El de 7 noviembre próximo pasado publiqué una nota sobre el Hotel "Astrid", y anteriormente el 8 de julio sobre el Hotel "La Amistad" (1) volviendo al tema, a continuación, reproduzco un capítulo de ese sustancioso libro de misceláneas quilmeñas de la segunda fundación, que escribió ese imperecedero vecino que fue don José Andrés López (2), "Quilmes de antaño" (1934), del que se hizo una nueva edición municipal en 2016. (3) Vendrán otras notas sobre los antiguos hoteles de Quilmes.
Quitarle al Quilmes de ayer cualquiera de esos singulares dones, valía tanto como quitarle a Pisa su extraña torre inclinada.
Por fortuna, sin duda para consolarnos de su desaparición, los conservó como centros vitales de su ser el tiempo necesario para que se crearan los que, a influjo de la evolución habrían de substituirlos, sin que sintiéramos el dolor de su extinción, ni viéramos la fea mueca de su atrofia.
De la botica hemos dicho, en el artículo que le consagramos, cuanto a su recuerdo importaba; del hotel lo diremos ahora.
De tal manera estuvo él vinculado, estrechamente vinculado, a la vida económica, política y social de Quilmes por espacio de treinta años o más, que ni una sola de sus manifestaciones le es extraña.
Si de la botica podía decirse que, sin Matienzo, no era otra cosa que un modestísimo despacho de drogas y que los prestigios de su existencia material eran irradiaciones del espíritu de su dueño, del hotel correspondía decir lo mismo.
No eran, sin duda alguna, la del boticario y la del hotelero dos vidas paralelas del punto de vista de sus prestigios; pero se adaptaban maravillosamente a sus respectivas órbitas de influencia y popularidad, que animaba una dinámica común. Y era ahí donde estaba su semejanza.
Muchas veces intentóse dar vida a otros establecimientos de su propio género, con mayor confort, cocina y servicio; pero en vano. Fueran sus dueños criollos como Agapito Echagüe y Juan Escobar, o extranjeros como Bellati fracasaban en el propósito.
En el hotel de Risso, tal como era, y que tampoco podía ser de otra manera, tenía Quilmes su hotel propio, típico; imagen y semejanza de su condición; identificación de sus gustos e inclinaciones y centro único de sociabilidad masculina.
Podía ser aquello poco hotel para otros pueblos no superiores a Quilmes, pero para éste no.Convenía maravillosamente a sus modalidades; estaba hecho a su medida, con la prudente elasticidad que correspondía, mejor que a la previsión, a la tela que cedía discretamente al crecimiento del organismo dentro de su originaria estructura sin alterar sus características.
Y ese secreto, el de su ser, no estaba en el hotel, por ser como era, sino en su dueño, por ser quien era y como era.
Hoteles como el suyo podía hallarse uno a la vuelta de cada esquina; lo que no era fácil de hallar, ni alumbrando con la linterna del filósofo, eran hoteleros como él.
Podía el menaje ser vulgar y observable el servicio, hasta para el gusto menos refinado; tener mozos de comedor como Juan Cuitiño especie do hipopótamo, trasladado allí desde los lagos del África Central y puesto en dos pies, con delantal más o menos blanco, para servir una clientela de "sarnosos”, como la llamaba él, con gracia de paquidermo.
Podían los pinches que ayudaban al cocinero llamarse Severo Requena o Mauricio Aldaz, y ser toda lo demás sino peor, tampoco mejor que lo enumerado.
Para que todo aquello pareciera excelente como detalle natural y necesario del hotel, bastaba su dueño, bastaba Félix, como familiarmente se le llamaba. Sí, aquello era el hotel ideal de Quilmes y Félix el hotelero de aquel hotel. La novedad del que, para hacerle competencia, estableciera Agapito Echagüe, pieza de por medio, pudo brindar a su habitual clientela nuevas sendas y empujarla por ellas en dirección contraria a la de sus hábitos; pudo brindarla un confort de refinamiento menos criollo, un servicio más exótico; pero en medio de todo aquello faltaba Félix, el calor de hogar de su trato y pasado el deslumbramiento de su novedad que atraía, pero no arraigaba, volvían todos a la vieja querencia.
Al Quilmes de la ranchería, anterior a la venida del ferrocarril y a los paseantes en cabalgaduras propias o de alquiler y a las diligencias de Córdoba y Acuña, atraía el hotel. Este y su dueño eran lo que a los viajeros del Gran Desierto la llegada a un oasis, y lo que son éstos al desierto misino.
Era el hotel lo que hemos dicho y criollo su dueño, pero, cuando con la llegada del ferrocarril sonó para Quilmes la hora de salir de su cristalización, de modernizarse, de renovar su sangre, se dejó aquel empujar por la dinámica evolutiva, aunque sin perder su tradición ni sus características propias.
Instalado ahora en novísimo y amplio local, se modificó fundamentalmente su exterior; pero su vida interna, sus encantos patriarcales, siguieron siendo lo que antes fueron, Félix, el mismo Félix y su clientela, conservando como un culto, hábitos, humor y costumbres que copiaban y hacían suyas de buen grado los recién llegados, sin que los otros tomaran nada de las que aquellos traían.
Y el hotel siguió siendo como antes: hotel, centro social y casa del pueblo; y Quilmes sentíase orgulloso de tener aquello y exhibirlo como la mejor y más genuina de sus instituciones.
Aunque las reformas aumentaron las comodidades, éstas no se apartaban del viejo patrón y se adaptaban a él.
Tenía ahora el hotel billares, caballerizas, amplio local cubierto para reñidero de gallos, un salón más o menos reservado para juegos de azar, siempre prohibidos y siempre tolerados, y un amplio patio adaptable para banquetes, etc. Hasta el arte hubo de asociarse a la modernización del popular hotel, y un buen día los concurrentes, al comedor privilegiado vieron como de un fondo, rico en primaverales tonos, iban surgiendo verduras, frutas, aves, en suma, una bizarra confusión de naturaleza muerta.
¿Qué quién era el Zeuxis? (4) ¡Un estómago agradecido que de aquella manera y con tal moneda pagaba su adición!
Las comidas o almuerzos en el tal comedor, antes o después del decorado zeuxiano, cuando congregaba los parroquianos calificados para el regocijo, precedidos por Félix, si como cantidad, suntuosidad y riqueza estaban lejos de competir con la mesa de Lúculo, con su sana alegría y el sprit de pura cepa criolla que allí reinaban, valían bastante más.
No faltan por ahí gentes a las que molestan los ruidos todos y más que ningún otro el que producen las campanas, y se empeñan en suprimirlos por medio de leyes u ordenanzas.
Cuando algo de esto oímos o leemos, viene a nuestra memoria la infernal algarabía que en los patios del hotel, y al amanecer de cada día, metían los gallos, al ensayar desde sus jaulas, en los mas destemplados tonos, su galante saludo a la aurora, que para muchos de aquellos cantores era mejor el César, morituri te salutant, porque algunas horas después irían a morir como buenos, o a matar en los reñideros de la Capital. Si el sonar de las campanas les resultaba intolerable, aquello les había de sonar a gloria.
Lo que no quiere decir que aquel incesante desafinar en todos los tonos de la desarmonía, no fuera para renegar de la propia Arcadia, donde, sin duda, no habría gallos; que si los hubiera, Dafne y Leucipo no lo habrían elegido para su idilio.
El mayor espacio de los patios estaba ocupado por los gallos y sus jaulas y ellos y sus matinales cantos, y sus constantes desafíos de jaula a jaula durante el día, constituían el detalle más pintoresco y típico del popular hotel. No era menos pintoresco e interesante el espectáculo de las riñas, que tantos apasionados tenían y tan irresistiblemente atraían.
Tal cual ocasión se veían en las tribunas como curiosos y sin intervenir en las apuestas, a los señores Andrés Baranda, Fernando y Mariano Otamendi, Pedro Risso, Remigio González, José A. Matienzo, etc.
Era también el hotel refugio holgado de cierto género de bohemios, a los que Félix no les negaba jamás generosa hospitalidad, que ellos pagaban con la moneda de sus servicios menudos, al cuidado de gallos y caballerizas, o haciendo de pinches y mandaderos; los que, como Severo Requena, Mauricio Áldaz y Pedro Islas, acaban por incorporarse al hotel, mejor que como servidores, como parásitos, sin alientos ellos para irse, ni valor Félix para despedirlos.
Pero un buen día Félix se cortó la coleta, como los toreros al retirarse de las lidias, traspasando a otros los trastos del oficio, no sin sentir las nostalgias de la vida que abandonaba.
El hotel ahí se quedó… pero sin Félix.
Con él se fueron los bohemios, las jaulas, los gallos y todo cuanto constituía el encanto de aquel hotel sin igual, que desaparecía antes que se le abandonara por anacrónico. Febrero 6 de 1918
Hotel de Risso, luego de Bellati, en la esquina NO de Sarmiento y Alsina.
EL HOTEL DE RISSO
“CADA
región en la tierra, tiene su don preeminente”. Quilmes tenía también, y no
uno; tenía dos: la Botica de Matienzo y el Hotel de Risso. Quitarle al Quilmes de ayer cualquiera de esos singulares dones, valía tanto como quitarle a Pisa su extraña torre inclinada.
Por fortuna, sin duda para consolarnos de su desaparición, los conservó como centros vitales de su ser el tiempo necesario para que se crearan los que, a influjo de la evolución habrían de substituirlos, sin que sintiéramos el dolor de su extinción, ni viéramos la fea mueca de su atrofia.
De la botica hemos dicho, en el artículo que le consagramos, cuanto a su recuerdo importaba; del hotel lo diremos ahora.
De tal manera estuvo él vinculado, estrechamente vinculado, a la vida económica, política y social de Quilmes por espacio de treinta años o más, que ni una sola de sus manifestaciones le es extraña.
Si de la botica podía decirse que, sin Matienzo, no era otra cosa que un modestísimo despacho de drogas y que los prestigios de su existencia material eran irradiaciones del espíritu de su dueño, del hotel correspondía decir lo mismo.
No eran, sin duda alguna, la del boticario y la del hotelero dos vidas paralelas del punto de vista de sus prestigios; pero se adaptaban maravillosamente a sus respectivas órbitas de influencia y popularidad, que animaba una dinámica común. Y era ahí donde estaba su semejanza.
Muchas veces intentóse dar vida a otros establecimientos de su propio género, con mayor confort, cocina y servicio; pero en vano. Fueran sus dueños criollos como Agapito Echagüe y Juan Escobar, o extranjeros como Bellati fracasaban en el propósito.
En el hotel de Risso, tal como era, y que tampoco podía ser de otra manera, tenía Quilmes su hotel propio, típico; imagen y semejanza de su condición; identificación de sus gustos e inclinaciones y centro único de sociabilidad masculina.
Podía ser aquello poco hotel para otros pueblos no superiores a Quilmes, pero para éste no.Convenía maravillosamente a sus modalidades; estaba hecho a su medida, con la prudente elasticidad que correspondía, mejor que a la previsión, a la tela que cedía discretamente al crecimiento del organismo dentro de su originaria estructura sin alterar sus características.
Y ese secreto, el de su ser, no estaba en el hotel, por ser como era, sino en su dueño, por ser quien era y como era.
Hoteles como el suyo podía hallarse uno a la vuelta de cada esquina; lo que no era fácil de hallar, ni alumbrando con la linterna del filósofo, eran hoteleros como él.
Podía el menaje ser vulgar y observable el servicio, hasta para el gusto menos refinado; tener mozos de comedor como Juan Cuitiño especie do hipopótamo, trasladado allí desde los lagos del África Central y puesto en dos pies, con delantal más o menos blanco, para servir una clientela de "sarnosos”, como la llamaba él, con gracia de paquidermo.
Podían los pinches que ayudaban al cocinero llamarse Severo Requena o Mauricio Aldaz, y ser toda lo demás sino peor, tampoco mejor que lo enumerado.
Para que todo aquello pareciera excelente como detalle natural y necesario del hotel, bastaba su dueño, bastaba Félix, como familiarmente se le llamaba. Sí, aquello era el hotel ideal de Quilmes y Félix el hotelero de aquel hotel. La novedad del que, para hacerle competencia, estableciera Agapito Echagüe, pieza de por medio, pudo brindar a su habitual clientela nuevas sendas y empujarla por ellas en dirección contraria a la de sus hábitos; pudo brindarla un confort de refinamiento menos criollo, un servicio más exótico; pero en medio de todo aquello faltaba Félix, el calor de hogar de su trato y pasado el deslumbramiento de su novedad que atraía, pero no arraigaba, volvían todos a la vieja querencia.
Al Quilmes de la ranchería, anterior a la venida del ferrocarril y a los paseantes en cabalgaduras propias o de alquiler y a las diligencias de Córdoba y Acuña, atraía el hotel. Este y su dueño eran lo que a los viajeros del Gran Desierto la llegada a un oasis, y lo que son éstos al desierto misino.
Era el hotel lo que hemos dicho y criollo su dueño, pero, cuando con la llegada del ferrocarril sonó para Quilmes la hora de salir de su cristalización, de modernizarse, de renovar su sangre, se dejó aquel empujar por la dinámica evolutiva, aunque sin perder su tradición ni sus características propias.
Instalado ahora en novísimo y amplio local, se modificó fundamentalmente su exterior; pero su vida interna, sus encantos patriarcales, siguieron siendo lo que antes fueron, Félix, el mismo Félix y su clientela, conservando como un culto, hábitos, humor y costumbres que copiaban y hacían suyas de buen grado los recién llegados, sin que los otros tomaran nada de las que aquellos traían.
Y el hotel siguió siendo como antes: hotel, centro social y casa del pueblo; y Quilmes sentíase orgulloso de tener aquello y exhibirlo como la mejor y más genuina de sus instituciones.
Aunque las reformas aumentaron las comodidades, éstas no se apartaban del viejo patrón y se adaptaban a él.
Tenía ahora el hotel billares, caballerizas, amplio local cubierto para reñidero de gallos, un salón más o menos reservado para juegos de azar, siempre prohibidos y siempre tolerados, y un amplio patio adaptable para banquetes, etc. Hasta el arte hubo de asociarse a la modernización del popular hotel, y un buen día los concurrentes, al comedor privilegiado vieron como de un fondo, rico en primaverales tonos, iban surgiendo verduras, frutas, aves, en suma, una bizarra confusión de naturaleza muerta.
¿Qué quién era el Zeuxis? (4) ¡Un estómago agradecido que de aquella manera y con tal moneda pagaba su adición!
Las comidas o almuerzos en el tal comedor, antes o después del decorado zeuxiano, cuando congregaba los parroquianos calificados para el regocijo, precedidos por Félix, si como cantidad, suntuosidad y riqueza estaban lejos de competir con la mesa de Lúculo, con su sana alegría y el sprit de pura cepa criolla que allí reinaban, valían bastante más.
No faltan por ahí gentes a las que molestan los ruidos todos y más que ningún otro el que producen las campanas, y se empeñan en suprimirlos por medio de leyes u ordenanzas.
Cuando algo de esto oímos o leemos, viene a nuestra memoria la infernal algarabía que en los patios del hotel, y al amanecer de cada día, metían los gallos, al ensayar desde sus jaulas, en los mas destemplados tonos, su galante saludo a la aurora, que para muchos de aquellos cantores era mejor el César, morituri te salutant, porque algunas horas después irían a morir como buenos, o a matar en los reñideros de la Capital. Si el sonar de las campanas les resultaba intolerable, aquello les había de sonar a gloria.
Lo que no quiere decir que aquel incesante desafinar en todos los tonos de la desarmonía, no fuera para renegar de la propia Arcadia, donde, sin duda, no habría gallos; que si los hubiera, Dafne y Leucipo no lo habrían elegido para su idilio.
El mayor espacio de los patios estaba ocupado por los gallos y sus jaulas y ellos y sus matinales cantos, y sus constantes desafíos de jaula a jaula durante el día, constituían el detalle más pintoresco y típico del popular hotel. No era menos pintoresco e interesante el espectáculo de las riñas, que tantos apasionados tenían y tan irresistiblemente atraían.
El reñidero en el Hotel de Risso (dibujo del Arq. Daniel Hurrell)
Allí en las graderías de
primera fila que circundaban el redondel, se veía a Félix, Celestino, Benito
y Ramón Risso, Agustín Armesto, Mariano Vega, Maximiano Córdoba, Juan Escobar,
Napoleón Romero, Rufino Fornaguera, Indalecio y Domingo Sánchez, Manuel D.
Soto, Antonio Montalvo, Ernesto Goyena, Juan Ramos y no pocos aficionados
venidos de la Capital,
Lomas y Barracas, pendiente su alma toda de las emocionantes y rápidas
alternativas de la riña cambiando apuestas con la misma vertiginosa rapidez que
cambiaba la situación de los combatientes.Tal cual ocasión se veían en las tribunas como curiosos y sin intervenir en las apuestas, a los señores Andrés Baranda, Fernando y Mariano Otamendi, Pedro Risso, Remigio González, José A. Matienzo, etc.
Era también el hotel refugio holgado de cierto género de bohemios, a los que Félix no les negaba jamás generosa hospitalidad, que ellos pagaban con la moneda de sus servicios menudos, al cuidado de gallos y caballerizas, o haciendo de pinches y mandaderos; los que, como Severo Requena, Mauricio Áldaz y Pedro Islas, acaban por incorporarse al hotel, mejor que como servidores, como parásitos, sin alientos ellos para irse, ni valor Félix para despedirlos.
Pero un buen día Félix se cortó la coleta, como los toreros al retirarse de las lidias, traspasando a otros los trastos del oficio, no sin sentir las nostalgias de la vida que abandonaba.
El hotel ahí se quedó… pero sin Félix.
Con él se fueron los bohemios, las jaulas, los gallos y todo cuanto constituía el encanto de aquel hotel sin igual, que desaparecía antes que se le abandonara por anacrónico. Febrero 6 de 1918
NOTA
(1) Ver en EL
QUILMERO del lunes, 8 de julio de 2019, Lupercia María Córdova – El Hotel “La
Amistad”;
Ver en EL QUILMERO
del viernes, 7 de febrero de 2014, La Primera Casa de Altos de Quilmes;
Ver en EL QUILMERO
del miércoles, 15 de mayo de 2019, “Los Echagüe – Cuitiño”
(2) Ver en EL
QUILMERO del lunes, 8 de junio de 2009, “José
Andrés López - Intendente 1904-1905 - El Quilmes De Antaño”
(4) Zeuxis o
Zeuxipo pintor griego de la Época Clásica. Estuvo activo aproximadamente entre
los años 435 y 390 a. C. Nació en Heraclea. Pasó la mayor parte de su
vida en Atenas, donde fue uno de los pintores más cotizados de su tiempo.
(wilkipedia)
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