En 1874, cuando se fue a Inglaterra, donde escribió sus veintisiete libros, era eso, un paisano de a caballo… “un producto genuino del suelo y de las costumbres argentinas y sudamericanas”, escribió Ezequiel Martínez Estrada; un lector instruido por su madre con libros de Europa, un emigrado que nunca olvidó la patria, es decir, la pampa húmeda, sus queridos animalitos, sus paisajes inmensos y sus personajes extraordinarios: “En el momento de oírlo y luego de verlo - escribió de un cardenal enjaulado - realmente me pareció que el pájaro me había reconocido como alguien de su mismo distante país y que su fuerte llamado era un alegre saludo a un compañero de destierro visto por casualidad en una callejuela de Londres”.
El también era un cardenal desterrado y los trinos, los gorjeos, los gritos de entusiasmo que profería en sus escritos también eran saludos, alegres al invocar los campos y su gente, los aires y sus bandadas de mistos, golondrinas, flamencos, y los patos silvestres que también emigraban del otoño sudamericano como él, en abril. Pero nunca volvió.
Fuera de nuestro país era llamado W. H. Hudson, por William Henry, en vez de Guillermo Enrique; así figura en ediciones inglesas y en la traducción chilena de “Mansiones verdes”. Varios de los libros así firmados trataban hechos, objetos, costumbres y sentimientos, historias y lugares de la campaña argentina y uruguaya, escritos en un inglés que ciertos comentaristas consideraron desusado, como venido de otra parte. ¿Y no sería quizá de nuestra parte? “Aunque lo escribió en inglés estoy seguro de que lo pensó en nuestro idioma”, opinó Fernando Pozzo y cuando leímos en “Birds of La Plata”, calandria, gallito, benteveo, cardenal, tijereta, cachila, ratona, chingolo, misto, picaflor, hornero, tordo, recordamos haberlos visto volando, cantando, alzando la patita con un gesto de marcha triunfal o meciéndose en una rama de aquí, solo de aquí. Fueron recuerdos, impresiones de nuestra historia, como las revividas entonces: soles, cielos.
Para Hudson la historia pudo ser análoga, más rica, múltiple, diferenciada en episodios, formas, movimientos, colores y sonidos, ámbitos y quehaceres: cortejar, anidar, comer, volar solos, en casal, en bandada, en escuadra por las alturas; espantarse, pelear, esconderse, escapar o pedir alimento alzando la cabecita pelada del pichón, abriendo un piquito amarillo y piando ese primer trabajo de la vida.
¿Qué sentiría él cuando escribía los nombres de sus pájaros en nuestro idioma, surgiendo del texto británico? ¿Acaso recordaba a todos, unidos en cada uno? ¿Evocaba visiones, emociones, sones, o los concebía con el derecho soberano del autor, para que el lector soberano los sintiera a su otro modo, porque tenía otra historia? Hudson no sentía lo mismo que sus pájaros: hambre, miedo, frío, muerte; sentía lo que sentían los pájaros de sus libros: hambre, a la llegada de los padres, volando con comida; miedo, al rechazar volando depredadores; frío, al llegar volando a un refugio; muerte de pájaro, no de humano que la recuerda como la vio. Y siempre vida, energía, movimiento, calor, esplendor y plenitud de nutrirse, de gozar el sexo, de antes y después del miedo, de ignorar la muerte porque es parte de la vida y de sentir el dolor porque duele, pero seguir haciendo lo que hay que hacer.
ESCRIBIR LA VIDA
Escribía el sentir que le inspiraban sus recuerdos de aquellas formas palpitantes, aquellos movimientos gráciles, aquellos colores y sonidos armónicos y vivaces que su trabajo de la prosa inglesa, pensada en nuestro idioma, trasmutaba en hechos artísticos, mensajes de sabiduría, modelos de sensible comprensión de los hechos y las cosas. Hasta las víboras que había encontrado caminando y había recogido para mirar el matiz de sus vientres aterciopelados, el fulgor de sus escamas, y después, el relieve ondulatorio de sus cuerpos perezosos, ganándose al reparo de la sombra. Las apreciaba porque eran armoniosas; las respetaba porque atacaban cuando se sentían amenazadas y, si no, permanecían en una quietud beatífica, gozando la frescura y la humedad, escuchando tal vez unos ruiditos que nadie podría oír, excepto ellas, que se parecían tanto a la calma de los árboles creciendo, de los pastos inclinados hacia el poniente, de los pájaros empollando huevitos azules, marrones o blancos.
Esta era, en él, otro rasgo de conciencia esencial en sus obras: la defensa de la vida. El paisano criado cazando pájaros para la comida familiar, entre cuchilleros y guerras civiles, profesaba el mandato de no matar, de comprender. A veces parecía justificar aquellas violencias: por ejemplo, en episodios de “La tierra purpúrea”, pero no; él - es decir, su protagonista en la novela que era y no era él - las testimoniaba como hechos normales de la existencia social y de sus funciones naturales: “...no es cierto que las comunidades que con más frecuencia nos horrorizan con crímenes violentos sean moralmente peor que otras. Una comunidad en la que no hay muchos crímenes no puede ser moralmente sana... En tal pueblo no podría existir la voluntad individual o un saludable y libre movimiento de las pasiones y por consiguiente tampoco ningún crimen... “Deberíamos observar las perturbaciones del espíritu - dice Spinoza - no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades tan de ella como lo son el carácter de la atmósfera, el calor, las tempestades” (página 307). Otras veces las rechazaba con la patética elocuencia del relato, como en “El ombú” y en “Mansiones verdes”, porque no eran necesarias.
CULTURA RURAL
No matar era respetar las vidas y gozar con su presencia y relación: implicaba que la civilización industrial urbana en la cual actuó durante medio siglo, elaborando sus escritos y relaciones sociales, no era la actividad que lo identificaba como un verdadero sabio de la vida. El añoraba su cultura rural, la criolla, sus treinta y dos años vividos entre pájaros y gauchos, indios de Río Negro y estancieros de la patria vieja. Pero también comprendía a la ciudad, criticando sus defectos:
Acaso sea esta su mejor biografía: la emigración del campo criollo, donde le faltaron recursos para subsistir y aprender ornitología, a la ciudad inglesa donde fue pobre, tuvo frío y añoró los placeres perdidos que lo habían estructurado como un extraño de otros valores materiales e intelectuales que no fueran la literatura y la ciencia correspondientes a su existencia anterior.
Para los demás personajes había siempre mate, un pedazo de carne asada, a menudo puchero, a veces otros platos como los de aquella generosa, sudorosa y grasienta Candelaria y su marido John Carrik Fergus, el de “Mugre y libertad” que festejó Ezequiel Martínez Estrada en el ensayo insuperable: “Estética y filosofía de Guillermo Enrique Hudson”.
Con su permiso, nosotros opinaríamos: estética romántica, historietista, paisajística, sentimental; filosofía vitalista, panteísta, anarquista, hedonista:
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