martes, 18 de agosto de 2020

BUSCANDO A HUDSON ENTRE LOS PÁJAROS DE LONDRES

domingo, 3 de noviembre de 2013

Guillermo Enrique Hudson según un óleo de William Rothenstein que se conserva en la National Portrait Gallery de Londres.

Recorriendo las páginas de los rotograbados dominicales de La Prensa que recientemente donara don José Ítalo Nonna a la Goyena encontramos algunas notas especiales para este diario sobre nuestro Guillermo Enrique Hudson. Buscando a Hudson entre los pájaros de Londres por María Teresa Maiorana, salió en la edición del 19 de noviembre de 1961. 
María Teresa Maiorana fue precursora de la Literatura Comparada, teoría cuya fundación lleva su nombre. Esta escuela reflexiona sobre los principios teóricos, comparativos, históricos y críticos que sustentan la teoría de la literatura y procura ampliar el campo de reflexión sobre la tradición literaria, sus crisis y transformaciones e interrelacionar de manera crítica todos estos conocimientos. Maiorana es autora entre otros libros de: “Rubén Darío y el mito del Centauro” (1961), “Cuatro estudios de literatura comparada” (1964),  “Ophelie, Millais et Trois Ecrivains de France” (1969) editados por L'amitie Guérinienne. 
Esta literata fue una reputada colaboradora de los rotograbados de La Prensa. Aquí reproducimos su artículo sobre Hudson para agregar nueva bibliografía y nuevas particularidades del escritor de “El vendedor de bagatelas”, obra que recién reeditara “Buenos Aires Books”, presentado en la feria del libro de Berazategui. Chalo Agnelli

La "cuadriga" de Hyde Park Corner.
“Buscando a Hudson entre los pájaros de Londres”

por María Teresa Maiorana
Para el viajero que llega del “continente”, Londres reserva una impresión singular de dinamismo pujante, avasallador. Ante esa riqueza de vida aparente y oculta se da la paradoja de medir mejor la insignifican­cia de la propia existencia individual, de sentirla anulada y, al mismo tiempo, cobrando cabal conciencia de su valor humano, de su capacidad de superar las cosas por el entendimiento. En ese doble engranaje nos lanzamos esta mañana de domingo, en esta ciudad tremenda, a buscar algo tan ingrávido, tan leve como un “santuario de pájaros”, el monumento erigido a la me­moria de quien aquí se sintió también viajero - ¿no declaró acaso morir cuando dejó la pampa? - para dedi­carse a seguir, por encima de la altura de los hombres, la vida que cruza el cielo.
El itinerario obliga a pasar por Saint James’s Park [1] y nos depara así la sor­presa de un espectáculo que se aviva en la luz dorada, de amable tibieza. Los zoológicos modernos presentan a sus animales “como en libertad”, pero los seres felices que habitan este predio lo están realmente. Legado prodi­gioso de un rey de gusto exquisito y de cuantos supieron mantenerlo intac­to venciendo las dificultades apareja­das por los cambios de costumbres e ideas.
En este hilo de agua, en estas islas pequeñitas que alzan inextricable ma­raña de follaje, vive gran número de aves acuáticas. Con la desenvoltura que da la independencia entrecruzan de una orilla a otra las líneas de sus vuelos, desaparecen en el fino rayado de los juncos, se internan entre las frondas tupidas. Junto al borde, letre­ros y diagramas indican los rasgos capaces de identificarlas y atribuirles sus nombres. Resulta apasionante el cotejo de los datos con el pájaro mis­mo que se acerca a veces como de intento, hasta su propia descripción. Pero buscamos en vano ciertos ejem­plares, ninguno de cuantos halagan nuestra vista en este momento, respon­de a determinadas referencias.
Hechizados por la gracia de los mo­vimientos, por la belleza y variedad de formas y colores, preferimos dejar de lado todo conocimiento erudito para dedicamos de llenó, en beatífica igno­rancia, al encanto puro de la contemplación. Chapuzones, seguridad elegantísima de evolución en el agua, donde apenas un rizo denuncia las patas su­mergidas; sombras que se deslizan en lo hondo para emerger después ines­peradamente allá lejos, con una sacu­dida, cuando aquí cerca recompuso ya el cristal su quebrada trasparencia. Plumaje donde la gama de los irisados rivaliza con los tonos llenos, garbo de­licadísimo de una cabeza, de un pico, de todo un cuerpo esbelto cuando sur­ca la corriente, de graciosa pesadez fuera de ella. Ganas dan de inmovili­zarse olvidando cuanto no sea esta vida colmada de armonía… Cerca de ella se demoraba también Hudson en sus paseos por la ciudad y guardan sus libros recuerdos de sus andanzas y observaciones. Nos alejamos, pues no es dable retardar más nuestra ida a Hyde Park.
[...]
Llegamos al Dell, donde acaba el Serperttine. Aquí contemplaba Hud­son a los trabajadores que se acerca­ban a los pájaros durante los meses de verano. Debió ser la misma luz, muy parecido cielo y, bulliciosos como los de hoy, los gorriones de entonces debieron alborotar a ratos buscando como éstos el sustento. Seguimos el curso del arroyo. Pintorescos puentecitos, árboles altísimos de follaje vapo­roso, esfumado; otros, de follaje tupido y líneas netas. Todos los verdes se escalonan y se mezclan dándose recípro­co relieve, haciendo resaltar por vecindad y por contraste su peculiar ma­tiz. Los céspedes extensos dilatan sus manchas claras. Algo de nuestro Palermo, el de antes...
Nueva consulta al plano para no equivocar la ruta: el monumento a Hudson figura hacia el centro de Hyde Park. Preguntamos. Sí. Coinciden las respuestas, vamos por buen camino. Pero una vez en el lugar donde, se­gún todos los datos, ha de estar ubi­cado el monumento, no damos con él.
Inesperada contradicción: los tran­seúntes interrogados ahora no conocen el Hudson’s Memorial y nada saben de algo por aquí que pueda referirse a él. En un vasto espacio ceñido por es­peso seto se adivinan amplias construc­ciones. No puede ser esto. Retrocedemos hasta hallar más lejos, en un claro, una oficina de policía. Pero na­die acude a los sonoros campanilleos de nuestros timbrazos, casi violentos en el silencio. Detrás de una ventana abierta, junto a un escritorio, un perro enorme nos mira con displicente dis­gusto y vuelve a su sueño aunque su actitud exterior, levemente rígida, de­nuncie atención vigilante. Nuestro desconcierto crece, y con él un principio de fatiga, pues no han dejado de repre­sentar camino considerable estos recorridos frustrados.
Desalienta sobre todo no saber qué hacer ya, a quien acudir... De pron­to - no adivinamos de dónde - surge un policía y viene a nuestro encuen­tro. Figura altísima. Entre la sombra del casco y el barbijo, un rostro de niño, sonrosado y rubio. “¿El monu­mento a Hudson? - repite lentamente reflexionando - Hace algún tiempo es­tuvo un argentino que también buscaba la estatua de Hudson, pero aquí no hay ninguna estatua”. 
Aclaramos de inmediato. Somos tam­bién argentinos y buscamos, como nuestro compatriota, el monumento a Hudson, pero no una estatua sino un “santuario para pájaros”. “Allí está”, nos indica con gesto seguro, señalando hacia el seto. “Pero de allí venimos y no hemos encontrado nada”. “Detrás - insiste - hay una entrada, allí está el santuario”. Agradecemos y, dóciles aunque no del todo convencidos, nos encaminamos de nuevo hacia el lugar. Y ahora, en efecto, hallamos, un tanto disimulado por la concavidad mis­ma, el santuario
Obra escultórica de Jacobo Epstein que recuerda a Hudson en el Hyde Park de Londres
EL SANTUARIO QUE RECUERDA A HUDSON 
Amplio semicírculo ocupado por una fuente rectangular a la que otras dos dan flanco; frontera, una gruesa placa de piedra puesta de canto ostenta el altorrelieve. Finos hi­los de agua brotan del borde donde figura la inscripción: “Este santuario para pájaros está dedicado a la me­moria de W. H. Hudson, escritor y naturalista”. Entre varios arbustos me­nores, dos árboles corpulentos, como amables centinelas. Fina barrera me­tálica prohíbe todo acercamiento, sólo los pájaros, seguros de su dominio privado, van y vienen deteniéndose en la orilla del estanqué somero. Alguno be­be delicadamente en el chorro cristali­no, con grititos de gozo, sin interrum­pir el vuelo.
La obra de Epstein, [2] que hasta “me­reció” el alquitrán denigrante de un exaltado, reproduce a Rima, la de “Mansiones ver­des”.  [3]
Personalmente, hubiéramos ima­ginado muy distinta a la heroína de este libro cuyo conjunto se nos figura como un haz de sol atravesando la fronda da una selva, pero entendemos la rigurosa plástica de esta represen­tación. Rima ha perdido su ligereza etérea para encarnar la fuerza vegetal a la que el amor da impulso inconte­nible hacia lo alto. En el decidido ara­besco en diagonal, los brazos de la mujer, su estilizada cabellera son alas alzándose de un árbol simplificado: su propio cuerpo. Los pájaros que la ro­dean parecen más estáticos que ella misma aunque todo el conjunto se exal­ta en tensión de vuelo. Figuras de es­cueta síntesis en armonía de espacios y volúmenes. Contradictoria alianza de finura y tosquedad y un trabajo de planos ante el cual resulta inevitable la evocación de Bourdelle. [4] 
Dos fechas: el nacimiento (1841) y la muer­te (1922) de Hudson. Nada más. ¡Qué honda poesía, cuánto sentimiento de belleza y de arte para lograr esta sencilla con­junción en la cual los pájaros en li­bertad animan la piedra y el agua con la gracia infinita de la vida! Por su sortilegio, de este lado del mar, tan remoto de lo nuestro, revivimos de pronto en este parque londinense las descripciones de Hudson, sus correrías, sus inmovilizaciones de observador atento, su sensibilidad de inigualada vibración...
Es domingo, y a pocos pasos, las pa­rejas han invadido el césped... Pero nosotros estamos muy lejos, entre las matas de oxipétalo rosado, bajo los gritos de los teros, frente a la pampa, toda cielo... (Ana María Maiorana)
En la analepsis final Maiorana cae en la nostalgia, a pesar de la magnificencia del lugar,  y la inmensidad pampeana que no murió en Hudson, pero murió él, porque ¿no declaró acaso morir cuando dejó la pampa?,  y surge en la autora frente al sobrio santuario de las aves. 
Chalo Agnelli
Compilador y bibliógrafo

NOTAS

[1] El terreno sobre el que se asienta el parque de St James fue adquirido por Enrique VIII en 1532. En este sitio, se construyó el palacio de Saint James. Carlos II abrió el parque al público. A lo largo de los siglos, el parque fue utilizado como Zoo Royal. En la década de 1830, John Nash rediseñó y revitalizó árboles, prados y jardines. Si bien la nota fue escrita hace 52 años atrás aún hoy el parque ofrece un hábitat para una gran variedad de especies de fauna y el lago es hogar de 15 especies de aves acuáticas, como pelícanos. 
[2] Sir Jacob Epstein (1880- 1959) fue un escultor estadounidense nacido que trabajó principalmente en Gran Bretaña. Estudió en París, donde fue alumno de Auguste Rodin. Es el autor de la tumba de Oscar Wilde en el cementerio Père Lachaise.
[3] Publicada originalmente en 1904, “Mansiones verdes” no sólo es una extraordinaria meditación sobre el universo de la selva amazónica, sino también una historia de amor entre una india llamada Rima y Abel, un aventurero venezolano que huye de una fallida conspiración para derrocar al gobierno de su país. Admirado por maestros como Joseph Conrad, Jorge Luis Borges, Virginia Woolf o Miguel de Unamuno, Hudson es sin lugar a dudas el mayor escritor de la naturaleza y su obra enlaza el espíritu romántico con el interés actual por el medio ambiente y la ecología. 
[4] Émile Antoine Bourdelle (1861 – 1929) fue uno de los escultores franceses  más destacados de la Belle Époque y antecedente de la escultura monumentalista del siglo XX

 

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