ellos tema una
significación muy distinta. Eso en cuanto al espacio,
porque la cosa también varía mucho en el
tiempo. Las imprecaciones de Hudson contra las resultantes de la
industrialización, adquieren hoy una dramática dimensión insospechada
entonces, por la actual contaminación ambiental y sus consecuencias.
Es rigurosamente cierto que hay en toda la obra del escritor
nacido en “Los Veinticinco Ombúes”,
numerosas páginas en las que se advierte un claro desinterés y aún un tono
despectivo con respecto a la Inglaterra industrializada y al hombre de las
grandes ciudades, de cualquier país. Y es muy justo que ello haya ocupado la
atención de los críticos británicos. Asimismo, es
perfectamente comprensible que no les hayan impresionado en la misma medida,
las cálidas páginas que dedica a los rústicos pobladores de la campiña
inglesa y, más aún, a los de su pampa natal. Lo que
ya no se comprende tanto es que los
estudiosos nuestros hayan repetido juicios de aquellos, sin haberlos repensado
cuidadosamente desde nuestra perspectiva, hoy y aquí. Resulta inadmisible que
para nosotros no tenga relevancia el cúmulo impresionante de sus observaciones
sobre el hombre argentino.
Aquí
conviene recordar que Hudson nació en plena pampa el 4 de agosto de 1841, y que en los
treinta y tres años que vivió en nuestro país, jamás residió regularmente en
centro urbano ni asistió a escuela alguna, ni aún de nivel elemental. Es el
único gran escritor en el que se da esa circunstancia y, asimismo, la de que
por su modestísima situación económica tuvo que trabajar como peón por más de
quince años, durante los cuales recorrió la llanura bonaerense prácticamente
como un gaucho más. En sus libros se encuentra un verdadero tesoro de riqueza
inigualada para todos los que encaren el estudio de la vida cotidiana en la
pampa del siglo pasado, con una impresionante masa de experiencias personales
que ningún otro escritor protagonizó como él ni podrá ya hacerlo.
No deseamos extendernos más para demostrar la falacia del rótulo
que se le ha aplicado a Hudson. Creemos que lo más eficaz y lo más constructivo
es remitir al lector a la obra hudsoniana.
No sólo en la media docena de sus hermosos libros pampeanos, sino también en
casi todos los mal llamados “ingleses”,
va a encontrar que los magníficos medallones que dedica a hombres y mujeres de nuestras llanuras, suelen ser
más breves, pero más inolvidables y más emotivos que
todo lo que escribió sobre sus amados pájaros. Y lo que quizás sea más importante,
ellos se continúan con esclarecedoras y
detalladas referencias sobre usos, costumbres, creencias, trabajos,
diversiones, viviendas, mobiliarios, enseres, de invalorable utilidad para investigar
la evolución social de nuestra pampa.
Tenemos la profunda convicción de que mucho más que la
causa hudsoniana, serán la cultura argentina y aun la vida toda del país,
las máximas beneficiarías de la superación de las falacias sobre Hudson y de
una adecuada difusión de su obra. Es que nos parece evidente que ella puede
contribuir decisivamente, acaso mejor que ninguna otra, en la impostergable tarea
de desentrañar la estructura de la vida pampeana y su evolución en el siglo
pasado y contribuir a rescatar sus mejores valores, para la gran síntesis
argentina que aún no hemos realizado cabalmente.
Juan Carlos Lomban Quilmes,
diciembre de 1976
Compilación Prof. Chalo
Agnelli/2017
NOTA
[1] “Claves, revista de arte y cultura” Año 1 - N° 2
enero-febrero 1977. Dirigida por Claudio L. Pérez. Integraban el Consejo de
Redacción: el Prof. Aníbal Gordillo y Jorge A. Mirachi; Redacción: Silvia
Armella, Ángel Liñán, Juan Carlos Lombán y otros.
Original en la Biblioteca Popular Pedro Goyena (San Luis 948 e/Larrea y
Azcuénaga - 1540758187 - bibliotecapopularpedrogoyenyahoo@yahoo.com.ar)
1 comentario:
Que interesante reflexion...gracias!
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