A todos los poetas anónimos que alguna vez hablaron.
A todos los poetas de este siglo XXI.
Prof. Chalo Agnelli
Transcurría agobiante el mes de enero de 1940, cuando una
noticia sacó del letargo pegajoso del verano a los quilmeños. El diario "El Sol"
enlutaba a la comunidad con la noticia de la muerte Ernesto Cimadamore Borzone.
[1]
Este era un joven poeta que desde hacía algunos pocos años
venía defendiéndose de la contaminación del modernismo rubendariano siguiendo
la línea de Enrique J. Banchs [2] y de
Baldomero Fernández Moreno. [3] Del
primero había incorporado una poesía de sabor clásico, sobria, transparente, precisa y del segundo el anecdotismo humano, fresco que algunos llamaron
“sencillismo”. Sin embargo, en lo poco que se pudo conocer de la poesía de
Cimadamore, hay resabios modernistas, pero en temas populares.
Había nacido en Quilmes en 1912, en el hogar formado por un
empleado público de origen napolitano de la comuna de Caivano y una maestra. La
primaria la realizó en la escuela Nº 19, que por esos años, y hasta 1930,
estaba en la vieja casona que había sido del Dr. Wilde en 25 de Mayo entre Paz
y Pringles. La vecindad la apodaba “la
escuelita de Amigo”, por su directora fundadora doña Justa Amigo. [4] Luego,
Ernesto estudió en el Nacional de Buenos Aires. Cuando egresó transitó algunas
materias de la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires,
pero tenía cierta predisposición para la inconstancia y abandonó.
Era un joven de talla normal, delgado, de ojos oscuros y
cabello renegrido, y de tez más pálida que blanquecina, solo la sombra de la
barba le entonaba el rostro. Sin embargo tenía manos fuertes, venosas, que
contrataban con su apariencia delicada y varonil al mismo tiempo. Las muchachas
lo reojeaban con interés, pero él no se mostraba interesado en ese tipo de escaramuzas. Entre estas estaba Haydeé, una compañera de escuela, un tanto
desenfadada y dicharachera que no tenía reparos en detenerlo en el camino y en
su vertiginoso parloteo lograba sonsacarle algunas vivencias hasta que Ernesto
sableaba una excusa y a paso rápido huía de su inoportuna conocida.
Mientras estudiaba su padre lo hizo ingresar en el Correo
Argentino, en una sucursal porteña. Después de padecer, durante varios meses,
los traqueteos del viaje a la Capital, ida y vuelta resolvió establecerse en
una pensión de la calle San Juan Nº 351. Los fines de semanas visitaba a sus
padres. En invierno, los domingos de sol, se lo solía ver absorto, leyendo, indefectiblemente,
“El libro de los elogios” de Banchs
en la plaza Carlos Pellegrini (hoy San Martín) o atravesar cabizbajo la calle
Rivadavia rumbo al café El Nacional, llevando bajo el brazo “Continuación”, una de las últimas
publicaciones de Fernández Moreno. Se sentaba solo en un rincón del café-bar; lacónico,
apenas sí cruzaba palabra con algún conocido, sólo conocidos pues era escaso su
acopio de amigos íntimos.
Desde los 14 años la poesía había sido su pasión. Algunos
poemas suyos se publicaron en periódicos y revistas zonales de escasa difusión.
Participó en certámenes literarios y ganó alguna que otra mención hasta que en
1939 participó en el Concurso Nacional de Literatura con un conjunto de poemas
en los que trabajó durante cinco años.
En noviembre se conocieron los resultados y el nombre de
Cimadamore no fuguró entre ellos, ni siquiera en las menciones especiales.
Ernesto no habló de su exclusión, pero poco a poco se fue ausentado
de todos los lugares públicos, los pocos que frecuentaba, tanto en la Capital
como en Quilmes. Su única amistad era la locutora radial Helena Caballero a
quien había conocido en sus viajes en tren a la ciudad de Buenos Aires y con la
que fraguó una singular camaradería. Ella trabajaba en Radio El Mundo y cuando
tenía oportunidad recitaba algún poema del joven.
El verano de 1940, como ya venía sucediendo desde varios
años atrás, atrajo una variopinta multitud de turistas a la Ribera quilmeña. Placidez
que terminó con el verano pues ese año, en abril, se produjo una sudestada que
superó los tres metros.
Pero era enero, y el tranvía venía sobrecargado de la
estación hasta la avenida Cervantes y
volvía sobrecargado lo que aumentaba su ataxia locomotriz. Los recreos
estaba atestados de familias, trabajadores que buscaban en el fresco del río un
poco de bonanza para sus ajetreadas labores.
Si bien había un hotel y algunos hospedajes y cabinas en
alquilar para los que querían pernoctar en la costa, después del último tema
que tocaba la banda en la glorieta de la rambla del Pejerrey y partía el último
tranvía la gente se replegaba agotada de un día intenso de sol y juerga.
El la oficina de correos donde trabajaba Ernesto viéndolo
desmejorado de salud, poco antes de las fiestas de fin de año, le dieron unos
días de franco para que se recuperara en los aires familiares de Quilmes.
Casi todas las tardes, cuando bajaba el sol, iba a dar un
paseo por la Ribera. Salvo una o dos veces que lo acompañó Helena Caballero, generalmente
deambulaba solo ignorando al gentío. Se sentaba a leer en un banco del espigón.
Volvía de sus
excusiones con alguna imagen poética descubierta en el reverbero del agua, en
el perfume húmedo de los sauces o en los matices que espejean cuando el
crepúsculo se sumerge en el oeste. Hasta una noche que no volvió.
Fue el 4 de enero a las 4 de la madrugada en que un disparo de
arma de fuego se expandió río adentro y pueblo arriba. Sólo algunos noctívagos lo
oyeron, pero casi todos, a esa hora de la noche, ya tenían varias copas encima como para alarmarse
por algo que no sea evitar que el porrón de ginebra o la botella de caña caigan
de la mesa.
Hubo alarma en la familia por la tardanza. Enviaron a un
primo a buscarlo, infructuosamente. Hicieron averiguaciones en la Comisaría 1ª,
pero no obtuvieron datos.
El 6 de enero el diario El Sol informaba del suicidio de
Ernesto Cimadamore Borzone de 28 años. Su cuerpo había sido hallado en la playa
por los primeros bañistas. Las ropas estaban empapadas de modo que, tras el
disparo, había caído al agua y cuando el río se retiró de la orilla quedó
expuesto sobre la arena. En la pérgola que estaba frente a la laguna situada al
final de la avenida Otamendi, hallaron un libro de versos, “La Urna” de Banchs
y había un poema remarcado que decía: La firme juventud del verso mío, /
como hoy te habla te hablará mañana. / Pasa la bella edad, pero confío / a la
estrofa tu bella edad lejana. Indudablemente era suyo.
La prefectura dio aviso al Comisario y este, aunque el
cadáver no tenía documentos encima, supuso quién era el muerto y mandó informar
a los familiares, quienes luego reconocieron al joven.
No hubo mucha repercusión en el pueblo. Al no ser asiduo a
los pocos ámbitos culturales locales, pocos vecinos del pueblo lo registraban, si
bien era reconocido por su andar bohemio y el atento descuido de su
indumentaria. Además, el suicidio, por esos años, era un desenlace que avergonzaba a
los deudos, de modo que se trató de acallar todo comentario y su misma
existencia.
Sin embargo en el Iº Salón del Poema Ilustrado que se hizo
en el Club Sportivo Alsina de La Colonia, el 13 de julio de ese mismo año, una
joven artista local. Leonor Jeanneret ilustró un poema suyo que también, como su obra y su existencia, pasó
desapercibido en un rincón del salón. [5]
En su mesa de trabajo, en la casa de sus padres, había
dejado prolijamente organizados, envueltos en papel de estraza y atados con
hilo sisal sus poemas y una carta, legándolos en su totalidad a su amiga Helena
Caballero. Al pie de esta especie de testamento escribió: “Si no alcanzo a escribir una
poesía superior, la vida no vale la pena ser vivida”.
Investigación,
entrevistas y argumentación Prof. Chalo Agnelli
Entrevista a la señora
Haydee J. B. Yori 6/8/2002
Agradecimiento, Flias.
Caballero y Borzone
NOTAS
[1] El Sol, 6 de enero de 1940. Año XII
Nº 3115.
[2] Enrique Banchs nació en Buenos
Aires en 1888. Fue periodista, trabajó en el Consejo Nacional de Educación. En
1941 ingresó en la Academia Argentina de Letras y en 1958 recibió el Premio
Vaccaro, cuyo importe donó al Hospital de Niños y a la Sociedad Argentina de
Escritores. En 1958 definió de esta manera a la poesía: "Es la intimidad
de la realidad. La poesía es indiferente a la grandeza de las obras materiales
del hombre, a los accidentes históricos, a todas las instituciones y a todos
los móviles sociales que arrastran los cotidianos afanes". Su producción
literaria se reduce a cuatro libros publicados en su juventud, Las barcas
(1907), El libro de los elogios (1908), El cascabel del halcón (1909) y La urna
(1911). Murió en Buenos Aires el 6 de Junio de 1968.
http://www.escribirte.com.ar
[3] Baldomero Eugenio Otto Fernández Moreno nació el 15 de noviembre
de 1886 en Buenos Aires. Fue poeta y médico rural. Su poesía, universal y
hondamente nacional al mismo tiempo, ha inmortalizado la estética de los
barrios porteños y la cálida placidez provinciana con sus características
rurales. Entre sus 25 publicaciones se destacan: Intermedio provinciano (1916),
Versos de Negrita (1920), El hogar en el campo (1923), Romances (1936),
Continuación (1938), La mariposa y la viga (1947). Falleció el 7 de junio de 1950, en Buenos
Aires. http://es.wikipedia.org
[4] Ver de Agnelli, Chalo. “Maestros y
Escuelas de Quilmes”. Ed. Jarmat Quilmes 2004.
[5] El Sol, días 20 y 30 de julio y 3
de agosto de 1940.
No hay comentarios:
Publicar un comentario