jueves, 17 de abril de 2014
Laura Fernández
En la Inglaterra victoriana y casi a los ochenta años,
William Henry Hudson recuerda que en las pampas bonaerenses fue Guillermo
Enrique. Y lo escribe. A mediados de los años veinte, algunos escritores
argentinos se acuerdan de este paisano que emigró joven y descubren una
inquietante obra completa que parece gaucha pero está en inglés. Fue necesario
que nos visitara el poeta indio Tagore y preguntara a sus anfitriones de la
revista Sur qué más podía leer de uno de sus autores preferidos para que, avergonzados
por el olvido, se propusieran recuperarlo. Así, durante las próximas tres
décadas aparecerán prólogos, artículos y libros sobre William y sobre
Guillermo, según lo que busquen cifrar en ese nombre que bien leído podría
significar la patria.
Entusiasmados, los comentaristas ensayan aposiciones más
o menos reveladoras como gigante pampeano, naturalista sapientísimo, viejo
comedor de caracú, hijo pródigo, el más criollo de los escritores nacidos a
orillas del Plata, británico y también hombre de nuestra llanura, verdadero
sentidor de la pampa, escritor inglés, gaucho desprovisto de todo aditamento y
ornato puramente externos, angloargentino, autodidacta, nómade contemplativo,
intérprete romántico del Nuevo Mundo, inglés chascomusero y hombre de ciencia
universal, viajero empedernido, primer lector argentino de "El origen de
las especies", romántico inveterado, y barbecho de viñas nórdicas regado
con el agua de la pampa. (1)
Aunque algunos se reúnen en la Asociación Amigos de Hudson y
otros, como Astrada, los acusan de panegiristas rastacueros, todos intentan
encontrar en la biografía señales para entender la obra. ¿Es argentino o
inglés?, ¿Científico o poeta?, ¿Naturalista o escritor?
LA PATRIA EN LA
LENGUA
Que la lengua contiene la patria y que la patria se dice en
la lengua son fórmulas repetidas hasta que escandalosas convivencias de dichos
pamperos y ruiseñores británicos vienen a impugnarlas. Guillermo Ara hace el
patriótico esfuerzo de encontrar en la prosa inglesa de Hudson los ecos gauchescos
de algunos giros. (2) Por ejemplo, My faults are more numerous that the spots
on the wild cat podría ser frase que un Martín Fierro hubiera dicho como Tengo
más vicios que manchas el gato salvaje, para más tarde exclamar algo así como
Madrecita de mi alma! o Little mother of my soul!
Para sus lectores británicos, Hudson fue un exotismo dentro
de lo exótico de la literatura de lejanías ya que, más cerca que las pampas,
les eran las Áfricas que colonizaban con mayor contundencia. Sin embargo, las
llanuras recorridas a caballo por esos hombres barbados y contadas en la voz
del imperio mechada por palabras de cándida extranjería, bastaron para
reconocer en William Henry un escritor compatriota que recibió, pese a la
resistencia apuntada por sus biógrafos, una pensión de la corona. Pero, ay de
las erratas; nuestro pampeanísimo autor parece decir maté a la sagrada infusión
que ya no toma y pechicho a los cuzcos que se le cruzan. Aunque Ara lo vuelve a
salvar de lo que Hudson no se hubiera avergonzado señalando que, con toda
probabilidad, el error provenga de los editores ingleses. Y para librarnos de
toda duda, Fernando Pozzo se cartea con Robert Cunninghame Graham -Don Roberto
de tanto andar por estos parajes- y confirma que su amigo era un gaucho de
viejo cuño encolumnado en una lista de genios que incluye a Dante, Shakespeare,
Cervantes y Conrad.
Pese a los arrebatos de sus admiradores, Hudson resiste
mejor que otros todo intento de brutal nacionalización. De padres
norteamericanos protestantes, esquiva la evidencia del registro en la Methodist
Episcopal Church - que lo indica nacido en el campo "Los Veinticinco
Ombúes" de Quilmes el 4 de agosto de 1841- tanto como la fuerza de lo
telúrico que conectaría su prosa con lo más hondo de la tierra (pampeana y
argentina). Aquí es nombrado y no bautizado William Henry, a pesar del
Dominguito que los vecinos criollos le agregan por respetar el calendario.
Familiaridad que para algunos lo convertiría en un mismísimo gaucho aunque
sabemos que no es fácil definir si es el caballo, la indumentaria o la payada
lo que hace gaucho a un hombre. De las chinas sabemos menos pero tampoco el
matrimonio lo hace argentino porque salvo un temprano enamoramiento local, la
elegida para casarse es Emily Wingrave,
señora mayor y convenientemente dueña
de la pensión que lo hospeda en Londres. Habrá que explicar, entonces, por qué
un patriota deja la tierra donde vio la luz o que lo vio nacer, aunque para eso
está la hipótesis romántica en la que alguna dama prohibida o algún rechazo mal
dado lo hayan despechado y puesto sobre el vapor Ebro en 1874. Sin embargo, los
líos de polleras opacan la imagen de galante asexuado que tanto irrita a Alicia
Jurado, una de sus más prolijas intérpretes pese a las resistencias del autor a
toda póstuma biografía. Hasta el final las mujeres parecemos haber perturbado a
Hudson quien se declara tan conmovido en su presencia como ante las serpientes
o la Naturaleza confirmando, una vez más, símbologías
que cargamos desde Eva.
Este temprano militante de la ecología nos recomienda en artículos varios que
dejemos de usar plumas en los sombreros y será, el resto de su vida, segundo de
la Sociedad Protectora de Aves presidida por señoras de paso sufragistas. Coherente hasta la exageración, la versión más corriente de su
partida es que no soportó ver a su pampa alambrada y a sus pájaros asesinados
por los despreciables italianos que llegaban en bandadas. Prefirió recordarla
salvaje y virgen, ajena a los cultivos extensivos y a las vías férreas que la
anudarían en abanico cerrado sobre el puerto de Buenos Aires. Lo cierto es que
desembarca en Southampton el año que termina la presidencia de Sarmiento pero
no recuerda especialmente al desterrado que hizo el mismo camino unos años
atrás para alegría del reciente mandatario. También apodado "el
inglés", quizás por sus ojos celestes, Rosas lo había fascinado de un modo
que recuerda a los primeros que se atreverán a expresar, unos años después, que
Juan Manuel habrá sido asesino pero su
originalidad y su talento para el terror
eran únicos. El niño William había copiado el respeto que su padre Daniel le
prodigaba al Restaurador pero, más tarde, alimenta ese sentimiento con una
anécdota popular que muestra al Tirano perdonando un reo sólo porque lo
conmueve su descripción del benteveo. Ese gesto delicado y magnificente
conmueve a su vez a Hudson quien, ya mayor, tienta una leve disculpa por su
distracción aunque hace nueva gala de su indiferencia política partidaria o de
su falta de corrección política cuando, al pasar por las tierras del exilio de
Mr. Rose, sólo comenta qué lindos pajaritos la habitaban.
El gobierno de la mazorca pertenecía a su infancia, es el
color de fondo que describe en su primera novela "The purple land"
editada en 1885 pero leída con éxito mucho tiempo después cuando pierde el
subtítulo that England lost. El diario "La Nación", en Buenos Aires,
había publicado un año antes el relato "La confesión de Pelino Viera"
donde ya aparecían, aunque todavía carecieran de críticos notables, las peripecias
de una traducción cultural más que compleja entre lenguas, culturas y tiempos.
Hudson había aprendido el inglés doméstico de su hogar, el anglosajón culto de
una biblioteca generosa pero detenida un siglo antes y el castellano oral y
agauchado con el que trabajó en el campo como uno más. A pesar del mil gracias
o el mi amigo con los que se divierte en sus cartas, desconoce la ortografía;
aunque algunos autores pretenden que pensaba en español y que la traducción se
operaba bajo los efectos de una nostalgia de la que no pudo recuperarse. A los
polemistas se les nota la vieja discusión por la literatura nacional porque si
el color local es purple y el autor asegura su pertenencia a la gauchesca
hablando de los gauchos pero no recuerda cómo hablan, habrá que abandonar las avanzadas
nacionalistas sobre Hudson o aceptar que la patria no se agota en la
descripción de una tropilla. Fácil es presentir la intervención del Borges
criollista quien en "El tamaño de mi esperanza" (1926) reseña La
tierra cárdena indicando, sin ninguna "d" final, que es un libro más
nuestro que una pena, sólo alejado de nosotros por el idioma inglés, de donde
habrá que restituirlo un día al purísimo criollo en el que fue pensado. Claro
que de ese libro abjura para sí mantener hasta "Otras inquisiciones"
el comentario Sobre The purple land. Pasando por un abreviada Nota a La tierra
purpúrea para la Antología de Hudson que publicará Losada en 1941 y donde,
curiosamente, se ha suprimido: Una observación última. Percibir o no los
matices criollos es quizá baladí, pero el hecho es que de todos los extranjeros
(sin excluir, por cierto a los españoles) nadie los percibe sino el inglés.
Miller, Robertson, Burton, Cunninghame Graham, Hudson.
Si lo que deslumbra al Borges maduro es la superación de
todo pintorequismo a través de la comunión de un duelo de cuchillos entre
paisanos y una cita de Stevenson, lo que conmoverá a Martínez Estrada es la
vitalidad desbordante, cierto aire aristocrático de quien desconfía de las
multitudes y el gusto compartido por los pájaros de la zona. La inquietante
extranjería en su idioma inglés bien castizo hace de Hudson un instrumento útil
para confrontar la canonización gaucha y nacionalista. Nada puede decirse en
purísimo criollo y poco puede lograr la empobrecida literatura nacional
apropiándose autores de otras tradiciones. Mejor será buscar en la ineludible
traducción las posibilidades reales para las letras argentinas siempre en
diálogo con la literatura universal. En ese sentido, "El mundo maravilloso
de Guillermo Enrique Hudson" de Martínez Estrada termina citando a Hamlet
igual que el "Far away and long ago" de su reseñado.
Aquí deberíamos indicar lo que dicen varios pero Michel
Foucault escribe más fácil que todos: el lenguaje no expresa las cosas tan
fielmente como pretendemos y, por lo tanto, estamos condenados y fascinados por
interpretaciones infinitas y en combate, que si pueden ocultar su condición de
tal presentándose como definitivas y naturales, mejor. El Hudson es nuestro de
Martínez Estrada o el Hudson es inglés de Borges parecen no aceptar otra
lectura que la literal pero no son más que otras de las numerables
interpretaciones que construyen nuevos sentidos, algunos otros Hudson y varias
modalidades de lo nuestro. Así resultan paradojas como la de la "Revista
Hispánica Moderna" cuyo dossier se denomina Guillermo Enrique Hudson visto
por los argentinos, sugiriéndonos una nueva forma de la ciudadanía que no tiene
un lugar fijo ni en las cartografías ni en las mitificaciones.
Tanto como en el idioma, la patria parece estar inscripta en
el paisaje pero aquí las discusiones se tornan geológicas, topográficas y hasta
poéticas. ¿Cuál de todas las pampas nos cuenta Hudson? ¿La ondulada del
litoral, la vecina y oriental del Uruguay, la reseca de "Días de ocio en
la Patagonia"? Jurado señala enojada que los amistosos comentaristas
confunden nación y paisaje. Nosotros diríamos que quieren confundirlos para
ligar de una vez territorio-nación-idioma como una cifra que todo lo explique y
que distinga lo nacional de lo foráneo. Sin proponérselo, Hudson la hace
estallar amablemente porque su pampa es la del recuerdo infantil con todas sus
trampas y no la del cruce entre tales paralelos y cuales meridianos; su pueblo
es un conjunto de vecinos vistosos pero alejados del mito gaucho y su idioma es
el inglés que eligió para escribir, entre otras cosas, sus treinta y tres años
de vida argentina. El exilio no le asegura el reconocimiento inmediato. Varios
años en Londres soportará la pobreza que es más dramática según el grado de
heroísmo que quieran sostener sus relatores. Mientras sus artículos científicos
mejoran al adquirir el inglés técnico de la Historia Natural, gana algo de
dinero con Chester Waters rastreando árboles genealógicos para norteamericanos
ansiosos de nobleza europea. Nadie lo ha mandado a emigrar y tampoco nadie le
pidió volver como sí hacía la corona con esos enviados ilustres que llamamos
viajeros ingleses del siglo XIX. Por la certera descripción de nuestro paisaje
podríamos contar entre ellos a Hudson. Dos datos a favor de este intento: la
repugnante fascinación del matadero y la metáfora de la pampa como mar. Pero,
nacer en Quilmes y ser criado en Chascomús (?) invalida toda pertenencia creíble a
las huestes de Head; además, sus textos son inútiles para informar las
potencialidades económicas de la región. En ellos no hay mensuras ni
contadurías sino alguna que otra avispa y un montón de pájaros.
LOS NATURALISTAS
VAGAN HASTA QUE REINA AMEGHINO
Hasta el siglo XIX, el inventario de las llanuras
sudamericanas había estado a cargo de algunos visitantes mandados a sopesar las
posibilidades de la región a favor de la industria, la política, la ciencia o
la literatura de entretenimiento europeas. Falkner, calvinista devenido
misionero jesuita, se aleja del río hacia 1750 para habitar entre los tratables
indios que rodean la Laguna de los Padres. La falta de espejitos y alimentos
básicos despierta la sempiterna incivilidad indígena y hace fracasar la
bienintencionada Reducción del Pilar. Expulsado y vuelto a Inglaterra, el padre
Tomás Falkner redacta sus memorias que son retocadas por William Combe,
afanosamente dedicado a convertirlas en un informe de utilidad pública
indicando posibles puertos y peces comestibles, por las dudas que los navíos
reales tuvieran que hacer un día las invasiones inglesas.
Además de médico, profesor y sacerdote, Falkner es un
naturalista que no sólo apunta su encuentro con un yaguarú y la variedades del
gato salvaje sino que rasca la superficie para encontrar unas pocas vértebras e
intuir que por debajo las pampas tienen mucho más que decir. Su
"Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del
Sur" es publicada y criticada aquí por Pedro de Angelis, editor por
excelencia de quien en 1833 se aventura en una temprana conquista que le vale
el título de héroe del desierto. En esa expedición hacia el sur, Rosas rescata
cautivos, asegura las endebles fronteras y se cruza con un joven naturalista
inglés contento de que tan eximio jinete y comandante lo recibiera. Pudoroso de
ese deslumbramiento casi adolescente, Charles R. Darwin anotará al pie del
libro sobre su viaje por esta parte del mundo que, vistos los hechos
posteriores, la Confederación no era tan buena y sí tan irregular como parecía.
Sabe de las pampas porque ha leído al padre Falkner pero mucho más va a saber
cuando abandone nuestras tierras repleta de ideas su cabeza acerca de las
edades del planeta. El hecho de que todo se le haya ocurrido en esta superficie
rala pero bondadosa en datos geológicos, alcanza para contarlo entre nuestros
científicos, según propone Sarmiento cuando le toca hablar bien de Carlos
Roberto Darwin recién fallecido.
Hudson recibe de regalo El origen de las especies y a pesar
de rendirse ante el impacto de sus tesis, no deja de criticar a su autor en
cuanto tiene oportunidad obligándolo, incluso, a rectificarse. Darwin olvidó
esto, omitió aquello, confundió lo evidente y, el colmo de las faltas, no
registró la belleza musical de las aves patagónicas. Un participante más amable
en el extendido epistolario con el que Darwin recaba los datos para la teoría
que explicará todo, es el naturalista bonaerense Francisco Javier Muñiz. Su
biografía parece una colección de hitos nacionales: lucha en las invasiones
inglesas, destaca como teniente coronel en la batalla de Ituzaingó, es miembro
de la Convención Constitucional de 1853, con más de setenta años participa de
la Guerra del Paraguay y muere en plena batalla contra la fiebre amarilla.
Sarmiento rescata más que fervoroso su obra civilizatoria; cómo no hacerlo con
un soldado omnipresente, médico de parturientas, investigador de la vacuna
indígena, naturalista excavador, canciller espontáneo y vindicador del ñandú
argentino ante la infamia de que, como el de África, escondería la cabeza para
evitarse el peligro.
El descubridor del extinto Muñifelis bonariensis produce una
variación de la metáfora marítima al ver el campo como una sirena que encanta o
aquerencia a riesgo de que el gaucho deje sus huesos blanquiando entre las pajas
o a orillas de una laguna. (Muñiz) Los otros huesos, de gliptodontes y
megaterios que él había arrancado a orillas del río Luján, son enviados
prolijamente a Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes para comenzar a
construir la gloriosa historia antediluviana y nacional. Con notas de un rigor
conmovedor y bajo la consigna ¡Viva la Federación!, Muñiz indica al Exmo. Señor
la manera en que deben extraerse los fósiles para armar sin errores la cola
bestial del Clygtodón. Instrucciones vanas porque el Tirano amante de los
benteveos, hace que los cajones sigan viaje directo a los museos de Londres y
París para indignación posterior de Ameghino quien sí podrá repletar de
esqueletos las salas patrióticas de nuestros museos. Tarea desplegada en franca
disputa con Burmeister, sabio alemán que había provocado el encuentro entre el
todavía no perito Moreno y el incipiente excavador William, quien se desprende
de algunos huesos para observar mejor los pájaros sobrevolando la pampa sin
árboles. Cuando más tarde Mr.
Hudson se entretiene con los "Birds in
London" aquí se organiza el culto al eminente Ameghino, tanto como para
peregrinar laicamente hasta su casa en Luján o estamparlo en los libros
escolares como ejemplo cívico. La ciencia natural y nacional se consagra en
otro patriótico centenario obteniendo la personería jurídica como Sociedad
Argentina de Ciencias Naturales en 1916. Sus miembros poco vagan por los campos
y su preocupación es, ahora abastecer con investigaciones edificantes las aulas
que producen, año a año, flamantes argentinos. En esa cruzada, Ameghino es el
más meritorio porque la antigüedad del hombre en el Plata, tal como él la había
datado, nos proclama cuna de la civilización. (González, Horacio) Justo cuando
buscamos emparentarnos con las naciones modernas y para eso montamos un
fabuloso stand en la Exposición Universal de París de 1889 donde premian con
medalla de oro a nuestro sabio, sellando otra imaginación sobre la pampa ahora
paleontológica y estratificada.
Quienes aspiran a incluir en esta genealogía a Hudson, se
topan con una descripción detallada de las flores que gustaban a su madre y,
enseguida, un réquiem emocionado y perdido entre las especificaciones sobre el
modo en que esta planta se reproduce en cierto momento de la primavera en el
cual la hierba es de un color particularmente glorioso. Además, el autor se
jacta de su disfrute del ocio y alardea sobre su falta de instrucción
académica: Llega el anochecer, que pone fin a mi inútil investigación, y digo
inútil con verdadero placer, porque si hay algo que nos sentimos inclinados a
detestar en esta plácida tierra es la doctrina de que todas las investigaciones
que se lleven a cabo en el reino de la naturaleza deben reportar algún
provecho, presente o futuro, para la raza humana.(2) Su amigo, Cunninghame
Graham, le oyó decir heréticamente que preferiría ver perdidas todas las obras
de los griegos antes de que se extinguiera una especie. Hudson no es un
clasificador ni un coleccionista, tan frecuentes en la ciencia moderna, sino un
observador vital que de pequeño cazador en las pampas del degüello pasa a
anciano defensor de ardillas del Hyde Park. Pobre niño autodidacta; quizás, se
lamenta un autor que quisiera contarlo para la ciencia, tendríamos al doctor
Hudson si cerca de los ombúes hubiera habido una escuela, como la del otro
Dominguito, a la cual no faltar nunca. Pero para eso fueron necesarias otras
expediciones del todo más asesinas y también escritas.
El militar Álvaro Barros publica su informe sobre las
"Fronteras y territorios federales de las pampas del sur" en 1872.
Por años ha recorrido la pampa que siente como el océano pero que sabe cruzada
de malones; para atajarlos lo enviaron a la frontera. Desde allí denuncia las
corrupciones oficiales y la arbitrariedad de las campañas con una frase
lamentablemente menos famosa que la otra: la civilización por el exterminio no
es civilización sino barbarie. El después figurado gobernador de la Patagonia,
hace su propio inventario pero no de minas explotables ni de raros insectos
sino de hombres y caballos dispuestos a extender la patria. ¿Habrá contado
entre ellos al jinete Hudson?, Martínez Estrada también pregunta a la pasada si
se habrán conocido en los pagos de Azul donde uno cumplía órdenes y el otro
mandaba. Y donde Barros se preocupa por el ocio de dos o tres mil hombres
conminados a soldados que no será seguramente coger margaritas y flores del
aire para reconcentrar en un solo sentido (el del olfato) todos sus goces y
entonces pide que envíen mujeres pero no esas que siempre siguen a los
ejércitos y sí de las que constituyen hogares porque una población sin mujeres
se disuelve. Nosotros sabemos, porque Martínez Estrada ha sustentado su
interpretación de la filosofía de Hudson en los sentidos y sobre todo en el
olfato, que William aprovechará su estadía en los fortines para oler, si no
margaritas, alguna que otra flor olvidada por la poesía y por la botánica. Como
Muñiz, comprobará de cerca las bondades del avestruz americano aunque no
compartirá su destino de víctima de la fiebre amarilla porque en 1871 está en
la Patagonia escuchando los pájaros ignorados por Darwin. Después describirá en
Ralph Herne el cuadro dramático que nunca vivió, con sólo haber visto y
recordar, el cuadro que Blanes pintó sobre la masacre de la peste en los conventillos
pobres.
Alguna vez podríamos trazar sobre las pampas un mapa que sin
respetar la buena cartografía ilustre estos encuentros. Hombres de a caballo (y
mujeres) que las recorren, las escriben o las conquistan, con la pluma con la
espada y la palabra, para después alambrarlas y sembrarlas de pueblos en damero
con nombres de generales y llenar las vitrinas de los museos europeos con sus
especímenes embalsamados. El Hudson romántico –cuyo nombre bautizará la
localidad que hoy todos pronuncian "údson"- prevee ese destino,
abandona la taxidermia y elige, además del destierro, utilizar algo de ese
paisaje como inspirado escenario de un relato utópico. The crystal age fue
publicada sin su firma en 1887, dos años antes de la más reputada News from
nowhere de William Morris (a quien Hudson considera un autor tibio) y nos
tienta si quisiéramos con una nueva genealogía que lo convoca, la del
pensamiento utópico en nuestro país.
Esta reunión caprichosa de algunos naturalistas célebres y
un militar extravagante tiene como excusa no sólo que todos escriben sino que
sus notas de campo registran las manifestaciones del lenguaje, esa otra cosa
que parece natural. Falkner escucha y practica sin suerte las lenguas locales.
Muñiz resume en un glosario fantasioso las voces gauchas entre cuyas acepciones
tienen lugar hasta los dioses griegos, como corresponde a un miembro de la
Sociedad de Amantes de la Ilustración; además de cartearse con el director de
la Real Academia Española. Ameghino propone un sistema de escritura
taquigráfíca que se aprende en tres horas y es de suma utilidad para tomar
notas veloces. Barros escapa a la limitación de su oficio y redacta informes
que no desdeñan la belleza poética inspirada por el horizonte. Sus libros
compilan los malentendidos entre los indios, los lenguaraces y los funcionarios
corrompidos que hablan la lengua de los fortines. A su manera, estos hombres no
tienen más que llanura y libreta. Vagar, ver y escribir sobre las rodillas sin
desmontar. O al lado de la bicicleta, como continuó Hudson cuando la pobreza
londinense primero y la edad después, le quitaron el caballo.
PERO, LAS NOTAS DE
CAMPO NO SON LITERATURA
Dicen quienes lo persiguieron en bibliotecas y papeles
familiares -pese a su deseo de matar su memoria con él- que, como buen
naturalista, siempre tomó notas de campo. Incluso escribió un diario en el
barco del exilio para después dedicarse a los artículos de la Royal Zoological
Society y a su colaboración en la "Argentine Ornithology". A la par
de esas notas sobre el comportamiento animal intenta alguno que otro poema,
entre ellos, una canción de cuna publicada, según Ara, oculta bajo un seudónimo
femenino que nos entristece. ¿Querría Hudson proteger su reputación de
científico inminente? ¿O ya sabrá, como confiesa en una carta posterior, que su
talento para la poesía no está a la altura de las emociones transmitidas? Cree
como Virginia Woolf -quien llegó a admirarlo en Londres y en vida- que la
poesía es la expresión literaria más genuina y más difícil, por lo tanto, resigna
su deseo. Así, su obra completa incluye novelas, cuentos, ensayos y artículos
periodísticos pero es imposible que respeten como se debe las reglas de los
géneros. En una novela puede detenerse a explicar las costumbres de ciertos
mamíferos y confiamos en que la información proviene del más riguroso de los
observadores. En el mismo sentido, recurre a unos versos ajenos para ilustrar
la furia cazadora de un insecto mientras en sus arrobadas descripciones del
abdomen de un ofidio alcanza la altura poética que cree carecer.
Sus textos reproducen el vagabundeo de los recorridos
campestres. El naturalista puede preveer el objeto de su interés pero, en
general, los ejemplares salen al cruce para ser atrapados por la libreta de
notas tan azarosamente como aparecieron. Después serán pulidos y dispuestos a
la exhibición con algunas palabras más que las dictadas por la libreta y por la
memoria. Ese agregado, esa traducción entre unas pocas líneas al paso y la
belleza de una página le valieron, al fin, reconocimiento y colegas. A pesar de
ello, W. H. Hudson no se considera un escritor artista, y se los aclara
provocativamente en los cafés literarios y en sus casas de campo en cuyos
alrededores aprovecha para tomar más notas. Su escritura parece deber menos a la
inspiración que a la delicadeza de sus sentidos. Está tan convencido de que las
percepciones deben ser fuertes y únicas que suele evitar reincidir en un paseo
o en una perspectiva con tal de preservar la impresión de la primera vez. Sólo
la memoria así estimulada ofrecerá un recuerdo válido para contarles a todos en
novelas, relatos breves o modestos poemas. Tanta subjetividad y tan descarado
sentimentalismo son imperdonables para un espíritu cientificista. No hay modo
de salvarlo con la excusa de que es un botánico que escribe bien o un biólogo
todavía más cercano al influjo de la campiña que al gabinete del Museo
Británico. Irremediablemente traiciona la exigencia de un correcto naturalista
quien, con binoculares o sin ellos, sólo debería apuntar lo que ve para que
otros acrecienten sus saberes sobre el mundo natural. Sin embargo, con su
inevitable primera persona del singular, su errancia por los géneros, su
extremada sensibilidad ante cualquier criatura viva y su silvestre vocación
filosófica, Hudson trasciende el simple oficio de escribiente anónimo al
servicio de la ambiciosa enciclopedia de la ciencia universal.
ESCRIBIR DE MEMORIA
ES UNA ILUSIÓN
Si Sarmiento describe la pampa por intuición, Hudson la
escribe de memoria. Es Martínez Estrada quien lo pinta como el más nostálgico
de los emigrantes, siempre añorando la patria natal y lleno de saudades. Pero
parece ser Cunninghame Graham quien toma primero esa palabra del portugués para
explicar mejor los sentimientos de su amigo ¿O es el traductor quien encuentra
más efectivo decir sufría de saudades que nomás extrañaba el pago? No es el
único inconveniente de trabajar con traducciones en lugar de recurrir a los
originales en inglés; Jurado ya despotricó contra esa pretensión y lo haría
nuevamente ante este intento. Sin embargo, alcanza para este ensayo aceptar las
contrariedades de la traducción y proyectar otro que se ocupe, justamente, de
esa compleja operación.
Antes se nos aparece una trasposición original desde lo
visto alguna vez a lo reactualizado en la escritura, a través de una evocación
intachable. Basta una hoja o un sonido para desatar - como la madeleine de
Proust - toda una narración de experiencias que estaban allí para ser revividas.
La Memoria de Hudson supone la copia fiel tanto como en su momento lo
prometieron la fotografía y el cinematógrafo. Es una Memoria de registro, un
gran ojo que se pasea por todo lo vivido como si hubiese sido almacenado en
bruto para que alguna vez el ya viejísimo Hudson pudiese recuperarlo. Casi
todos los comentaristas destacan su memoria prodigiosa, un hombre que recuerda
el matiz verdoso de un yuyo pero ha olvidado el castellano que intenta
practicar cuando su sobrina Laura lo visita en Londres. Quizás las sonoridades
de ese idioma no lo han impresionado tanto como la llanura, los escasos árboles
y los muchos pájaros, protagonistas de su autobiografía Allá lejos y hace
tiempo. Es el libro que narra su infancia, período en que se percibe todo por
primera vez y se garantiza, según su propio requisito, la evocación por
excelencia. Páginas escritas de un tirón en la convalecencia de una fiebre que
como por milagro despeja las brumas de los viejos tiempos; editadas casi a la
par de su testamento, eso que uno escribe para cuando ya no pueda decir nada
más. Y aquí su otra obsesión: el temor a la muerte presente desde que los
médicos le prescriben una existencia corta y una partida de sorpresa, a causa
de una debilidad cardíaca descubierta después de una gripe adolescente. En
contra, entonces, de la muerte y del olvido, escribe como quien recuerda bajo
una hipnosis providencial; técnica admirada y defendida de sus detractores por
el Hudson psicólogo que sabe ser cuando intenta explicar las bondades del ocio
o el horror que nos provoca un simple bicho.
Bajo esta Memoria fotográfica operan, como dos ilusiones
fascinantes, la continuidad vida - obra y la naturalidad del lenguaje. En la
primera, participan sobre todo los reseñadores que intentan encontrar en su
biografía algunos indicios para comprender cierta incoherencia de la obra. La
mayoría ansiosa por comprobar que los personajes tienen más relación con su
creador de lo que él mismo confiesa, a pesar de frases bastante elocuentes como
es una ilusión suya creer que las aventuras allí relatadas son autobiográficas.
(Cartas a Cunninghame) En contra de las interpretaciones forzosas lo descubren
vestido de tweed y sin poncho o lo leen en sus cartas afirmando que conoce bien
la pampa porque es su tierra nativa aunque abandonada para habitar nuestro
suelo inglés. Para desencanto de varios, no se le escuchó una condena firme de
la tiranía rosista, ni una alabanza a la modernización genocida, ni un saludo a
los europeos migrantes. Tampoco han dado con la cita que explique
satisfactoriamente su partida, mucho menos su reticencia a volver pese a las
invitaciones de algunos familiares que lo tientan con imágenes de avecillas y
de flores.
Ante la desgracia de que los datos no confirmen el Hudson
deseado, muchos optan por encontrarlo contradictorio, incoherente, aturdido.
Otros recrean un triste gaucho atrapado por la city más parecido a un águila
enjaulada y en pena. Cuando no un romántico que prefiere el destierro antes de
ver con sus propios largavistas los campos arados. Un hombre que vive a través
de su escritura porque afirma que su vida ha terminado al dejar las pampas.
Según una lectura simplista de esos dichos, Hudson es de a ratos Richard Lamb y
vuelve a cabalgar mientras suspira tras las ventanas mínimas de su pensión
londinense. El efecto atemporal de sus textos refuerza esa interpretación
porque logra un presente continuo, fluido, errante donde casi nos sorprendemos
con él ante el paso sigiloso de un ciervo o el nido escondido entre las ramas y
gracias al cual olvidamos que la anécdota tuvo lugar hace unos ciento y pico de
años.
Hudson mismo es, a la vez, autobiográfico y antibiográfico.
No deja de hablar de sí pero evita las pruebas de su intimidad, quema
manuscritos y pide a sus mujeres amigas devoluciones de las viejas cartas. En
las breves epístolas salvadas hay oscuridades y malentendidos como los hay
hasta en las vidas que se saben de antemano celebradas póstumamente. Guardan,
también, huellas de un recorrido original fuera de las escuelas literarias, de
las clases sociales y de las nacionalidades definidas; un Hudson algo nómade
que nunca está donde se lo espera. Anda migrando como sus aves amadas y, por
suerte para la literatura, dándole letra a ese narrador que es él aunque nunca
del todo.
La otra poderosa ilusión de sus escritos provocada por la
excusa de la Memoria es celebrada por los comentaristas como transparencia o
diafanidad del lenguaje. Aquí aparecen fáciles imágenes de la naturaleza en las
que su prosa corre como el agua o vuela como el cóndor, apaciblemente y sin mover
las alas. Además, crece como los pastos, espontáneamente y al sol. Se trataría
de una obra extraída de la naturaleza del siguiente modo: Hudson vaga y percibe
con su fina sensibilidad, Hudson recuerda como quien revive, Hudson escribe
casi como viviendo. Según afirma en su correo, abonando las metáforas
vegetales, sueña con el día en que me encontraré al fin a mí mismo en absoluta
armonía con todas las cosas animadas e inanimadas y tendré por lápiz una verde
hoja de
pasto y por tintero una gota de rocío asoleada y donde un día será como
mil años y mil años, suponiendo que viviera tanto tiempo, serían como un día.
(Cartas a Cunninghame)
Las palabras que dicen provenir del rocío esconden
bellamente el puro artificio y el esfuerzo que la naturalidad conlleva. Mucho
sabe Hudson de ese salto entre las cosas (animadas e inanimadas) y las palabras
ya que ni siquiera tiene las voces humanas apropiadas para transmitir el canto
de las aves. Cuando las encuentra, intuye que nada garantiza su eficacia y que
buscarlas es una batalla perdida desde siempre. Lewis Carroll, esa otra
anomalía para la moral victoriana, le hace decir a Humpty Dumpty - mientras
Hudson recorre la Patagonia - que, en cuanto a los significados de las palabras,
la cuestión es saber quién manda. El libro en que Hudson cuenta aquel viaje de
expedición y despedida, aparece veinte años más tarde y convoca al disparatado
pero sagaz personaje: Fácilmente podemos perdonar a los poetas sus
descripciones equívocas, puesto que como guías no son de fiar y muchas veces
como Humpty Dumpty, en "A través del espejo", hacen que las palabras
desempeñen "trabajo extra". En busca de conceptos bien fundados
acostumbramos a acudir a los hombres de ciencia, pero, por extraño que parezca,
mientras se quejan que nosotros –los no científicos- carecemos de ideas
determinadas y correctas sobre el color de nuestros propios ojos, ellos han
prestado apoyo a las fábulas del poeta, y se han tomado el trabajo, incluso, de
convencer a la humanidad de su acierto. (Días de ocio: 169)
Otra vez fugando de los nombramientos y los titulados: se
dice no científico pero se distancia de los poetas. Su estilo es engañosamente
despojado y llano como es de engañosa la pampa vacía para quien no la sabe leer
repleta de rastros. Ese dejo natural le exige correcciones, tachaduras, peleas
con los adjetivos que no dicen lo que deben, extensas digresiones que parecen
silvestres pero que han sido cultivadas justo para distraernos. Y lo logra,
hasta que reparamos en que nos está contando la impresión que le causa un coro
de tordos al pequeño bárbaro William, comparándolo con la música instrumental
de algún salón inglés; o el susurro de los álamos con el de las olas que ha
escuchado mucho años más tarde. El efecto se refuerza por la escasa
jerarquización de los temas que nos lleva de la composición química de la luz
de una luciérnaga a la reflexión sobre el panteísmo en la humanidad. Además de
la displicencia con que recurre al dramatismo, sorprendiendo al lector en
solidaridad con la tragedia de unas hormigas de las que hay miles.
En fin, los hechos triviales narrados como epopeyas y los
viejos recuerdos reanimados como vivencias actuales, ocultan las trampas del
lenguaje cuya artificialidad conmueve a nuestro autor tanto como la aparente
naturalidad de las cosas. Su tierna manera de perseguir las voces que dicen
mejor el mundo lo convierte en escritor casi a su pesar. Lástima que de esa
búsqueda maravillosamente inútil que es toda su literatura, nada nos dice la
combinación de versos elegida por sus amigos para el epitafio: Amó los pájaros,
los lugares verdes y el viento de los matorrales, y vio el brillo de la aureola
de Dios.
Laura Fernández
Universidad de Buenos
Aires
14 de mayo de
2011 a la(s) 11:13
Colaboración Roberto Tassano / Ed. Buenos Aires Books
Compilación Chalo Agnelli
NOTAS
(1). En orden de enumeración (ver bibliografía): Lucilo
Oriz, Fernando Pozzo, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Velázquez, Enrique
Espinoza, Alicia Jurado, Luis Franco, Carlos Astrada, Antonio Gallo, Haydée
Jofre Barroso, Juan Azcoaga, Jorge Casares, Hugo Manning, Jorge L. Borges,
Jorge Pickenhayn, Julio Orioni y Fernando Rocchi, Newton Freitas, Angélica
Mendoza.
(2). Hudson, W. H.: Días de ocio en la Patagonia, AGEPE,
Bs.As., 1956, pág.122.
BIBLIOGRAFÍA
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su expresión, Fac. Filosofía y Letras, Bs.As., 1954.
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