Por Aurora Venturini
La Sala de Sesiones de la
Sociedad Real de protección a los pájaros, luce un óleo pintado por Frank
Brooks. La vena inglesa representó la figura bellamente coloreada de un hombre
ya maduro, cuyo rostro emana sensible gracia adolescente. Sostiene en su
diestra un anteojo de mirar distante mientras su mano izquierda acaricia
hierbas húmedas sobre las que se aposenta su ser ligero y casi alado a fuerza
de fragilidad.
Al fondo el cielo de
Inglaterra. Al frente otro cielo que él atisba o imagina, el de la tierra de
piso verde en que nació. Bucólica y pastoril escena. Si el hombre allí grabado
pudiera, volaría hacia la pampa. Ese que espera el milagro de las migraciones
es Guillermo Enrique Hudson y el milagro del arte de Brooks, reside en no
haberlo visto nunca y, no obstante, llevarlo a la tela fidedignamente.
Misterio encapsulado en los temperamentos artísticos que escapan a la
racionalidad como la Fe. Mi noble amigo Masao Tsuda, embajador del Japón,
inicia con tal portada su libro “Las huellas de Guillermo Enrique Hudson”.
Hermanados en el amor al gran solitario, advertimos que Guillermo Enrique
enlaza y mancomuna a mentalidades de origen e Idiosincrasias diferentes y nos
sume en místico recogimiento. El primer título de los apuntes, que así los
denomina el autor, dice: Hudson, Garibaldi y el Almirante Brown.
Leyendo "Adventures among birds", hallamos lo
imprevisto. Nuestro Hudson aplaude al combatiente itálico no por sus gestas de
libertador sino por aquella exclamación suya minutos antes de morir, cuando
la voz angelical de una avecilla entona desde la copa del árbol: “¡Quanto é allegro!”, suspira el héroe y
parte hacia lo ignoto. Nuestro Guillermo Enrique aplaude al combatiente
aventurero porque en la década del cuarenta del siglo pasado y durante sus
años de lucha encarnizada en la Confederación Argentina, supo desitalianizarse
y ver en el pájaro la concreción del trino y no sólo la carne sabrosa. Masao
Tsuda, inducido por la admiración de Hudson hacia el Almirante Brown, busca,
también sus huellas. Garibaldi y Brown, luego del fragor de luchas y
guerrillas fueron camaradas.
En 1847, de regreso de
Irlanda, se detuvo el Almirante en Montevideo y quiso saludar a su antiguo
enemigo. Garibaldi llevado por un mismo impulso se adelantó y ambos
confundidos en estrecho abrazo sintieron nublarse las pupilas. El antiguo
vencido de Costa Brava consideró a Brown el mejor marino de la época y dio a uno
de sus nietos como segundo nombre él apellido del glorioso irlandés.
En A treveller in little things, capítulo V, Hudson hace referencia a
los viajes a la Capital desde Chascomús y al interés que despertaba en él la
'Casa del Cañón'. Una blanca construcción con un cañón de hierro forjado en la
puerta principal y dos columnas muy albas a los costados.
Detenía su cabalgadura
ante la 'cannon house' pensando en lo
dulce y claro de sus interiores y sumergido - como siempre estuvo - en ensueños.
Y una tarde, como sucede
en las viejas historias, un anciano vestido de negro, con el cabello
encanecido, cara de gris ceniciento, ojos azules, brotó como del suelo y allí,
firme y aún apuesto, lo miró largamente. Guillermo Enrique nunca pudo separa
totalmente el sueño de la vigilia. Creyó en apariciones y espoleó. Después
supo que la casita blanca era la residencia del Almirante Brown. Supo también
que el anciano hermoso, era el glorioso Almirante.
Desde márgenes de
leyenda, vamos al dato histórico. En la biblioteca Nacional de Marina guárdase
la testamentaria de Brown. Leemos: “A
partir del 23 de junio de 1812, Brown era un vecino radicado en Buenos Aires y
dueño de una propiedad cuyo costo alcanzaba a 1.600 pesos fuertes. Nos referimos
a su quinta de Barracas comprada al Reverendo Padre José Ramón Grela. La
escritura de venta fue extendida por el escribano Juan Cortés. La extensión
adquirida era de 350 varas de frente por 315 de fondo. En ésa tierra construyó
Brown su casa y siete casitas”.
De modo que Hudson y
Brown, vivieron dentro de una extensión de 100 kilómetros y como entre el nacimiento
del escritor y la muerte del marino hay un lapso de dieciséis años, es fácil
deducir lo demás.
Recuerdo que cuando yo
estudiaba en la Escuela Normal Mary O. Graham, de esta ciudad; dictaba cátedra
de castellano la profesora Violeta Shinya. Era una sutil muchacha de rasgos
orientales y espíritu iluminado. Descendía de japoneses por línea paterna y de
ingleses por parte de madre. Vuelvo a encontrarla desde una postal con
cerezos, agua y puente. Vuelvo a descubrir su luz en la emoción de ella al
leer “Panorama de afuera con gorriones”,
inspirado en el amor a Guillermo Enrique.
En el libro de Masao
Tsuda, una fotografía de época - Tokio, 21 de octubre de 1908 - muestra la
pareja romántica que forman Laura Hudson y Yoshio Shinya; son los antepasados
de Violeta. Ella, la única sobreviviente, ha heredado el estro lírico del
autor del “Gorrión de Londres”.
Es bien sabido que todas las
obras de Hudson fueron escritas en idioma inglés. Pero su dominio del castellano
era amplio y perfecto.
Un amigo le preguntó por
qué no describió a, los gauchos y al ambiente pampeano en idioma nativo y
Hudson contestó lo que textualmente se transcribe a continuación:
“Comprendí que la civilización empujaba a
los gauchos implacable y cruelmente hacia el pasado y sentí deseos dé escribir
todo esto de manera que su historia no muriera con ellos, apoderándose de mí la
convicción .de que el inglés, idioma de la América anglo-sajona y del vasto y
poderoso Imperio Británico, era él medio adecuado para narrarla, ya que hacerlo
en castellano sería como llevar carbón a Newcastle y no hubiera interesado a
mis compatriotas en modo alguno”.
Cuando Hudson hablaba de
los gauchos - opino que él fue un gaucho - dejaba fluir su llanto sin rubor.
Cuando el viento le trae imágenes dé- la tierra perdida, también le
trae vidalitas y tristes y aquellas veladas durante las cuales, “Yo les contaba historias y recitaba poesías
a los gauchos, que ellos comprendían rápidamente con su fina sensibilidad”.
Y confiesa a un amigo: “Tú verás, yo amaba a los gauchos. Cuando
niño los respetaba como a héroes y tenía la costumbre de pasar el día junto a
ellos, fascinado por la destreza qué tenían en la equitación, la habilidad con
él lazo, la conducción del ganado salvaje y los potros cerriles. A 1a edad de
quince o dieciséis años yo mismo me había convertido en un experto jinete y los
acompañaba en cabalgatas sin fin, conduciendo el ganado de uña a otra parte de
la campaña”.
Nos cuenta Masao Tsuda,
que en EE. UU. de Norteamérica, existe la “Asociación
de Hudson” fundada por el señor Keen, que también contribuyó a la
realización de la película filmada por la Metro Goldwin Mayer “La flor que no
murió”, argumento del libro de Hudson “Green
Mansions”.
El embajador del Japón,
no oculta sus preocupaciones por "Los veinticinco ombúes", pues en una última
visita al rancho nativo, pudo constatar que, “Debido a la escasez de recursos,
tanto la vegetación como la casa natal de Hudson volvían a sufrir los efectos
del abandono”.
Mientras, el solitario
desterrado duerme su mejor sueño frente al mar. Los zorzales y calandrias
de este sur por él amado todas las primaveras vuelan a posarse sobre los
flacos ombúes que restan en el rincón del mundo donde Dios le insufló vida. Una
vida perenne pata gracia de la Argentina. Una estancia mortal para gloria de
los pueblos anglo-sajones.
Casa del Alte. Brown donde residió sus últimos años. En su frente pueden observarse los dos cañones que dieron motivo a la denominación con que Hudson hiciera referencia a la misma (Foto Museo Histórico Nacional, en "Las huellas de Guillermo Enrique Hudson" de Masao Tsuda, 1963)
***
Aurora Venturini
(La Plata, 20 de diciembre de 1922 - 24 de noviembre de 2015) Novelista,
cuentista, poeta, traductora y ensayista. Se graduó en Filosofía y Ciencias de
la Educación en la U.N. de La Plata.
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