martes, 24 de julio de 2018

UN GAUCHO EN EL PARQUE DE RICHMON POR EDUARDO S. CALAMARO


Eduardo S. Calamaro (1991) *
En nuestro país es llamado Guillermo Enri­que Hudson y considerado escritor argenti­no, como que había nacido hace ciento cin­cuenta años en el viejo partido de Quilmes, el 4 de agosto de 1841. Aquí había vivido hasta los treinta y dos años; había observado pájaros desde la infancia, en jornadas que le llevaron la mayor parte de su vida, con estudios metódicos, recorridas a ca­ballo por la provincia, el Uruguay y Río Negro, fae­nas de estancia y la contemplación embelesada de cuerpitos trémulos, de plumajes luminosos, de tri­nos exultantes que supo recordar, escribir, revivir y realzar en sus libros, como los objetos más preciosos de la existencia; como a Una cierva en el parque de Richmond”.
 En 1874, cuando se fue a Inglaterra, donde es­cribió sus veintisiete libros, era eso, un paisano de a caballo… un producto genuino del suelo y de las costumbres argentinas y sudamericanas”, escribió Ezequiel Martínez Estrada; un lector instruido por su madre con libros de Europa, un emigrado que nunca olvidó la patria, es decir, la pampa húmeda, sus queridos animalitos, sus paisajes inmensos y sus personajes extraordinarios: “En el momento de oírlo y luego de verlo - escribió de un cardenal enjaulado - realmente me pareció que el pájaro me había reconocido como alguien de su mismo dis­tante país y que su fuerte llamado era un alegre saludo a un compañero de destierro visto por ca­sualidad en una callejuela de Londres”. 
El también era un cardenal desterrado y los trinos, los gorjeos, los gritos de entusiasmo que profería en sus escritos también eran saludos, ale­gres al invocar los campos y su gente, los aires y sus bandadas de mistos, golondrinas, flamencos, y los patos silvestres que también emigraban del otoño sudamericano como él, en abril. Pero nunca volvió. 
HISTORIAS Y LUGARES DE LA CAMPAÑA
Fuera de nuestro país era llamado W. H. Hud­son, por William Henry, en vez de Guillermo Enri­que; así figura en ediciones inglesas y en la traduc­ción chilena de “Mansiones verdes”. Varios de los libros así firmados trataban hechos, objetos, cos­tumbres y sentimientos, historias y lugares de la campaña argentina y uruguaya, escritos en un in­glés que ciertos comentaristas consideraron desu­sado, como venido de otra parte. ¿Y no sería quizá de nuestra parte?  “Aunque lo escribió en inglés estoy seguro de que lo pensó en nuestro idioma”, opinó Fernando Pozzo y cuando leímos en “Birds of La Plata”, calandria, gallito, benteveo, cardenal, ti­jereta, cachila, ratona, chingolo, misto, picaflor, hornero, tordo, recordamos haberlos visto volando, cantando, alzando la patita con un gesto de marcha triunfal o meciéndose en una rama de aquí, solo de aquí. Fueron recuerdos, impresiones de nuestra historia, como las revividas entonces: soles, cielos.
Para Hudson la historia pudo ser análoga, más rica, múltiple, diferenciada en episodios, formas, movimientos, colores y sonidos, ámbitos y quehace­res: cortejar, anidar, comer, volar solos, en casal, en bandada, en escuadra por las alturas; espantarse, pelear, esconderse, escapar o pedir alimento alzan­do la cabecita pelada del pichón, abriendo un piqui­to amarillo y piando ese primer trabajo de la vida.
¿Qué sentiría él cuando escribía los nombres de sus pájaros en nuestro idioma, surgiendo del texto británico? ¿Acaso recordaba a todos, unidos en ca­da uno? ¿Evocaba visiones, emociones, sones, o los concebía con el derecho soberano del autor, para que el lector soberano los sintiera a su otro modo, porque tenía otra historia? Hudson no sentía lo mismo que sus pájaros: hambre, miedo, frío, muer­te; sentía lo que sentían los pájaros de sus libros: hambre, a la llegada de los padres, volando con comida; miedo, al rechazar volando depredadores; frío, al llegar volando a un refugio; muerte de pája­ro, no de humano que la recuerda como la vio. Y siempre vida, energía, movimiento, calor, esplendor y plenitud de nutrirse, de gozar el sexo, de antes y después del miedo, de ignorar la muerte porque es parte de la vida y de sentir el dolor porque duele, pero seguir haciendo lo que hay que hacer. 
ESCRIBIR LA VIDA 
Escribía el sentir que le inspiraban sus recuer­dos de aquellas formas palpitantes, aquellos movi­mientos gráciles, aquellos colores y sonidos armó­nicos y vivaces que su trabajo de la prosa inglesa, pensada en nuestro idioma, trasmutaba en hechos artísticos, mensajes de sabiduría, modelos de sensi­ble comprensión de los hechos y las cosas. Hasta las víboras que había encontrado caminando y había recogido para mirar el matiz de sus vientres aterciopelados, el fulgor de sus escamas, y después, el relieve ondulatorio de sus cuerpos perezosos, ga­nándose al reparo de la sombra. Las apreciaba por­que eran armoniosas; las respetaba porque ataca­ban cuando se sentían amenazadas y, si no, perma­necían en una quietud beatífica, gozando la frescu­ra y la humedad, escuchando tal vez unos ruiditos que nadie podría oír, excepto ellas, que se parecían tanto a la calma de los árboles creciendo, de los pastos inclinados hacia el poniente, de los pájaros empollando huevitos azules, marrones o blancos.

Las había dejado en el suelo, mirándolas alejar­se sin rumor y se iba, hasta que muchos años des­pués las escribía como a personajes de sus relatos, para nada espantables, porque enseñaba que el ho­rror que provocan es por prejuicio y no se debería escapar a buscar un palo para aplastarlas sino de­jarlas en paz y disfrutar con su aspecto moroso, su color matizado y frutal, su lento reptar en el polvo que no las ensucia porque son libres, son dignas de vivir y los hombres son dignos de vivir y gozar con humanos, animales y plantas, para ser más huma­nos. Esta es su enseñanza: convivir y disfrutar.

No es una lección de conservacionismo; Hudson no solicitaba clemencia para los animales que ya veía desaparecer. Tampoco es un himno a la frater­nidad de todos los seres creados, al modo de San Francisco de Asís. Es una visión comprensiva de la realidad, expresada con la sensibilidad de quien había sido humanizado así y había aprendido que accedemos a la cultura mediante una capacitación creciente en el conocimiento de los hechos y que conocer a los animales, las plantas y los hombres de nuestro espacio requiere más que observarlos y cla­sificarlos, enjaularlos, domesticarlos o embalsa­marlos; requiere apreciar valores que no son nues­tros sino de ellos y disfrutar con su gracia, cele­brando su vida en el paisaje, su libertad en la nece­sidad, y su destino en el esfuerzo por vivir y ser libres. El adquirió esa capacidad y quiso, al pare­cer, que todos la lograran; por esto sus escritos son alegres saludos, invocaciones tácitas a que lo haga­mos así, para ser así. Escribir a su respecto que fue un ser superior es entender la cultura y atribuirle una ética. 
Esta era, en él, otro rasgo de conciencia esencial en sus obras: la defensa de la vida. El paisano cria­do cazando pájaros para la comida familiar, entre cuchilleros y guerras civiles, profesaba el mandato de no matar, de comprender. A veces parecía justi­ficar aquellas violencias: por ejemplo, en episodios de “La tierra purpúrea”, pero no; él - es decir, su protagonista en la novela que era y no era él - las testimoniaba como hechos normales de la existen­cia social y de sus funciones naturales: “...no es cierto que las comunidades que con más frecuencia nos horrorizan con crímenes violentos sean moral­mente peor que otras. Una comunidad en la que no hay muchos crímenes no puede ser moralmente sana... En tal pueblo no podría existir la voluntad individual o un saludable y libre movimiento de las pasiones y por consiguiente tampoco ningún cri­men... “Deberíamos observar las perturbaciones del espíritu - dice Spinoza - no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades tan de ella como lo son el carácter de la atmósfera, el calor, las tempestades” (página 307). Otras veces las rechazaba con la patética elocuencia del relato, como en “El ombú” y en “Mansiones verdes”, porque no eran necesarias.
CULTURA RURAL 
No matar era respetar las vidas y gozar con su presencia y relación: implicaba que la civilización industrial urbana en la cual actuó durante medio siglo, elaborando sus escritos y relaciones sociales, no era la actividad que lo identificaba como un verdadero sabio de la vida. El añoraba su cultura rural, la criolla, sus treinta y dos años vividos entre pájaros y gauchos, indios de Río Negro y estancie­ros de la patria vieja. Pero también comprendía a la ciudad, criticando sus defectos:

“Oh! Civilización con tus millares de reglas convencionales, tu gaz­moñería que corroe el alma y cuerpo, tu inútil educación de la infancia, tu asistencia a la iglesia en ropa dominguera, tu ansia antinatural por la limpieza y afiebradas luchas por comodidades que no traen consuelo al corazón, ¿acaso no eres todo un error? (...) Todos buscamos erradamente la felicidad. La tuvimos en un tiempo y fue nuestra, pero la despreciamos, pues solo era la antigua y común felicidad que la Naturaleza brinda a todos sus hijos y nos alejamos de ella y nos fuimos en busca de una felicidad más grande que algún soña­dor - Bacon y otro - nos aseguró que hallaría­mos"

(“La tierra purpúrea”, páginas 234 y siguientes, Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1951)
Acaso sea esta su mejor biografía: la emigración del campo criollo, donde le faltaron recursos para subsistir y aprender ornitología, a la ciudad inglesa donde fue pobre, tuvo frío y añoró los placeres per­didos que lo habían estructurado como un extraño de otros valores materiales e intelectuales que no fueran la literatura y la ciencia correspondientes a su existencia anterior.

Y como culminación de los sentimientos locali­zados en la comunidad rural y los paisajes natura­les, exaltó la seducción de algunas mujeres de los campos rioplatenses y del bosque venezolano, des­cribiéndolas hermosas, a veces tristes y siempre subyugantes como ninguna otra creación de su fan­tasía: la rubia Margarita, callada, mórbida; Mónica, la del idilio en el monte florecido; Dolores Zelaya, la revolucionaria del partido Blanco; Tránsito, amada del general Santa Coloma que la perdió, “el espíritu del viento y el sol”; Cleta, “la tentadora y picara hechicera”; Demetria Peralta, la estanciera de Rocha, que se fugó del maligno que la acosaba; Rima, hada del bosque, protectora de los animales, encendida de amor, y Cipriana... “vestida de blan­co, montada en un doradillo de gran alzada, prece­dida por su amante. Al verme diéronse los ‘buenos días’ y siguieron galopando, riéndose alegremente del inesperado encuentro. Y yo la evoco ahora, surgiendo espléndida y atractiva, con aquel vestido blanco, plena de vida y excitación, bajo los rayos del ardiente sol, con la cara sonrosada por el calor y cabalgando su brioso pingo".

Era vida; tanta vida que en sus obras pudo omitir miserias y carencias de la población rural; hasta las hambrunas que no se imaginaban en estas partes del mundo, pero que dejaron muerto a su mendigo de largo gabán de cuero, en una loma de Quilmes.
Para los demás personajes había siempre mate, un pedazo de carne asada, a menudo puchero, a veces otros platos como los de aquella generosa, sudorosa y grasienta Candelaria y su marido John Carrik Fergus, el de “Mugre y libertad” que festejó Ezequiel Martínez Estrada en el ensayo insupera­ble: “Estética y filosofía de Guillermo Enrique Hudson”.
Con su permiso, nosotros opinaríamos: estética romántica, historietista, paisajística, sentimental; filosofía vitalista, panteísta, anarquista, hedonista:

La felicidad no la perdí jamás... así fue como, en mis peores días, en Londres, cuando estaba obliga­do a vivir por largos períodos, enfermo, pobre y sin amigos, yo podía sentir que era infinitivamente mejor ser que no ser.”

Entonces volvía a levantarse, a contemplar otros gorriones y a escribirnos cuánto había amado a su patria.
Para Clarín, ‘Cultura y Nación’, 1991.
Compilación y compaginación de Prof. Chalo Agnelli
hudsonisno
* Eduardo Samuel Calamaro, nació en 1917. Padre de los músicos Andrés y Javier Calamaro. Poeta, intelectual, político, periodista y abogado de profesión. Co-fundador de la revista “Qué”. Perteneció al círculo fundador de la revista “Sur”. Abogado de previsión social. Participó del nacimiento al desarrollismo, junto a Rogelio Frigerio, Arturo Frondizi y Oscar Camilión, entre otros, quienes constituyeron la "usina intelectual" del frondizismo. Autor, entre otros, de: “Caramillo” (poemas) "Historia de una traición argentina" (ensayo), "La novela de la Argentina" (novela), "La Cultura Nacional, Examen Crítico", "El proyecto y la muerte". La Sociedad Argentina de Escritores (SADE) le otorgó el Gran Premio de Honor a la trayectoria. La última entrevista de su vida la dió al diario LA CAPITAL, publicada el 11 de mayo de 2008, bajo el título: "Néstor Kirchner fue industrialista y sirvió para salir de la crisis". Tenía una mirada positiva del gobierno kirchnerista, que veía más como desarrollista que como peronista. Murió a los 99 años en 2016 (Foto 'La Capital')




FUENTE 

“Un pensador llamado Eduardo Calamaro” Domingo 31 de Enero de 2016 https://www.lacapital.com.ar

 Biblioteca Popular Pedro Goyena

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