Continuando con la recuperación de
la obra, el material bibliográfico y documental sobre Guillermo Enrique Hudson,
transcribimos este artículo del diario La Nación hallado en el archivo privado
del Prof. Juan Carlos Lombán. Incursionar o trastabillar en el discurso
pedregoso de Mac Donagh [1] nos
permite reconocer al Hudson que se vislumbró cercana su muerte (1922 – 1928)
Muerte cuyo centenario se recordará dentro de dos años y ya una Comisión,
coordinada por el Lic. Museólogo Aníbal Rubén Ravera director del Museo Hudson
de Florencio Varela, está diagramando. Mac Donagh que se empecina en traducir “Far away and long ago” en “Muy lejos y antaño”, vincula a dos
figuras arquetípicas de nuestra pampa quilmeña que, con un origen dispar,
llevaron alto su nombre, en la literatura y la ciencia uno y en la ciencia del
descubrimiento el otro. No fue fácil recuperar este texto ya que el original se
halla bastante deteriorado, sin embargo lo reconstruimos desde los supuestos e
intuiciones que genera la lectura de la obra y la vida de Hudson y de la
familia Davidson en el Plata, en Quilmes, donde persisten muchas huellas de su
permanencia. (Chalo Agnelli)
SIR
JAMES MACKENZIE DAVIDSON
UN
ARGENTINO DESCUBIERTO POR HUDSON
Por Emilio Mac
Donagh
La Nación
23/12/1928
Diez años han pasado desde la aparición
del libro que entre todos los de Hudson, no padece edad, tan claro es su
presente. Si un día fue esplendorosa la impresión que nos dejó este libro sin
par, a la zaga de los días se nos quiere ir esfumándose perezosamente el
recuerdo. Mas lo salvan las sensaciones diarias de la tierra nuestra, la vista
de los pájaros criollos, fieles hasta en la ciudad, una palabra campera oída al
acaso, una lectura. Nos estremecen como un hallazgo, pues retornan con las
imágenes hudsonianas.
Cualquier argentino puesto a leer este
“Far away and long ago”, del cual
nada nos es extraño, salvo el título, habrá sufrido con la lentitud, que en el
relato de Hudson se iban circunscribiendo, con rodeos de atrapador de
perdices, los pagos cordiales. En las páginas iniciales, emprendido el relato,
habla de las pampas sudamericanas y ya nos situamos. Pinta los ombúes y casi
nos ponemos sentimentales. El ombú, aunque se haya dicho lo mismo en unos
versos que ni por viejos mejoran, el ombú es una nota de nuestro paisaje. Como
la mente argentina, sin el sosiego de los siglos heredados, carece de la
disciplina heráldica, peligra que la nota cubra el paisaje. El nuestro es el
campo en esencia, un puro fondo. Los cardales y las vizcacheras solían repartirse
el campo nativo hasta el horizonte, que era el límite del hombre y no de las
plagas. Hoy no podemos verlo por las estancias. Nadie quiere vivir en el campo,
nadie se va a pasear al campo, sino a la estancia.
La lectura de las muchas obras de Hudson en que trata de nuestra
naturaleza, quizá dejara con un engaño: suponer que Hudson fuese solamente un
observador, un naturalista de la naturaleza, pero que, con todo que la ama, no
fuese un hombre de la tierra. Podía ser uno de esos andariegos ingleses
que han pasado dichosamente por nuestras
campañas, como Miers, el botánico, o como ese naturalista Ernest William White
de cuyo curioso “Cameos from the Silver
Land” habré de ocuparme algún día. El lector de “Muy lejos y antaño” – pues así propongo traducir “Far away and long ago” — no bien ha
pasado unas páginas sabe que no es así. El asombro por ese conocimiento cabal
de la vida en el campo bonaerense a mitad del siglo pasado es tal que solo
preocupa ver si dice cuál fue su pago nativo. Parece como que nuestro
sarcástico desterrado hubiese presentido al averiguador argentino: no dice nada
y cuando le leemos de nuevo, con desconfianza paisana se nos antoja que hubiese
aventado burlonamente los indicios. Por suerte, el libro de Morley Roberts, las correspondencias publicadas y algunos testimonios indirectos establecen que la estancia
donde nació Hudson estaba en tierras de Quilmes, sobre el arroyo
Conchitas.
Volvamos pues al libro. Hudson lo
abre contando cómo fue durante una enfermedad que le volvió vívidamente el recuerdo
de su vida argentina y cómo, en intervalos, quedándosele la “visión”, cuando
tenía fuerzas suficientes, se puso a borronear, un día y otro, el relato que
allí nos ofrece. Para nosotros y, sobre todo, en una primera lectura, toda
hecha de impresiones fulgurantes, el libro parece haber sido hecho de un tirón,
pues de un tirón se lee. Examinándolo, se encuentran diferencias. Todo lo que
es pura y simplemente relato es
nuestro, nativo, si no enteramente criollo por cierta aspereza al juzgar los
personajes, por una frialdad burlona que no es la picardía de por aquí - maestra
en descubrir lo ridículo - sí enteramente argentino en ese fervor por las horas
soleadas, íntimo como une pereza. Esta fidelidad para con lo genuino se percibe
aún en aquellas páginas en donde el sentimiento se exhibe taraceado por la
aptitud literaria: allí donde necesitaba exponer limpiamente para un público cuya
mesura aristocrática prefiere lo anguloso a lo relleno. Es en otros capítulos,
bien diferentes, donde Hudson no ha podido con el genio y ha puesto en los
sentimientos de un mozo con más sensaciones que exámenes, toda su filosofía de
la vida, elaborada en rumias de vejez. Al lector común se le escapa, sobre todo
entre nosotros que no tenemos gusto por tales disecciones. Mas quien haya
seguido la literatura inglesa en los años pasados o tenga tiempo disponible
para perderlo en la lectura de alguno de los filosofadores que sobreviven a sus
temas la escoria. Con que Hudson
hubiese dejado sin razonar sus
sensaciones, su libro sería sin tacha. Es desgracia de su edad, el creador
desciende a análisis de sus creaciones. Ya lo he dicho en estas páginas y me
permito recordarlo: el Hudson argentino es el mejor. Por sus contaminaciones de
la época victoriana
inglesa se debilita y, escarbando en sus recuerdos para encontrar la consolación
de Boecio, las flores de estilo que nos ofrece, huelen a velorio. El maleficio
de sus lecturas es indudable. (Puede verse mi artículo en el suplemento de letras
de La Nación del 15 de abril de este año)
Aparte de tal examen objetivo su correspondencia
nos confirma en esta discriminación de los dos Hudson, el estanciero argentino
y el ciudadano londinense. Aquí me limito a un simple esbozo pues sólo necesito
mostrar cuánto trabajó Hudson en su libro y cómo las páginas que más le
hicieron sufrir fueron las que dedicó a exponer su filosofía de la vida.
El lugar de su “visión” fue el Hospital de San Miguel, Hayle, Cornwall. Había ido
a Lelant a fines de 1915 pensando reponer su salud como huésped de la Ranee de
Sarawnk, [2] pues
esta dama de la singular familia de príncipes tenía grandísima estima por su
talento. Empeoró y buscó un lugar donde internarse. El mejor, o el único según
él mismo corrige, sin corregirse, era este de San Miguel y allí se fue
refunfuñando todo el tiempo, hasta después de salir, no porque lo tratasen
samaritanamente, sino porque era un hospital de la parroquia católica. El médico
le ordenó reposo para sosegarle el corazón. A los diez días le anuncia Hudson
a su viejo amigo Morley Roberts [3] que ya
puede escribir algún trabajo en cama. A
principios de marzo de 1916 había salido. Ni a Roberts ni a Garnett parece
haberles escrito una palabra sobre su “visión”.
Sin embargo, puede ser que alguna carta no haya sido publicada. Algo anticipó,
pues desde su nueva residencia le escribe a Roberts el 20 de marzo: “En estos días he estado en correspondencia
con un nieto del tirano Rosas, quien leyó un artículo mío sobre mis recuerdos
infantiles de Buenos Aires en ‘The English Review’ y le interesaba”. Luego
le da noticias sobre Manuelita. Por fin, en una carta de febrero de 1917 le
anuncia a Roberto que ha estado tratando de hacer unos pocos capítulos y terminar
la historia de su niñez y adolescencia, “y
en un capítulo breve que acabo de enviar para que lo escriban a máquina,
trato de la emoción animista en la primera infancia, tal como yo la experimenté
y como ese es un tema que le es familiar a usted, me gustaría que le echase un
vistazo y me sofrenase si digo algo equivocado”. Roberts se precipita en el tema. Existe
muestra sobrada de sus predilecciones: en su libro sobre Hudson lo ha tratado
una y otra vez, pero no le basta y en la edición de las cartas agrega nuevas
explicaciones. Es el borbollón de un temático. Hudson contesta: cambiará esto,
comprende aquello, recuerda esto otro. Discuten con gravedad de tratadistas.
Son hipótesis y el mismísimo Hudson las toma en serio. En la carta siguiente, a
propósito de otra cuestión, Hudson está nuevamente, felizmente, en lo justo:
se burla de la seriedad estirada de algunos hombres de ciencia. Pasa un tiempo
más sin referencias a su obra y a fines de junio de 1918 una carta atestigua que está
revisando las pruebas del libro.
Algo de este silencio está salvado
por las cartas a Edward Garnett.[4] Roberts
y Garnett son dos amigos muy diferentes. El hijo del famoso bibliotecario del Museo
Británico se muestra fino conocedor de obras de arte. A principios de
diciembre de 1917, Hudson le pide “una línea”
a propósito del manuscrito del libro. A mediados del mes, otra carta: admite
que los capítulos medios le interesarán más a Garnett en el libro. “Pero el verdadero interés del libro está
en el amor hacia la naturaleza y la vida silvestre”. Su mérito no está en
el retrato humano, dice. Al terminar enero, nueva carta: ya se barruntaba la
indicación de que escribiese nuevamente el primer capítulo y quizá uno o dos
más. (No es cosa de suspicacia pensar que el fino crítico Garnett, famoso por
sus traducciones y estudios de los grandes escritores rusos, haya apuntado a
los capítulos cuyo misticismo caduco, al modo literario infrapagano, amenguan
el libro). Hudson le confiesa que está indeciso sobre la parte final: se ve
que artista; recelaba de su corazón. La historia del viejo gaucho escéptico le tortura, pues no sabe si dejarla o suprimirla. Al final de tantas consultas
ño sabe qué hacer. "Estoy demasiado enfermo de ese capítulo final para revisarlo
de nuevo ahora".
El libro se publica en septiembre de
1918. El éxito es clamoroso. El 22 de octubre Hudson le escribe a Garnett: ha revisado las veinte o
treinta columnas que le ha dedicado la prensa y le disgustan, pues no encontró
ni un pensamiento. Robert Cunninghame Graham le envía, una carta entusiasta de
diez a doce páginas y es de imaginarse
cuánto podría decirle el “singularísimo
escritor inglés” a quien está dedicado, así, en castellano, “El Ombú”. Lord Grey, [5] casi
ciego, se hacía leer en voz alta el libro de su amigo. De Norte América le
llovían cartas. Hasta de Buenos Aires recibió una “de un hombre – dice - a quien
conocí cuando muchacho. Eran seis hermanos, era gente rica, y solían visitamos,
tres o cuatro de ellos a la vez, y se venían a caballo desde su casa, que
quedaba a unas ocho millas de la nuestra”.
SIR JAMES
MACKENZIE-DAVIDSON [6]
En la correspondencia publicada no
se comenta una carta que Hudson debió recibir en esos días. Era de un hombre
ilustre de Londres; un argentino nativo que había sido creado caballero por S.
M. Británica. Se llamaba Sir James Mackenzie-Davidson y era el más grande radiólogo
del país. Hudson lo había conocido cuando niño y su carta le reveló que este
famoso hombre de ciencia era el dueño de su estancia nativa. Se cartearon pero
por muy poco tiempo, pues Sir James murió el 2 de abril.
Desde Penzance, [7] el 8 de abril de 1919, Hudson le escribe
a Roberts preguntándole si alguna vez encontró a “este hombre” o si sabe algo sobre él. La necrológica del “Times” – le dice – es también corta. Parecería
como que le enviase un recorte de algún diario. Le pide que
si ve una noticia completa sobre él en
el B. M. J. (British Medical Jounal) o en cualquier otra publicación, le haga
él favor de hacérsela conocer. Apenas si, al final de la carta y luego en el
índice analítico del libro, aparece el nombre e Davidson. “Tengo un curioso interés en él - le escribía Hudson a su amigo - y estuve en correspondencia con él hace unas
pocas semanas respecto a ‘Muy lejos y antaño’ que había estado leyendo. Le conocí
cuando niño y como su familia era de ‘Filisteos’ sin adulteración e iletrados,
más bien no los queríamos,
aunque se estaban
haciendo muy ricos y agregaban millas de tierra a su
estancia, que
corría lado a
lado con el campo
de mi
padre. Por cierto que cuando nuestra familia empobreció se desparramó y yo me vine, el padre de
este hombre aprovecho y la oportunidad
para comprar nuestro campo y este hijo heredó la estancia íntegra cuando murió
el viejo, pero aunque allá era un hombre
rico, parece que hizo su vida aquí con su trabajo como médico y sus investigaciones.
Me dijo, cuando me escribió la
última vez, que hacía muchísimo tiempo que no visitaba su propiedad. Dicho sea de paso ‘su’
estancia, la casa en donde nació era el monasterio de Santo Domingo del que
habló en ‘El Ombú’, en el que vivían los monjes que siguieron al ejército
británico para recoger cobijas. Ese río era el llamado Conchitas que dividía la
estancia de Davidson de la nuestra. Me disculpo por molestarle por cosas tan
triviales”. Si
Morley Roberts las creyó triviales y no contestó o si se perdieron las cartas con
los comentarios ulteriores o sobre cuál sea la causa del silencio, nada
sabemos. La vida de Davidson no era una vida trivial. Que Roberts no anote
nada, él, tan cuidadoso, es raro. Debió saber algo de nuestro hombre, puesto
que ambos pulseaban en los “Archives of
Radiology”. Que Hudson llamase trivialidades a esas noticias es casi una
prueba de lo mucho que le afectaban: sabemos muy bien: cuán grande era su celo,
en la vejez, por ocultar cualquier muestra de debilidad. ¿Cómo podían ser
triviales las noticias sobre ese hombre que, a la vuelta de los años, había
venido a heredar la estancia que él había descripto con amor enardecido?
He buscado, como buenamente pude, algunas
noticias sobre este nuevo gran hijo de Quilmes. Los datos que ofrezco han sido
tomados de las siguientes revistas: “The
Lancet” (abril 12, 1919); “Archives
of Radiology and Electrotherapy” (abril, 1919); “British
Medical Journal” (abril 12, 1919), y “The
American Journal of Roentgenology” (julio, 1919) Me disculpo desde luego porque
suprimo la descripción y elogio de algunos aparatos a que hacen referencia
estarían fuera de lugar aquí.
Sir James Mackenzie Davidson nació en la estancia Santo Domingo en 1856. Se
educó en la Scottish School de Buenos Aires. Estudió medicina en Edinburgo,
Londres y Aberdeen y se graduó en esta última Universidad en 1882, dedicándose a
oculista. Obtuvo ser asistente del profesor de cirugía, Sir Alexander Ogston, con lo cual se inició su experiencia didáctica.
En 1886 es cirujano oftálmico de la Enfermería Real de Aberdeen teniendo el
mismo cargo en el Hospital Real de Ni ños. Entretanto, era profesor de oftalmología
en la Universidad de Aberdeen con grande éxito, pues quienes le conocieron afirman
que era una maestro nato por sus dotes de conferencista y su interés
inteligente en los estudiantes; hizo muchos discípulos. Aumentó su fama el hecho
de haber aplicado a su trabajo de especialista los métodos de asepsia recién
descubiertos. Inclinado a los estudios de física, experimentó continuamente,
sobre todo, en óptica y electricidad. Así preparado por sus estudios, al
enterarse de la publicación del trabajo de Roentgen en 1896, adivinó cuánto
serviría en medicina y cirugía, y le hizo una visita al descubridor, en
Wuerzburg. En seguida se dedicó al nuevo estudio, conseguidos, tras grandes
dificultades, unos pobres elementos, entre ellas dos tubos Crookes.
Fue así el primero que publicó la
fotografía radiográfica de un cálculo de la vejiga, en 1897. Su vocación le
movió a dejar Aberdeen, ya insuficiente, por la opima [8] Londres.
Fue su gran acierto. Los inventos vinieron unos después de otros. En 1900 en
la “Roentgen Society” describió un nuevo interruptor rotatorio a mercurio que
llegó a un uso casi universal y es conocido por su nombre. En la misma reunión
describió un nuevo aparato, un estereoscopio fluoroscópico y llamó la atención
sobre su posible empleo en los métodos para examen de los pacientes. Ya en
febrero de 1898, en la misma sociedad, había descripto su “localizador a hilos
cruzados”, primer instrumento que permitió la localización radioscópica de
cuerpos extraños en el organismo. De sus investigaciones radiológicas la que
más le interesaba era la estereoradioscopía y tan grande era su fe en sus
ventajas, que casi todos los exámenes que practicaba eran realizados con placas
esteroscópicas. Muy en los comienzos de sus trabajos planeó todo el conjunto de
un aparato de rayos X destinado especialmente para la localización “a hilos” y
su último invento fue un nuevo dispositivo localizador ideado específicamente
para la cirugía de guerra. Fue también uno de los primeros en trabajar con
radium y fue él quien señaló como algunas formas de dermitis por rayos X se
mejoraban con el tratamiento por radium.
En 1916, fue nombrado radiólogo
consultor honorario, para los hospitales del distrito de Londres, y se dedicó
a ellos con pasión. Era cirujano consejero para la sección de rayos X en el
Real Hospital Oftalmológico de Londres y del Hospital de Charing Cross. En
1912-1913, fue presidente de la Roentgen Society of London
y de la sección Radiología del Congreso Internacional de Medicina de Londres.
Era uno de I03 escasísimos miembros honorarios
de la American Roentgen Ray Society. Como reconocimiento a sus grandes méritos
fue creado caballero en 1912, de ahí el título de Sir. Uno de sus sucesores en la
presidencia de la Roentgen Society al ocuparse de él en una nota necrológica,
insiste en que las características de Mackenzie-Davidson eran la agudeza de su
inteligencia y la tenacidad con que experimentó e inventó hasta el último día.
Las revistas que digo traen testimonios entusiastas de varios discípulos y continuadores. Los rayos X le dañaron
y tras de sufrir varios años una dermitis
tuvo que hacerse operar repetidas veces la mano derecha, pero no quiso abandonar sus investigaciones. A su
muerte, sus amigos resolvieron hacer un llamamiento a los
profesionales y al público para la erección de una cátedra que llevase su nombre. El comité incluía los nombres de personalidades por demás conocidas: J. J. Thompson, A. Bonar Law, Stanley Baldwin.
Curioso caso el de que en esos campos
escasamente poblados a ambas márgenes del río Conchitas, en las estancias vecinas
llamadas Los 25 Ombúes y Santo Domingo, nacieran dos argentinos famosos, hijo
el uno de norteamericanos, el otro, según creo, de escoceses. Si son exactas
las fechas publicadas, Hudson le llevaba a Davidson quince años. Por eso dice
que era niño cuando le conoció. De viejos se cartearon, pero sin llegar a
tratarse. Hudson debía sentir un recelo invencible hacia “este hombre”, no
solamente porque fuese un especialista científico, tipo de mentalidad que le
disgustaba, sino porque provenía de una familia de “filisteos’'. En castellano
carecemos de esta expresión usual inglesa, y remotamente alemana, de filisteo.
Matthew Arnold, en su ensayo sobre Heine, define al filisteo como el enemigo
obtuso, fuerte, obstinado, de la gente elegida, de los hijos de la luz.
En Hudson la tal palabra no tiene
esa virulencia, pues, cotidiana, se atenúa con el uso. No es únicamente a los Davidson
a quienes se la asesta: la carta recibida de Buenos Aires cuando publicó su
libro le recuerda a esos vecinos que eran “filisteos” y no parece que se trate
de los Davidson sino de otros: “Gente de
recursos – dice - que no tenía interés
en cosas del espíritu sino en los pesos”. Quizá Hudson concibiese que también
un sabio podría ser un filisteo, no sería el menos corrosivo de sus juicios.
A la verdad, Mackenzie-Davidson era más
grande hombre que rico. La herencia de veinticuatro mil libras que dejó no es
tan subida para un propietario inglés.
Compilación, tipeado
y notas Prof. Chalo Agnelli/2020
FUENTE
Diario “La
Nación”, del domingo 23 de diciembre de 1928
Wilkipedia
NOTAS
[1] MAC DONAGH, Emiliano J. Naturalista,
n. en Exaltación de la Cruz, provincia de Buenos Aires, el 11 de septiembre de
1896. Se graduó en el museo de La Plata de doctor en ciencias naturales. Ha
publicado numerosos trabajos de investigación, de carácter docente y de
divulgación, habiendo pronunciado conferencias en varias tribunas del país.
Fue especialista en zoología de vertebrados, en especial en ictiología; pero
también trabajó en insectos, aves, limnología y en cuestiones biológicas y
ecológicas. Fue profesor suplente y luego titular de zoología y entomología
agrícolas en la facultad de agronomía de la universidad de La Plata (1937- 1947);
director general de escuelas de la provincia de Buenos Aires y parasitólogo en
el Instituto bacteriológico de la dirección general de higiene
de la misma provincia; profesor y jefe de la división zoología-vertebrados en
el museo de La Plata (desde 1933); presidente de la Sociedad Argentina de
Ciencias Naturales, titular de la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba,
director del museo de La Plata (1947) – (Gran Enciclopedia Argentina - Tomo V -
M-Ñ - Ed. Soc. Anon. Editores, 1959)
[2] Margaret, Lady Brooke, Ranee de Sarawak (9 October 1849 – 1 December 1936) fue la consorte reina del
segundo Rajah Blanco de Sarawak, Charles Anthony Johnson Brooke. Publicó sus
memorias, Mi vida en Sarawak, en 1913.
[3] Morley Roberts (29 December
1857 – 8 June 1942) fue un novelista inglés y escritor de cuentos, mejor
conocido por The Private Life of Henry Maitland.
[4] Edward Garnett (1868-1937) fue un
escritor, crítico literario y editor inglés de gran importancia en su época,
que contribuyó de manera fundamental, por ejemplo, a la publicación de Amantes
e hijos, obra de D. H. Lawrence.
[5] Edward
Grey (25 de abril de 1862 – 7 de septiembre de 1933) fue un estadista
británico del partido liberal y adherente del «Nuevo Liberalismo». Sirvió como ministro
de asuntos exteriores desde 1905 hasta 1916. Probablemente es más conocido por
su comentario el 3 de agosto 1914 en referencia al estallido de la Iᵃ Guerra
Mundial que “Las lámparas se apagan por toda Europa, puede que no volvamos a verlas
encendidas en nuestra vida”
[6] Más datos sobre este científico quilmeño-inglés
en “Nuevo Diccionario Biográfico
Argentino” de Vicente Osvaldo Cutolo Vol. IV / L-M / Pp. 331y 332 y en
Emiliano J. Mac Dogout “Sir James
Mackenzie Davidson. Un argentino descubierto por Hudson” en. La Plata 1960,
Pp. 69-77.
[7] Penzance o Pennsans es una localidad
portuaria británica localizada en la península de Cornualles
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