domingo, 3 de noviembre de 2013
María Teresa Maiorana fue precursora de la Literatura Comparada, teoría cuya fundación lleva su nombre. Esta escuela reflexiona sobre los principios teóricos, comparativos, históricos y críticos que sustentan la teoría de la literatura y procura ampliar el campo de reflexión sobre la tradición literaria, sus crisis y transformaciones e interrelacionar de manera crítica todos estos conocimientos. Maiorana es autora entre otros libros de: “Rubén Darío y el mito del Centauro” (1961), “Cuatro estudios de literatura comparada” (1964), “Ophelie, Millais et Trois Ecrivains de France” (1969) editados por L'amitie Guérinienne.
Esta literata fue una reputada colaboradora de los rotograbados de La Prensa. Aquí reproducimos su artículo sobre Hudson para agregar nueva bibliografía y nuevas particularidades del escritor de “El vendedor de bagatelas”, obra que recién reeditara “Buenos Aires Books”, presentado en la feria del libro de Berazategui. Chalo Agnelli
por María Teresa Maiorana
El itinerario obliga a pasar por Saint James’s Park [1] y nos depara así la sorpresa de un espectáculo que se aviva en la luz dorada, de amable tibieza. Los zoológicos modernos presentan a sus animales “como en libertad”, pero los seres felices que habitan este predio lo están realmente. Legado prodigioso de un rey de gusto exquisito y de cuantos supieron mantenerlo intacto venciendo las dificultades aparejadas por los cambios de costumbres e ideas.
En este hilo de agua, en estas islas pequeñitas que alzan inextricable maraña de follaje, vive gran número de aves acuáticas. Con la desenvoltura que da la independencia entrecruzan de una orilla a otra las líneas de sus vuelos, desaparecen en el fino rayado de los juncos, se internan entre las frondas tupidas. Junto al borde, letreros y diagramas indican los rasgos capaces de identificarlas y atribuirles sus nombres. Resulta apasionante el cotejo de los datos con el pájaro mismo que se acerca a veces como de intento, hasta su propia descripción. Pero buscamos en vano ciertos ejemplares, ninguno de cuantos halagan nuestra vista en este momento, responde a determinadas referencias.
Hechizados por la gracia de los movimientos, por la belleza y variedad de formas y colores, preferimos dejar de lado todo conocimiento erudito para dedicamos de llenó, en beatífica ignorancia, al encanto puro de la contemplación. Chapuzones, seguridad elegantísima de evolución en el agua, donde apenas un rizo denuncia las patas sumergidas; sombras que se deslizan en lo hondo para emerger después inesperadamente allá lejos, con una sacudida, cuando aquí cerca recompuso ya el cristal su quebrada trasparencia. Plumaje donde la gama de los irisados rivaliza con los tonos llenos, garbo delicadísimo de una cabeza, de un pico, de todo un cuerpo esbelto cuando surca la corriente, de graciosa pesadez fuera de ella. Ganas dan de inmovilizarse olvidando cuanto no sea esta vida colmada de armonía… Cerca de ella se demoraba también Hudson en sus paseos por la ciudad y guardan sus libros recuerdos de sus andanzas y observaciones. Nos alejamos, pues no es dable retardar más nuestra ida a Hyde Park.
[...]
Llegamos al Dell, donde acaba el Serperttine. Aquí contemplaba Hudson a los trabajadores que se acercaban a los pájaros durante los meses de verano. Debió ser la misma luz, muy parecido cielo y, bulliciosos como los de hoy, los gorriones de entonces debieron alborotar a ratos buscando como éstos el sustento. Seguimos el curso del arroyo. Pintorescos puentecitos, árboles altísimos de follaje vaporoso, esfumado; otros, de follaje tupido y líneas netas. Todos los verdes se escalonan y se mezclan dándose recíproco relieve, haciendo resaltar por vecindad y por contraste su peculiar matiz. Los céspedes extensos dilatan sus manchas claras. Algo de nuestro Palermo, el de antes...
Nueva consulta al plano para no equivocar la ruta: el monumento a Hudson figura hacia el centro de Hyde Park. Preguntamos. Sí. Coinciden las respuestas, vamos por buen camino. Pero una vez en el lugar donde, según todos los datos, ha de estar ubicado el monumento, no damos con él.
Inesperada contradicción: los transeúntes interrogados ahora no conocen el Hudson’s Memorial y nada saben de algo por aquí que pueda referirse a él. En un vasto espacio ceñido por espeso seto se adivinan amplias construcciones. No puede ser esto. Retrocedemos hasta hallar más lejos, en un claro, una oficina de policía. Pero nadie acude a los sonoros campanilleos de nuestros timbrazos, casi violentos en el silencio. Detrás de una ventana abierta, junto a un escritorio, un perro enorme nos mira con displicente disgusto y vuelve a su sueño aunque su actitud exterior, levemente rígida, denuncie atención vigilante. Nuestro desconcierto crece, y con él un principio de fatiga, pues no han dejado de representar camino considerable estos recorridos frustrados.
Desalienta sobre todo no saber qué hacer ya, a quien acudir... De pronto - no adivinamos de dónde - surge un policía y viene a nuestro encuentro. Figura altísima. Entre la sombra del casco y el barbijo, un rostro de niño, sonrosado y rubio. “¿El monumento a Hudson? - repite lentamente reflexionando - Hace algún tiempo estuvo un argentino que también buscaba la estatua de Hudson, pero aquí no hay ninguna estatua”.
Aclaramos de inmediato. Somos también argentinos y buscamos, como nuestro compatriota, el monumento a Hudson, pero no una estatua sino un “santuario para pájaros”. “Allí está”, nos indica con gesto seguro, señalando hacia el seto. “Pero de allí venimos y no hemos encontrado nada”. “Detrás - insiste - hay una entrada, allí está el santuario”. Agradecemos y, dóciles aunque no del todo convencidos, nos encaminamos de nuevo hacia el lugar. Y ahora, en efecto, hallamos, un tanto disimulado por la concavidad misma, el santuario
Amplio semicírculo ocupado por una fuente rectangular a la que otras dos dan flanco; frontera, una gruesa placa de piedra puesta de canto ostenta el altorrelieve. Finos hilos de agua brotan del borde donde figura la inscripción: “Este santuario para pájaros está dedicado a la memoria de W. H. Hudson, escritor y naturalista”. Entre varios arbustos menores, dos árboles corpulentos, como amables centinelas. Fina barrera metálica prohíbe todo acercamiento, sólo los pájaros, seguros de su dominio privado, van y vienen deteniéndose en la orilla del estanqué somero. Alguno bebe delicadamente en el chorro cristalino, con grititos de gozo, sin interrumpir el vuelo.
Personalmente, hubiéramos imaginado muy distinta a la heroína de este libro cuyo conjunto se nos figura como un haz de sol atravesando la fronda da una selva, pero entendemos la rigurosa plástica de esta representación. Rima ha perdido su ligereza etérea para encarnar la fuerza vegetal a la que el amor da impulso incontenible hacia lo alto. En el decidido arabesco en diagonal, los brazos de la mujer, su estilizada cabellera son alas alzándose de un árbol simplificado: su propio cuerpo. Los pájaros que la rodean parecen más estáticos que ella misma aunque todo el conjunto se exalta en tensión de vuelo. Figuras de escueta síntesis en armonía de espacios y volúmenes. Contradictoria alianza de finura y tosquedad y un trabajo de planos ante el cual resulta inevitable la evocación de Bourdelle. [4]
Dos fechas: el nacimiento (1841) y la muerte (1922) de Hudson. Nada más. ¡Qué honda poesía, cuánto sentimiento de belleza y de arte para lograr esta sencilla conjunción en la cual los pájaros en libertad animan la piedra y el agua con la gracia infinita de la vida! Por su sortilegio, de este lado del mar, tan remoto de lo nuestro, revivimos de pronto en este parque londinense las descripciones de Hudson, sus correrías, sus inmovilizaciones de observador atento, su sensibilidad de inigualada vibración...
Es domingo, y a pocos pasos, las parejas han invadido el césped... Pero nosotros estamos muy lejos, entre las matas de oxipétalo rosado, bajo los gritos de los teros, frente a la pampa, toda cielo... (Ana María Maiorana)
Compilador y bibliógrafo
NOTAS
[3] Publicada originalmente en 1904, “Mansiones verdes” no sólo es una extraordinaria meditación sobre el universo de la selva amazónica, sino también una historia de amor entre una india llamada Rima y Abel, un aventurero venezolano que huye de una fallida conspiración para derrocar al gobierno de su país. Admirado por maestros como Joseph Conrad, Jorge Luis Borges, Virginia Woolf o Miguel de Unamuno, Hudson es sin lugar a dudas el mayor escritor de la naturaleza y su obra enlaza el espíritu romántico con el interés actual por el medio ambiente y la ecología.
[4] Émile Antoine Bourdelle (1861 – 1929) fue uno de los escultores franceses más destacados de la Belle Époque y antecedente de la escultura monumentalista del siglo XX
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