Como todos los pueblos y sus barrios, Quilmes, La Colonia tuvo sus locos. Personajes que ambulaban sin sombra y sin destino por las calles del pueblo buscando quién sabe qué sentido para sus vidas. Hombres y mujeres que habían perdido las rutinas o se negaban a ellas y establecían con el prójimo un trato desigual, ellos desde la confusión, nosotros desde el pretendido equilibrio.
Allá por los años 30, una de ellas era Calola, que vivía cerca de la intersección de Baranda y 12 de Octubre. Se pintaba exageradamente, tenía un timbre de vos extremadamente agudo y hablaba rapidísimo. Se apuraba ofuscada por las calles puteando constantemente por lo bajo, con ese tonito y su constante enojo que los chicos del barrio impiadosos imitaban.
Otro era Santiago, el tano loco. Era italiano y vestía como un verdadero cocoliche, con tonos desencontrados, un sombrero pequeño de alas raídas y zapatones comode clown. Recorría siempre las mismas calles, se paraba en una esquinas y a toda voz entonaba tangos a los que les cambiaba la letra incorporándoles chismes del barrio, como el noviazgo de fulana con mengano, el rumoreado adulterio de tal o cual, el tiempo que llevaba embarazada fulanita comparado con el de su matrimonio y cosas bastante densas y enojosas para la moral de la época.
Si los chicos de las veredas lo veían llegar, comenzaban a advertir, ¡Santiago, el loco! ¡Santiago, el loco! y todos se metían en sus casas; la vecindad se escabullía escapando a su maledicencia, pero atenta detrás de las celosías entornadas. Nadie se hacía ver para evitar que Santiago, el loco, lo recordara y comenzara a entonar chismes tangueros con sus vidas, salvo los pibes que se sentaban al borde de las zanjas para escuchar su rosario de infundios que deben haber provocado más de un conflicto matrimonial.
Un mal día, Santiago se metió con un notorio tahúr de la vecindad y no se lo vio más. Se supo luego, que lo habían internado en Vieytes.
Junto al cruce peatonal sobre las vías ferroviarias de la calle San Luís, antes de que hicieran el túnel bajo nivel, en una especie de chabola de maderas y chapas, allá por los años 50, vivía una mujer rodeadade 7 ú 8 perros y un gato blanco y negro que estaba casi pelado pues los canes se entretenían largo rato lamiéndolo, cuando paraba uno seguía otro.
Los vecinos llamaban a la desafortunada "la mujer de los perros". No hablaba ni se trataba con nadie. Era joven y en su abandono conservaba cierta belleza y finura que debió haber lucido en otro tipo de vida. Dicen que había sido docente. Su familia tenía un muy buen pasar y se avergonzaba de esta situación. Por eso, de vez en vez, algún pariente venía a buscarla, ella se resistía, pero se la llevaban a la fuerza.Tarde o temprano regresaba a su pocilga y a sus perros que durante el tiempo de su ausencia habían estado aullando de manera insoportable, para descanso del gato que comenzaba a pelechar. Una fría mañana de julio, los aullidos de lajauría fueron escalofriantes y los vecinos alarmados se acercaron al chaperío de "la mujer de los perro" y la encontraron muerta.
En la esquina de Bernardo de Irigoyen y Bombero Sánchez por los años 30 había una casa de altas ventanas balcón. Frente a una de esas ventanas se sentaba todas las tardes en una mecedora Thonet una mujer de unos 50 años, vestida con un traje blanco amarillento de nena, lleno de puntillas y un tanto raído; llevaba moños en la cabeza y las mejillas extremadamente rojas de rubor. Abrazaba una muñeca bastante maltratada y sucia con la que se mecía cantando a viva voz nanas y villancicos. El piberío se acercaba a escucharla y le hacían coro entre bromasy burlas hirientes, hasta que el bullicio atraía a una parienta de la mujer que cerraba violentamente la ventana, tras la rechifla de los chicos.
Un caso similar, por la misma época, fue el de la tía de los "A". Esta mujer, de casi 60 años, indefectiblemente, todas las semanas del año, martes, jueves y sábado, a las 5 en punto de la tarde, se sentaba al piano en la sala de su casa, vestida de novia, junto a la ventana que daba a la calle Colón. Tocaba valses, solo valses, con algunas caídas abruptas en algunas notas y ausencia de ciertos bemoles. Las vecinas, cuando el tiempo lo permitía, sacaban las sillas a las puertas para deleitarse en la paz de la tarde, porque los sonidos corrían por toda la cuadra y más allá si el viento ayudaba. Y no era la "niña novia" de Baldomero ni la del poema de Carriego.
A más de una vecina se le cayó un lagrimón, cuando undía la vieron salir de la casona flanqueada por dos de sus sobrinas y el Dr. "S", detrás, pues sabían a donde la llevaban y de donde no volvió jamás. No hubo más valses en la cuadra, la ventana se surcó de tablones y años después con la casa cayó su historia en la memoria de los viejos.
¿Qué habrá sido de sus vidas, antes y después de su locura? Eso queda para la fantasía de un escritor.
Chalo Agnelli
Leído el viernes 13 de agosto de 2010, por el maestro Pedro Costa en su programa "Franqueo Simple" de la radio "Ahijúna", FM 94.7