Eduardo S. Calamaro (1991) *
En nuestro país es llamado
Guillermo Enrique Hudson y considerado escritor argentino, como que había
nacido hace ciento cincuenta años en el viejo partido de Quilmes, el 4 de
agosto de 1841. Aquí había vivido hasta los treinta y dos años; había observado
pájaros desde la infancia, en jornadas que le llevaron la mayor parte de su vida,
con estudios metódicos, recorridas a caballo por la provincia, el Uruguay y
Río Negro, faenas de estancia y la contemplación embelesada de cuerpitos
trémulos, de plumajes luminosos, de trinos exultantes que supo recordar,
escribir, revivir y realzar en sus libros, como los objetos más preciosos de la
existencia; como a “Una cierva en el parque de
Richmond”.
En 1874, cuando se fue a Inglaterra, donde escribió sus veintisiete libros, era eso, un paisano de a caballo… “un producto genuino del suelo y de las costumbres argentinas y sudamericanas”, escribió Ezequiel Martínez Estrada; un lector instruido por su madre con libros de Europa, un emigrado que nunca olvidó la patria, es decir, la pampa húmeda, sus queridos animalitos, sus paisajes inmensos y sus personajes extraordinarios: “En el momento de oírlo y luego de verlo - escribió de un cardenal enjaulado - realmente me pareció que el pájaro me había reconocido como alguien de su mismo distante país y que su fuerte llamado era un alegre saludo a un compañero de destierro visto por casualidad en una callejuela de Londres”.
El también era un cardenal desterrado y los trinos, los gorjeos, los gritos de entusiasmo que profería en sus escritos también eran saludos, alegres al invocar los campos y su gente, los aires y sus bandadas de mistos, golondrinas, flamencos, y los patos silvestres que también emigraban del otoño sudamericano como él, en abril. Pero nunca volvió.
En 1874, cuando se fue a Inglaterra, donde escribió sus veintisiete libros, era eso, un paisano de a caballo… “un producto genuino del suelo y de las costumbres argentinas y sudamericanas”, escribió Ezequiel Martínez Estrada; un lector instruido por su madre con libros de Europa, un emigrado que nunca olvidó la patria, es decir, la pampa húmeda, sus queridos animalitos, sus paisajes inmensos y sus personajes extraordinarios: “En el momento de oírlo y luego de verlo - escribió de un cardenal enjaulado - realmente me pareció que el pájaro me había reconocido como alguien de su mismo distante país y que su fuerte llamado era un alegre saludo a un compañero de destierro visto por casualidad en una callejuela de Londres”.
El también era un cardenal desterrado y los trinos, los gorjeos, los gritos de entusiasmo que profería en sus escritos también eran saludos, alegres al invocar los campos y su gente, los aires y sus bandadas de mistos, golondrinas, flamencos, y los patos silvestres que también emigraban del otoño sudamericano como él, en abril. Pero nunca volvió.
HISTORIAS Y LUGARES DE LA CAMPAÑA
Fuera de nuestro país era llamado W. H. Hudson, por William Henry, en vez de Guillermo Enrique; así figura en ediciones inglesas y en la traducción chilena de “Mansiones verdes”. Varios de los libros así firmados trataban hechos, objetos, costumbres y sentimientos, historias y lugares de la campaña argentina y uruguaya, escritos en un inglés que ciertos comentaristas consideraron desusado, como venido de otra parte. ¿Y no sería quizá de nuestra parte? “Aunque lo escribió en inglés estoy seguro de que lo pensó en nuestro idioma”, opinó Fernando Pozzo y cuando leímos en “Birds of La Plata”, calandria, gallito, benteveo, cardenal, tijereta, cachila, ratona, chingolo, misto, picaflor, hornero, tordo, recordamos haberlos visto volando, cantando, alzando la patita con un gesto de marcha triunfal o meciéndose en una rama de aquí, solo de aquí. Fueron recuerdos, impresiones de nuestra historia, como las revividas entonces: soles, cielos.
Para Hudson la historia pudo ser análoga, más rica, múltiple, diferenciada en episodios, formas, movimientos, colores y sonidos, ámbitos y quehaceres: cortejar, anidar, comer, volar solos, en casal, en bandada, en escuadra por las alturas; espantarse, pelear, esconderse, escapar o pedir alimento alzando la cabecita pelada del pichón, abriendo un piquito amarillo y piando ese primer trabajo de la vida.
¿Qué sentiría él cuando escribía los nombres de sus pájaros en nuestro idioma, surgiendo del texto británico? ¿Acaso recordaba a todos, unidos en cada uno? ¿Evocaba visiones, emociones, sones, o los concebía con el derecho soberano del autor, para que el lector soberano los sintiera a su otro modo, porque tenía otra historia? Hudson no sentía lo mismo que sus pájaros: hambre, miedo, frío, muerte; sentía lo que sentían los pájaros de sus libros: hambre, a la llegada de los padres, volando con comida; miedo, al rechazar volando depredadores; frío, al llegar volando a un refugio; muerte de pájaro, no de humano que la recuerda como la vio. Y siempre vida, energía, movimiento, calor, esplendor y plenitud de nutrirse, de gozar el sexo, de antes y después del miedo, de ignorar la muerte porque es parte de la vida y de sentir el dolor porque duele, pero seguir haciendo lo que hay que hacer.
ESCRIBIR LA VIDA
Escribía el sentir que le inspiraban sus recuerdos de aquellas formas palpitantes, aquellos movimientos gráciles, aquellos colores y sonidos armónicos y vivaces que su trabajo de la prosa inglesa, pensada en nuestro idioma, trasmutaba en hechos artísticos, mensajes de sabiduría, modelos de sensible comprensión de los hechos y las cosas. Hasta las víboras que había encontrado caminando y había recogido para mirar el matiz de sus vientres aterciopelados, el fulgor de sus escamas, y después, el relieve ondulatorio de sus cuerpos perezosos, ganándose al reparo de la sombra. Las apreciaba porque eran armoniosas; las respetaba porque atacaban cuando se sentían amenazadas y, si no, permanecían en una quietud beatífica, gozando la frescura y la humedad, escuchando tal vez unos ruiditos que nadie podría oír, excepto ellas, que se parecían tanto a la calma de los árboles creciendo, de los pastos inclinados hacia el poniente, de los pájaros empollando huevitos azules, marrones o blancos.
Fuera de nuestro país era llamado W. H. Hudson, por William Henry, en vez de Guillermo Enrique; así figura en ediciones inglesas y en la traducción chilena de “Mansiones verdes”. Varios de los libros así firmados trataban hechos, objetos, costumbres y sentimientos, historias y lugares de la campaña argentina y uruguaya, escritos en un inglés que ciertos comentaristas consideraron desusado, como venido de otra parte. ¿Y no sería quizá de nuestra parte? “Aunque lo escribió en inglés estoy seguro de que lo pensó en nuestro idioma”, opinó Fernando Pozzo y cuando leímos en “Birds of La Plata”, calandria, gallito, benteveo, cardenal, tijereta, cachila, ratona, chingolo, misto, picaflor, hornero, tordo, recordamos haberlos visto volando, cantando, alzando la patita con un gesto de marcha triunfal o meciéndose en una rama de aquí, solo de aquí. Fueron recuerdos, impresiones de nuestra historia, como las revividas entonces: soles, cielos.
Para Hudson la historia pudo ser análoga, más rica, múltiple, diferenciada en episodios, formas, movimientos, colores y sonidos, ámbitos y quehaceres: cortejar, anidar, comer, volar solos, en casal, en bandada, en escuadra por las alturas; espantarse, pelear, esconderse, escapar o pedir alimento alzando la cabecita pelada del pichón, abriendo un piquito amarillo y piando ese primer trabajo de la vida.
¿Qué sentiría él cuando escribía los nombres de sus pájaros en nuestro idioma, surgiendo del texto británico? ¿Acaso recordaba a todos, unidos en cada uno? ¿Evocaba visiones, emociones, sones, o los concebía con el derecho soberano del autor, para que el lector soberano los sintiera a su otro modo, porque tenía otra historia? Hudson no sentía lo mismo que sus pájaros: hambre, miedo, frío, muerte; sentía lo que sentían los pájaros de sus libros: hambre, a la llegada de los padres, volando con comida; miedo, al rechazar volando depredadores; frío, al llegar volando a un refugio; muerte de pájaro, no de humano que la recuerda como la vio. Y siempre vida, energía, movimiento, calor, esplendor y plenitud de nutrirse, de gozar el sexo, de antes y después del miedo, de ignorar la muerte porque es parte de la vida y de sentir el dolor porque duele, pero seguir haciendo lo que hay que hacer.
ESCRIBIR LA VIDA
Escribía el sentir que le inspiraban sus recuerdos de aquellas formas palpitantes, aquellos movimientos gráciles, aquellos colores y sonidos armónicos y vivaces que su trabajo de la prosa inglesa, pensada en nuestro idioma, trasmutaba en hechos artísticos, mensajes de sabiduría, modelos de sensible comprensión de los hechos y las cosas. Hasta las víboras que había encontrado caminando y había recogido para mirar el matiz de sus vientres aterciopelados, el fulgor de sus escamas, y después, el relieve ondulatorio de sus cuerpos perezosos, ganándose al reparo de la sombra. Las apreciaba porque eran armoniosas; las respetaba porque atacaban cuando se sentían amenazadas y, si no, permanecían en una quietud beatífica, gozando la frescura y la humedad, escuchando tal vez unos ruiditos que nadie podría oír, excepto ellas, que se parecían tanto a la calma de los árboles creciendo, de los pastos inclinados hacia el poniente, de los pájaros empollando huevitos azules, marrones o blancos.
Las había dejado en el
suelo, mirándolas alejarse sin rumor y se iba, hasta que muchos años después
las escribía como a personajes de sus relatos, para nada espantables, porque
enseñaba que el horror que provocan es por prejuicio y no se debería escapar a
buscar un palo para aplastarlas sino dejarlas en paz y disfrutar con su
aspecto moroso, su color matizado y frutal, su lento reptar en el polvo que no
las ensucia porque son libres, son dignas de vivir y los hombres son dignos de
vivir y gozar con humanos, animales y plantas, para ser más humanos. Esta es
su enseñanza: convivir y disfrutar.
No es
una lección de conservacionismo; Hudson no solicitaba clemencia para los
animales que ya veía desaparecer. Tampoco es un himno a la fraternidad de
todos los seres creados, al modo de San Francisco de Asís. Es una visión
comprensiva de la realidad, expresada con la sensibilidad de quien había sido
humanizado así y había aprendido que accedemos a la cultura mediante una
capacitación creciente en el conocimiento de los hechos y que conocer a los
animales, las plantas y los hombres de nuestro espacio requiere más que
observarlos y clasificarlos, enjaularlos, domesticarlos o embalsamarlos;
requiere apreciar valores que no son nuestros sino de ellos y disfrutar con su
gracia, celebrando su vida en el paisaje, su libertad en la necesidad, y su
destino en el esfuerzo por vivir y ser libres. El adquirió esa capacidad y
quiso, al parecer, que todos la lograran; por esto sus escritos son alegres
saludos, invocaciones tácitas a que lo hagamos así, para ser así. Escribir a
su respecto que fue un ser superior es entender la cultura y atribuirle una
ética.
Esta era, en él, otro rasgo de conciencia esencial en sus obras: la defensa de la vida. El paisano criado cazando pájaros para la comida familiar, entre cuchilleros y guerras civiles, profesaba el mandato de no matar, de comprender. A veces parecía justificar aquellas violencias: por ejemplo, en episodios de “La tierra purpúrea”, pero no; él - es decir, su protagonista en la novela que era y no era él - las testimoniaba como hechos normales de la existencia social y de sus funciones naturales: “...no es cierto que las comunidades que con más frecuencia nos horrorizan con crímenes violentos sean moralmente peor que otras. Una comunidad en la que no hay muchos crímenes no puede ser moralmente sana... En tal pueblo no podría existir la voluntad individual o un saludable y libre movimiento de las pasiones y por consiguiente tampoco ningún crimen... “Deberíamos observar las perturbaciones del espíritu - dice Spinoza - no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades tan de ella como lo son el carácter de la atmósfera, el calor, las tempestades” (página 307). Otras veces las rechazaba con la patética elocuencia del relato, como en “El ombú” y en “Mansiones verdes”, porque no eran necesarias.
CULTURA RURAL
No matar era respetar las vidas y gozar con su presencia y relación: implicaba que la civilización industrial urbana en la cual actuó durante medio siglo, elaborando sus escritos y relaciones sociales, no era la actividad que lo identificaba como un verdadero sabio de la vida. El añoraba su cultura rural, la criolla, sus treinta y dos años vividos entre pájaros y gauchos, indios de Río Negro y estancieros de la patria vieja. Pero también comprendía a la ciudad, criticando sus defectos:
Esta era, en él, otro rasgo de conciencia esencial en sus obras: la defensa de la vida. El paisano criado cazando pájaros para la comida familiar, entre cuchilleros y guerras civiles, profesaba el mandato de no matar, de comprender. A veces parecía justificar aquellas violencias: por ejemplo, en episodios de “La tierra purpúrea”, pero no; él - es decir, su protagonista en la novela que era y no era él - las testimoniaba como hechos normales de la existencia social y de sus funciones naturales: “...no es cierto que las comunidades que con más frecuencia nos horrorizan con crímenes violentos sean moralmente peor que otras. Una comunidad en la que no hay muchos crímenes no puede ser moralmente sana... En tal pueblo no podría existir la voluntad individual o un saludable y libre movimiento de las pasiones y por consiguiente tampoco ningún crimen... “Deberíamos observar las perturbaciones del espíritu - dice Spinoza - no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades tan de ella como lo son el carácter de la atmósfera, el calor, las tempestades” (página 307). Otras veces las rechazaba con la patética elocuencia del relato, como en “El ombú” y en “Mansiones verdes”, porque no eran necesarias.
CULTURA RURAL
No matar era respetar las vidas y gozar con su presencia y relación: implicaba que la civilización industrial urbana en la cual actuó durante medio siglo, elaborando sus escritos y relaciones sociales, no era la actividad que lo identificaba como un verdadero sabio de la vida. El añoraba su cultura rural, la criolla, sus treinta y dos años vividos entre pájaros y gauchos, indios de Río Negro y estancieros de la patria vieja. Pero también comprendía a la ciudad, criticando sus defectos:
“Oh!
Civilización con tus millares de reglas convencionales, tu gazmoñería que
corroe el alma y cuerpo, tu inútil educación de la infancia, tu asistencia a la
iglesia en ropa dominguera, tu ansia antinatural por la limpieza y afiebradas
luchas por comodidades que no traen consuelo al corazón, ¿acaso no eres todo un
error? (...) Todos buscamos erradamente la felicidad. La tuvimos en un tiempo y
fue nuestra, pero la despreciamos, pues solo era la antigua y común felicidad
que la Naturaleza brinda a todos sus hijos y nos alejamos de ella y nos fuimos
en busca de una felicidad más grande que algún soñador - Bacon y otro - nos
aseguró que hallaríamos"
(“La
tierra purpúrea”, páginas 234 y siguientes, Santiago Rueda Editor, Buenos
Aires, 1951)
Acaso sea esta su mejor biografía: la emigración del campo criollo, donde le faltaron recursos para subsistir y aprender ornitología, a la ciudad inglesa donde fue pobre, tuvo frío y añoró los placeres perdidos que lo habían estructurado como un extraño de otros valores materiales e intelectuales que no fueran la literatura y la ciencia correspondientes a su existencia anterior.
Acaso sea esta su mejor biografía: la emigración del campo criollo, donde le faltaron recursos para subsistir y aprender ornitología, a la ciudad inglesa donde fue pobre, tuvo frío y añoró los placeres perdidos que lo habían estructurado como un extraño de otros valores materiales e intelectuales que no fueran la literatura y la ciencia correspondientes a su existencia anterior.
Y como culminación de los sentimientos
localizados en la comunidad rural y los paisajes naturales, exaltó la
seducción de algunas mujeres de los campos rioplatenses y del bosque
venezolano, describiéndolas hermosas, a veces tristes y siempre subyugantes
como ninguna otra creación de su fantasía: la rubia Margarita, callada,
mórbida; Mónica, la del idilio en el monte florecido; Dolores Zelaya, la
revolucionaria del partido Blanco; Tránsito, amada del general Santa Coloma que
la perdió, “el espíritu del viento y el
sol”; Cleta, “la tentadora y picara
hechicera”; Demetria Peralta, la estanciera de Rocha, que se fugó del
maligno que la acosaba; Rima, hada del bosque, protectora de los animales,
encendida de amor, y Cipriana... “vestida
de blanco, montada en un doradillo de gran alzada, precedida por su amante.
Al verme diéronse los ‘buenos días’ y siguieron galopando, riéndose alegremente
del inesperado encuentro. Y yo la evoco ahora, surgiendo espléndida y
atractiva, con aquel vestido blanco, plena de vida y excitación, bajo los rayos
del ardiente sol, con la cara sonrosada por el calor y cabalgando su brioso pingo".
Era
vida; tanta vida que en sus obras pudo omitir miserias y carencias de la
población rural; hasta las hambrunas que no se imaginaban en estas partes del
mundo, pero que dejaron muerto a su mendigo de largo gabán de cuero, en una
loma de Quilmes.
Para los demás personajes había siempre mate, un pedazo de carne asada, a menudo puchero, a veces otros platos como los de aquella generosa, sudorosa y grasienta Candelaria y su marido John Carrik Fergus, el de “Mugre y libertad” que festejó Ezequiel Martínez Estrada en el ensayo insuperable: “Estética y filosofía de Guillermo Enrique Hudson”.
Con su permiso, nosotros opinaríamos: estética romántica, historietista, paisajística, sentimental; filosofía vitalista, panteísta, anarquista, hedonista:
Para los demás personajes había siempre mate, un pedazo de carne asada, a menudo puchero, a veces otros platos como los de aquella generosa, sudorosa y grasienta Candelaria y su marido John Carrik Fergus, el de “Mugre y libertad” que festejó Ezequiel Martínez Estrada en el ensayo insuperable: “Estética y filosofía de Guillermo Enrique Hudson”.
Con su permiso, nosotros opinaríamos: estética romántica, historietista, paisajística, sentimental; filosofía vitalista, panteísta, anarquista, hedonista:
“La
felicidad no la perdí jamás... así fue como, en mis peores días, en Londres,
cuando estaba obligado a vivir por largos períodos, enfermo, pobre y sin
amigos, yo podía sentir que era infinitivamente mejor ser que no ser.”
Entonces
volvía a levantarse, a contemplar otros gorriones y a escribirnos cuánto había
amado a su patria.
Para Clarín, ‘Cultura y Nación’, 1991.
Compilación y compaginación de Prof. Chalo Agnelli
hudsonisno
* Eduardo Samuel Calamaro, nació en 1917. Padre de los
músicos Andrés y Javier Calamaro. Poeta, intelectual, político, periodista y abogado de
profesión. Co-fundador de la revista “Qué”. Perteneció al círculo fundador de
la revista “Sur”. Abogado de previsión social. Participó del nacimiento al
desarrollismo, junto a Rogelio Frigerio, Arturo Frondizi y Oscar Camilión,
entre otros, quienes constituyeron la "usina intelectual" del
frondizismo. Autor, entre otros, de: “Caramillo” (poemas) "Historia de una
traición argentina" (ensayo), "La novela de la Argentina"
(novela), "La Cultura Nacional, Examen Crítico", "El proyecto y
la muerte". La Sociedad Argentina de Escritores (SADE) le otorgó el Gran
Premio de Honor a la trayectoria. La última entrevista de su vida la dió al
diario LA CAPITAL, publicada el 11 de mayo de 2008, bajo el título: "Néstor
Kirchner fue industrialista y sirvió para salir de la crisis". Tenía
una mirada positiva del gobierno kirchnerista, que veía más como desarrollista
que como peronista. Murió a los 99 años en 2016 (Foto 'La Capital')
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