Aspecto que presenta una verde
llanura. Cardos y cardos gigantes. Verdaderos “pueblos” de vizcachas,
enormes roedores constructores de cuevas. Montes y bosquecillos surgiendo como
islas en la inmensidad de la planicie. Los árboles plantados por los primeros
colonos. Transformación de los colonos: de agricultores a ganaderos. Las casas
como parte del paisaje. Dieta carnívora de los gauchos. Modificaciones que
introduce el verano en el aspecto de la pampa. Espejismos de agua. El cardo
gigante y el “año de los cardos”. El temor a los incendios. Incidente ocurrido
durante uno de ellos. El pampero, o viento del sudoeste y la caída de los
cardos. Los cardos caídos y sus semillas, alimento para animales. Un gran
pampero. Una fuerte granizada. Daños causados por el granizo. Muere Zango, el
viejo caballo Zango y su dueño.
LAS PAMPAS
Aunque
tenía apenas seis años, ya era capaz de montar en pelo y andar al galope sin
caerme, acompáñenme a cruzar la legua que separa la tranquera de un sitio donde
la tierra se eleva a un metro o un metro y medio por encima del nivel
circundante. Allí, sobre nuestros caballos, tendremos a la vista un horizonte
mucho más amplio que el que podría llegar a dominar de pie el más alto de los
hombres. De este modo, lector, podrá formarse una idea de cómo era la comarca
en la que pasé los diez años más susceptibles de mi vida: desde los cinco hasta
los quince.
Vemos
a nuestro alrededor una extensión de tierra muy plana. El horizonte aparece
como un perfecto anillo de un vago color azul precisamente allá donde el
cristal del cielo se apoya sobre este mundo verde. Verde al final del otoño,
durante todo el invierno y la primavera - es decir - de abril a noviembre.
Empero aquello no se parecía a un prado o a una extensión de césped bien
cuidado. Había, sí, áreas más uniformes donde seguramente habían estado
pastoreando las ovejas, pero en general la superficie variaba, presentando un
aspecto bastante salvaje. En ciertos lugares la tierra se cubría de espesos
matorrales de cardoon thisfles[1] o alcachofa
silvestre. Hasta donde se perdía la vista podía divisarse su color azulado o
verde grisáceo. En otros sitios florecía el cardo gigante. Esta planta posee
grandes hojas verdes jaspeadas de blanco y alcanza una altura de dos metros
durante la época de floración.
Había
también otro tipo de accidentes en aquella verde planicie: eran las grietas
producidas por las vizcachas, roedores del tamaño de una liebre. Las vizcachas,
grandes excavadoras, pululaban por todo ese distrito. Actualmente han sido
prácticamente exterminadas. Vivían en "pueblos" llamados vizcacheras,
compuestos por treinta o cuarenta inmensas cuevas, casi tan grandes como media
docena de madrigueras de tejones unidas. La tierra que extraían de estas
excavaciones formaba un montículo que despropósito por completo de vegetación,
se destacaban en el paisaje como una mancha color arcilla sobre el verde de la
superficie. Desde el caballo se llegaban a contar cincuenta o sesenta de estos
montículos o vizcacheras. No se veían cercos ni otros árboles que no fueran los
que habían plantado en las viejas estancias y como éstas se hallaban muy
distanciadas, los montes y bosquecillos, vistos desde lejos, simulaban pequeñas
islas o colinas azules sobre la gran llanura o pampa. Por lo general se trataba
de árboles de sombra, siendo el más común el álamo de Lombardía que es el que
con mayor facilidad crece en esa zona. Estos árboles de las estancias o
haciendas eran, aun en la época de mi narración, invariablemente muy antiguos y
en muchos casos se encontraban en avanzado estado de decadencia y podredumbre.
Resulta interesante enterarse de cómo aparecieron aquellos montes y
bosquecillos en un país donde prácticamente no se plantaban árboles.
Los
primeros colonos que se establecieron en las vastas y solitarias pampas,
provenían de países en los que la gente estaba acostumbrada a sentarse a la
sombra de los árboles, países en los que el grano, el vino y el aceite eran
artículos de primera necesidad en los que se cultivaban hortalizas en el
jardín... Naturalmente, entonces se ocuparon de hacer jardines, de plantar
árboles - frutales y de sombra - dondequiera que construían sus hogares. Sin
duda, durante dos o tres generaciones trataron de vivir corno en los distritos
rurales de España. Pero luego empezaron a dedicarse a la cría de ganado y como
éste vagaba a su antojo por la llanura y era más salvaje que doméstico, debieron
pasarse la vida a caballo para controlarlo. Abandonaron pues las antiguas
tareas de arar la tierra y proteger a las cosechas de los insectos, los pájaros
y sus propios animales. Se vieron obligados a renunciar asimismo al aceite, al
vino y al pan, acostumbrándose a basar su alimentación en la carne. Sentados a
la sombra, comían la fruta de los árboles que habían plantado sus padres o sus
bisabuelos, hasta que esos árboles se morían de viejos, los derribaba un viento
o los destruía el ganado. Se acababa entonces la sombra y la fruta. Y así fue
como los colonos españoles de las pampas dejaron de ser agricultores para
transformarse sin excepción en ganaderos y cazadores.
Más
tarde, cuando el país se liberó del yugo español, como se lo llamaba
comúnmente, se sucedieron las guerras sanguinarias entre las distintas
facciones, guerras similares a las que llevan a cabo los cuervos y las urracas,
con la única diferencia que se empleaban cuchillos en vez de picos. Esta
situación contribuyó a estancar a los colonos en su estilo rudo e incivilizado
de vida. Y fue, también, así como aquellos grupos de árboles quedaron como
restos de un pasado desaparecido. Volveré a referirme a estos montes cuando describa
nuestros vecinos más cercanos y sus hogares. Por ahora habré de limitarme a
mencionar las casas con o sin árboles que formaban parte de aquel paisaje.
Eran
en su gran mayoría casas bajas, escasamente visibles a media legua de
distancia. Para entrar en ellas debía uno invariablemente encorvarse. Se las
construía con ladrillos crudos o cocidos o, más a menudo aún, con paja y barro.
El techo solía estar hecho de espadañas o juncos. En algunas de las mejores
había también un jardín que consistía en unos pocos metros de terreno
protegidos de las aves y de los animales. Se cultivaban allí. algunas flores y
ciertas hierbas, especialmente el perejil, la ruda, la salvia, el tanaceto y el
marrubio. No se practicaba otro tipo de cultivo fuera de los ya mencionados.
Sólo se comían cebollas y ajo, hortalizas que se adquirían en el almacén como
el pan, el arroz, la yerba, el aceite, el vinagre, pasas, canela, pimienta,
comino y todo aquello que se pudiera conseguir para sazonar el pastel de carne
y darle gustos diferentes a la monótona dieta de carne de vaca, oveja y cerdo.
Las únicas piezas de caza que se consumían eran el avestruz, el armadillo, el
tinamú (la perdiz del país). Eran los muchachitos los encargados de cazarlas
con trampas o persiguiéndolas a caballo y enlazándolas. Como no se les permitía
usar armas de fuego rara vez probaban los nativos aves como los patos salvajes
o los chorlos.
En
lo que respecta a la vizcacha, el corpulento roedor que abundaba en la zona, no
había gaucho que comiera su carne. A mí, sin embargo, me resultaba más sabrosa
aún que la del conejo. Los cambios que traía el verano a la planicie comenzaban
a notarse en noviembre. El pasto muerto y seco tomaba un color marrón-amarillento;
el cardo gigante adquiría una tonalidad herrumbre. En esta temporada - de
noviembre a febrero - el monte de casa, con su fresca sombra y su inalterable
verdor, se - convertía en un verdadero oasis dentro de aquella vasta planicie
amarilla. Era entonces, a medida que los cursos de agua se iban secando y se
acercaban los días en que el ganado vacuno y los rebaños de ovejas habrían de
padecer de sed, que se sucedían ante nuestros ojos las burlonas y engañosas
ilusiones del espejismo. Apenas llegada la primavera, en días cálidos y de
cielo despejado se presentaba el espejismo de agua. Este es muy semejante en su
aspecto al fenómeno que se produce en un caluroso día de verano inglés, cuando
el aire que cubre la superficie de la tierra se torna visible y danza en forma
de tenues y ascendentes lenguas de fuego, transparentes como el cristal unas,
perladas o plateadas otras. Siendo la pampa más chata, nivelada y su
temperatura más alta, los efectos se intensifican. Las llamitas temblorosas y
apenas visibles adquieren la apariencia de lagunas o sábanas de agua rizadas
por el viento brillando bajo el sol como plata fundida. El parecido con el agua
aumenta cuando hay montes o edificios en el horizonte alzándose como oscuras
islas o lomas, azules en la distancia. El ganado que pasta cerca de donde se
halla apostado el espectador, vadea hundido hasta las rodillas o la panza a
través de ese imaginario y resplandeciente líquido.
El aspecto de la planicie resultaba muy diferente durante lo que se denominaba el "año del cardo". Los cardos gigantes, que habitualmente ocupaban áreas bien definidas o crecían en zonas aisladas, comenzaban a aparecer por todos lados. Gran parte de los campos se cubrían entonces de estas plantas. En estos años de exuberancia, los tallos se volvían gruesos como los de la espadaña o el junco y alcanzaban una altura inusitada: tres metros. Era asombroso ver cómo brotaban hojas grandes como las del ruibarbo y cómo surgían los tallos, tan próximos que casi se tocaban. Si uno se metía entre los cardos y se quedaba allí parado se le antojaba que se los podía oír crecer, ya que las inmensas hojas se liberaban de su acalambrada posición mediante súbitas y rápidas sacudidas que producían una suerte de chasquido análogo al de las cáscaras de semilla de retama cuando se abren en el mes de junio inglés. Este sonido resultaba empero más fuerte aún. Para el gaucho, ese ser que pasa la mitad del día a caballo y ama su libertad como si fuera un pájaro silvestre, un "año de cardos" no era sino un odioso período de restricciones. Su pequeño rancho de adobe, con su techo tan bajo, se transformaba en una especie de jaula. Los altos cardos lo cercaban, tapándole la vista en todas direcciones. Cuando montaba se veía obligado a no apartarse de la estrecha huella del ganado. Encogía y levantaba las piernas continuamente para evitar las largas y agudas espinas. En aquellos lejanos y primitivos tiempos, si el gaucho era pobre no llevaba más calzado que un par de espuelas de hierro. Hacia fines de noviembre los cardos ya habían muerto y sus enormes tallos huecos comenzaban a secarse. Quedaban tan livianos como el cabo de una pluma de pájaro, pero su grosor era semejante al de dos palos de escoba y su largo fluctuaba entre los dos metros y los dos metros y medio. Las raíces no sólo morían, sino que además se pulverizaban en la tierra, de manera que se podía sacar cualquier tallo de su sitio con un solo dedo. Sin embargo, éste no llegaba a tumbarse por su propio peso porque estaba sostenido por docenas de otros tallos y éstos, a su vez, por cientos más y estos cientos por miles y millones. Los cardos secos causaban tantas molestias como los verdes. Se conservaban así durante todo el mes de diciembre y enero, es decir en la época más calurosa, y el peligro de incendio estaba siempre presente en la mente de los pobladores de la región. En cualquier momento una chispa de cigarrillo podía caer por descuido y encender la fatal llamarada. Cuando esto sucedía, bastaba que se vislumbrara el humo a lacia para que el paisano montara su caballo y volara al sitio de donde provenía la alarma. Una vez allí, realizaba la primera tentativa encaminada a detener el fuego: construía una especie de ancho sendero o vereda entre los cardos a unos cincuenta o cien metros del incendio. Había distintas formas de abrir esta brecha; una de ellas consistía en proceder a enlazar y matar algunas ovejas del rebaño más cercano a las que luego se arrastraba al galope una y otra vez a través del denso cardal hasta obtener el espacio del ancho requerido para aislar las llamas y poder sofocarlas a pisotones y golpes de matras.* No siempre se hallaban ovejas en las cercanías. Y aun cuando las hubiera y se lograra abrir el camino, si llegaba a soplar el viento cálido del norte, una lluvia de chispas y ramitas ardientes alcanzaba el otro lado. El fuego seguía entonces esparciéndose por el campo. Presencié uno de estos importantes incendios a los doce años de edad. Estalló a pocas leguas de casa. Avanzaba en nuestra dirección. Vi a mi padre subirse al caballo y salir a todo galope. Me tomó más de media hora conseguir un caballo, razón por la cual llegué tarde al lugar. Un nuevo incendio se había iniciado ya a unos ochocientos metros del principal. En éste se encontraba la mayoría de los hombres, luchando con las llamas. Me dirigí al más pequeño. Hallé a seis o siete vecinos que acababan de llegar. Antes de que entráramos en acción aparecieron veinte hombres provenientes del incendio principal. Ellos habían abierto la brecha entre los cardos, pero, viendo cómo se propagaba este más pequeño que recién se iniciaba, habían decidido volar en nuestra ayuda, abandonando su tarea. Su anterior labor les había demandado una hora. A medida que se aproximaban yo los observaba. Me llamó la atención la presencia del jinete que iba adelante, un negro alto en mangas de camisa. Era la primera vez que lo veía. “¿Quién será este negro?" me pregunté asombrado. En ese momento oigo que el negro me grita en inglés: - Hallo, my boy, what are you doing here? [2] Era mi padre. Una hora de ardua lucha con las llamas, entre nubes de negras cenizas, bajo el ardiente sol y azotado por el viento, lo habían convertido en un verdadero africano. Durante los meses de diciembre y enero, cuando este desolado mundo de cardos muertos y secos como yesca continuaba en pie, amenazaste y peligroso, el único deseo, la única esperanza de todos nosotros era la llegada del pampero. Este viento sopla del sudoeste. Suele presentarse con asombrosa rapidez, súbitamente, y con extraordinaria violencia en la época estival. Lo hace por lo general en tardes muy calurosas a las que ha precedido una serie de días de persistente viento norte, abrasador como el aliento de una fragua. Finalmente se calmaba este odioso soplo y el cielo se sumía en una tiniebla, una extraña oscuridad. Poco a poco se iba alzando una nube de tormenta sombría y opaca como si una montaña hubiera aparecido de pronto en la planicie, allá a lo lejos. En escasos minutos cubría la mitad del firmamento. Acompañada de truenos y relámpagos, caía una lluvia torrencial. Simultáneamente se desataba un vendaval que azotaba los encorvados árboles y sacudía la casa rugiendo feroz. Un par de horas más tarde todo habría pasado. A la mañana siguiente los detestables cardos habrían desaparecido casi totalmente o por lo menos se los encontraría diseminados por el campo. Luego de semejante tormenta el paisano experimentaba una sensación de alivio. Ya podía montar y salir nuevamente al galope en cualquier dirección por la vasta planicie, viendo cómo la tierra se extendía leguas y leguas delante de sus ojos. Se sentía entone como un prisionero al que le han abierto las puertas de la celda, como un hombre que, tras una larga enfermedad, recupera su vigor y puede volver a respirar bien y a caminar. No vivía yo atado al caballo, ni dependía de él tanto como el gaucho. Con todo, cuando evoco mi propia sensación de alivio después del pampero, me estremezco. (Quizá sería más exacto decir: "vuelve a invadirme el fantasma de aquel estremecimiento"). Experimentaba un inusitado placer al galopar sobre grandes extensiones de tierra oscura y plana, oyendo cómo los cascos de mi caballo quebraban los millones de tallos huecos desecados que la cubrían. Me parecía que eran los huesos de incontables enemigos muertos en batalla y esto me producía una extraña mezcla de sentimientos: una cierta alegría en la que también había una pizca de satisfacción por la venganza que le daba al conjunto un acre sabor. He mencionado hasta ahora los contratiempos que el cardo gigante - cardo asnal para los criollos, carduns mariana para los botánicos - ocasionaba en la región. Les resultará extraño entonces que diga a continuación que también podía considerarse al "año de cardos" como una bendición. Se trataba, sin duda, de un año de angustia; al temor de los incendios se sumaban las grandes zozobras que traían aparejados los relatos de robos y otros delitos. Estos rumores se difundían por toda la comarca, amedrentando muy particularmente a las pobres mujeres que se veían obligadas a quedarse tanto tiempo solas en los ranchos, encerradas por la espesa maraña de cardos llenos de espinas. Pero, a pesar de todo lo antedicho, el "año de cardos" recibía además el nombre de "año de engorde", puesto que los animales sin excepción: ganado vacuno, caballar, ovino y aun los cerdos, podían mordisquear a gusto las enormes hojas y los blandos y dulzones tallitos. Se hallaban pues en excelentes condiciones. Había sin embargo un par de inconvenientes para tener en cuenta: lo que los caballos ganaban en gordura, lo perdían en fuerza y vigor, y la leche de vaca adquiría un gusto desagradable. La mejor época de engorde llegaba cuando las plantas se habían endurecido tanto que dejaban de ser apetecibles para los animales, y las flores empezaban a derramar sus semillas. Cada flor era del tamaño de un pocillo de café; se abría en una mole blanca que esparcía una veintena de bolitas plateadas. Estas bolitas, una vez liberadas de sus pesadas semillas, flotaban en el viento, elevándose. El aire se llenaba de millares, de miríadas de ellas en cualquier dirección que uno mirara. La semilla caída era tan abundante que cubría el suelo en el que aún permanecían de pie las plantas muertas. La semilla del cardo es alargada y sutil, del tamaño de un grano de arroz carolina. Su color fluctúa entre el gris verdoso y el azulado y tiene manchas negras. Las ovejas la devoraban usando sus movedizos y extensibles labios superiores como si fueran cepillos de sacar migas, a fin de recogerlas dentro de sus bocazas. Los caballos hacían lo mismo. Los bovinos en cambio, no podían aprovecharlas, ya fuera porque no conocieran este truco o porque no eran capaces de usar eficazmente los labios y la lengua para tomar un alimento tan inasible como miguitas de pan. Los cerdos también engordaban durante este período como las ovejas y los caballos. Pero quienes más se beneficiaban eran las aves domésticas y silvestres, más aún que cualquier mamífero.
Para
cerrar este capítulo, volveré a dedicar un par de páginas al pampero, el viento
del sudoeste de las pampas argentinas. Describiré la mayor de todas las grandes
tormentas que he presenciado. Tuvo lugar cuando yo tenía casi siete años. Este
viento no es como el del sudoeste del Atlántico Norte e Inglaterra, cálido y
cargado de humedad procedente de los tórridos mares tropicales, como el que
Joseph Conrad[3]
ha personificado en su “Mirror of the Sea” (“Espejo del mar”), en uno de
los pasajes más sublimes de la literatura reciente. Se trata de un viento
excesivamente violento - como saben todos los marineros que lo han conocido en
el Atlántico Sur, saliendo del río, de la Plata. Es frío y seco, aunque muchas
veces venga acompañado de grandes nubes, truenos y torrentes de lluvia y
granizo. La tormenta puede durar media hora o medio día, pero cuando ha pasado,
el cielo queda límpido y sobreviene un tiempo espléndido. En aquella ocasión,
la temperatura estival se había tornado sofocante y, hacia la tarde, todos los
chicos - las niñas y los varones - decidimos salir a dar un paseo por el campo.
A poca distancia de la casa - habríamos recorrido apenas medio kilómetro cuando
nos dimos cuenta de que el cielo se estaba oscureciendo. Esta oscuridad
avanzaba desde el sudoeste, cubriendo el firmamento con tal rapidez que nos
alarmamos y emprendimos el regreso a toda carrera. La formidable tiniebla color
pizarra, acompañada de nubes amarillas de polvo, se nos adelantó y antes de que
cruzáramos la tranquera, los chillidos aterrorizados de los pájaros llegaron a
nuestros oídos. Al volver la vista atrás, vimos muchísimas gaviotas y chorlos
volando enloquecidos, tratando de escapar de la tormenta que se avecindaba. Un
enjambre de alguaciles de gran tamaño paso como una nube sobre nuestras
cabezas. Segundos después había desaparecido. En el momento preciso en que
llegábamos al portón de entrada, cayeron las primeras gotas, pesadas y
barrosas. Apenas habíamos conseguido refugiamos en la casa cuando se desató la
tormenta en toda su furia. Afuera estaba oscuro como si hubiera anochecido; la
conjunción de truenos y viento nos aturdía; los relámpagos eran enceguecedores
y la lluvia caía a raudales. Luego empezó a aclarar lentamente. A medida que
esto sucedía el aire se tornó blanco. Granizaba. Trozos de hielo de
extraordinario tamaño, grandes como huevos de gallina, pero de diferente forma:
eran chatos, (de poco más de un centímetro de grosor), y por su color parecían
bloques o pequeños ladrillos de nieve comprimida. Por fin la tierra se puso
blanca. A pesar de su enorme tamaño, el furioso viento arrastraba el granizo
por montones contra la pared de los edificios, dejando entonces pozos de casi
medio metro de profundidad en el blanco suelo de donde se habían levantado. La
tormenta terminó al anochecer. Recién al día siguiente la luz del sol reveló
los destrozos que ésta había ocasionado. Zapallos, calabazas y sandías yacían
por el suelo en pedazos; la mayor parte de los cultivos, incluyendo el maíz,
habían sido desbastados. También los árboles frutales habían sufrido grandes daños.
Cuarenta o cincuenta ovejas perecieron y otras cien quedaron tan lastimadas que
por espacio de muchos días se las veía caminar rengueando. Parecían como
atontadas por los golpes recibidos en la cabeza.
Murieron
asimismo tres novillos y un caballo, un viejo y querido caballo de montar, un
caballo con historia: el pobre Zango. Todos lloramos su muerte. Había,
pertenecido originalmente a un oficial de caballería que sentía por él un gran
cariño, cosa rara en una tierra donde el caballo y la carne de caballo
resultaban particularmente baratas y los hombres solían mostrarse descuidados y
hasta crueles con estos animales. Aquel oficial había pasado años en la Banda
Oriental, actuando en la guerrilla. Zango había sido su cabalgadura en todas
las batallas en que interviniera. Cuando regresó a Buenos Ayres, llevó consigo
a su viejo caballo. Dos o tres años más tarde vino a visitar a mi padre, de
quien se había hecho bastante amigo, y le contó que había sido destinado al
norte. No sabía qué hacer con Zango. Tenía veinte años; no servía ya para la
lucha. De toda la gente que este oficial conocía, sólo había, a su entender, un
hombre a quien se lo dejaría.
-Yo
sé que si usted se queda con el animal y promete cuidarlo hasta que su vida
termine, Zango estará a salvo. Podré sentirme confiado, tranquilo y contento
con la suerte que le ha de tocar, tan contento como me lo permita esta
separación forzosa del ser que más he amado en mi vida.
Mi
padre consintió y cuidó del caballo por espacio de nueve años hasta que aquel
funesto granizo le dio muerte. Zango era un animal de buena estampa, de pelaje
tostado oscuro, cola y crines muy largas. Yo lo recuerdo flaco y envejecido.
Así estaba ya cuando yo lo conocí. Su función principal consistía en cargar con
los chicos sobre su lomo para que aprendiéramos a montar. Mis padres habían
experimentado anteriormente una gran pena relacionada con Zango. Faltaban aún
muchos años para que aconteciera su extraña muerte. Mucho tiempo había
aguardado la llegada de una carta o algún tipo de mensaje de su dueño ausente y
a menudo se imaginaban el regreso del oficial, su alegría al encontrar vivo a
su viejo y querido compañero y poder ponerle los brazos alrededor del pescuezo.
Pero nunca más volvió el soldado, ni recibimos noticias de él. Finalmente
llegamos a la conclusión de que había perdido la vida en aquella lejana región
del país donde se libraban tantas batallas.
Volviendo
al relato de los daños que la tormenta de granizo produjo, diré que los más
afectados fueron sin duda los pájaros. Antes de que se iniciara, enormes
cantidades de chorlos dorados en bandada atravesaban la llanura. Uno de los
muchachos criollos que trabajaba en casa se ofreció a traer una bolsa de ellos
para la mesa. Tomó pues un morral y me subió sobre las ancas de su caballo. A
media legua de casa encontramos gran número de estos chorlos muertos. Yacían
uno al lado del otro tal como antes habían volado en su compacta bandada. Sin
embargo, mi compañero se negaba a recogerlos. Había otros saltando por ahí con
un ala quebrada. Fue justamente a éstos a los que el criollito se puso a
perseguir. Detrás de ellos se dirigió, dejándome para que le tuviera mientras
tanto las riendas del caballo. Una vez que lograba atraparlos, les daba vuelta
el pescuezo y los metía en la bolsa. Cuando hubo recolectado dos o tres
docenas, se subió. nuevamente a su caballo y regresamos a casa.
Esa
misma mañana nos enterarnos de que también había perdido la vida un ser humano.
Había sucedido en forma muy curiosa. Se trataba de un niño de seis años de edad
que vivía en un rancho vecino. Hallábase el pequeño parado en medio de la
habitación, mirando cómo granizaba, cuando un trozo de hielo de los que caían
atravesó el techo de paja y lo golpeó en la cabeza, causándole la muerte en forma
instantánea.
Dibujos
Franco Mosca - Ediciones Peuser 1945
Transcripción
Chalo Agnelli - hudsoniano
FUENTE
Hudson, Guillermo Enrique (1918) “Allá lejos y hace tiempo” Cap. V
–
Editado por elaleph.com
http://web.seducoahuila.gob.mx/
NOTAS
[1]
Probablemente se refiera al cardo de Castilla que es, comestible
[2]
“¡Hola hijo! ¿Qué estás haciendo aquí?”
[3]
Józef Teodor Konrad Korzeniowski, más conocido como Joseph Conrad, nació en Ucrania el 3 de diciembre de 1857, murió en Bishopsbourne,
Inglaterra el 3 de agosto 1924. Fue un novelista polaco que adoptó como
lengua literaria, el inglés. Su obra explora la vulnerabilidad y la
inestabilidad moral del ser humano, es considerado como uno de los más grandes
novelistas de la literatura inglesa. Hay un paralelismo grande entre él
u Hudson, además de haber sido grandes amigos. Ambos nacieron en países ajenos,
con otras lenguas, otras costumbres y realizaron su obra en inglés.
* La matra es una manta burda de lana o algodón que se coloca encima de la sudadera o la reemplaza. Se coloca sobre el lomo del caballo al ensillarlo y encima de la misma va la carona.