sábado, 11 de mayo de 2013

OLIVEIRA UN QUIJOTE DE LA MACULOPATÍA - MUESTRA DE LOS 60 AÑOS...


El viernes 10 de mayo, con una extraordinaria concurrencia de público, se presentó en el Museo de Artes Visuales "Víctor Roverano", la muestra de Manuel Oliveira de dibujos inéditos, realizados entre los años 2011-2012.  

La amada inmortal, el director Bernard Rose dibuja con mano sutil dos escenas que constituyen, según entiendo, el nú­cleo mismo de la película. En la primera, Giulietta y su padre descubren que Beethoven, atenazado por una sordera que él mismo se empeña en disimular para los demás, apoya el oído contra el pianoforte para percibir las vibraciones. A Giulietta, que lo ama, los ojos se le llenan de lágrimas: ¿cómo es posible que el destino se ensañe de esta manera con semejante artista? Un compositor sordo, no ha de existir demostración más brutal de la per­versidad de ese Dios que nos quiere infelices... Sin embargo, apenas la cámara vuelve al músico, no se lo ve angustiado. Por el contrario, en su rostro hay un suave éxtasis. Beethoven sabe que Claro de luna, la sonata que escribió pensando en la muchacha, y que ahora sus dedos echan a volar por la sala, es otra pieza magistral que ser­virá para justificarlo hasta el fin de los días.
Hispánico
Si se me permite la autorreferencia, debo decir que yo mismo fui testigo de una ex­periencia análoga. Una tarde de junio del '73 visité por primera vez a Borges en su departa­mento de Maipú y Marcelo T. de Alvear. En un momento dado me indicó que me levantase y fuera a la biblioteca, sacase de un anaquel tal y cuales libros y los abriese en tal y cuales pági­nas. Así lo dijo, sin vacilar. Luego me pidió que se los leyese. 'Dueño de unos ojos sin luz que solo pueden / leer en la biblioteca de los sue­ños' - decía unos de aquellos poemas. A Borges, que se proclamaba agnóstico y era el lector por antonomasia, alguien (¿Dios? ¿el azar?) le había quitado su don más preciado. Y sin em­bargo nada había de desesperación en sus ges­tos, nada de ira o siquiera resignación. Lo amonedó (el término es suyo) es otra página genial: 'Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnifica ironía / me dio a la vez los libros y la noche'.
Sufrimos por Beethoven o Borges porque somos ni Borges ni Beethoven. Si lo fué­ramos, sabríamos que la música y la literatura ocupaban en esas vidas un lugar tan importante que bien podían prescindir, llegado el caso, del oído o los ojos. Para ellos, su arte era el cuerpo todo, independientemente de cuál sentido lo sintetizase. La música está acá -decía el com­positor, tocándose las sienes. Y Borges, nuestro Borges, guardaba en su prodigiosa memoria bi­bliotecas enteras. 
Quijote
Un par de años hará, cuando el maestro Manuel Oliveira me contó que le habían detectado un problema en la vista, yo también pensé que no podía existir paradoja mayor para un pintor. Pero al cabo sospeché que ya se las iba a ingeniar para sacar provecho de la situa­ción, y todo en beneficio de esas dos enormes pasiones que lo acompañan desde siempre: la línea y el color. No me equivoqué. Manuel convirtió en desafío lo que para cualquiera de nosotros hubiera sido mansa resignación. Si se pierde en parte la visión central, ¿será posible dibujar apelando únicamente a la periférica? Probemos. Si de algún modo persisten en esa visión periférica zonas ocultas, ¿será posible dibujar recurriendo a la memoria? Volvamos a probar. El arte, en definitiva, no es más que un continuo y renovado desafío que implica siempre crecimiento. Hace exactamente sesenta años, cuando realizó su primera muestra indivi­dual, Oliveira ya lo había asumido. El problema de la maculopatía (¡vaya con la palabra!) no creo que haya sido, si con mucho, el más difícil de su brillante carrera.
El Hippy
Al principio hablé de dos momentos de la película de Rose que me habían parecido sustanciales. El segundo, muchos lo recordarán, es cuando ya próximo al ocaso (Beethoven mo­rirá tres años más tarde) se estrena ese monu­mento llamado Novena Sinfonía. En un momento dado el propio Ludwing sube al es­cenario. Suena el Himno a la alegría y nos­otros, los espectadores, creemos que él lo está escuchando. Pero por su cabeza pasa un re­cuerdo perturbador de la niñez, y enseguida también un alivio reparador: la posibilidad del arte. El coro canta la oda de Schiller: "Herma­nos, por encima del cielo estrellado / vive un Padre cariñoso. / Os postráis por millones? / No presientes al Creador del mundo? /Busca-dle sobre el cielo estrellado! /Sobre aquella es­trellas tiene que vivir." La música termina y el público, enfervorizado, lo ovaciona de pie. Pero es necesario advertírselo. Al girar sobre sus ta­lones, dos cosas sorprenden al compositor: una, que, su público finalmente lo haya reconocido en lo que vale; la otra, que todos piensen que la sinfonía ha concluido. ¿¡Cómo es que todavía no la siguen escuchando!?
Miguel Ángel Morelli







El jefecito - Grafito






Autorretrato - Pastel






Joven con moño negro - Grafito






EL ARTE, ESE DESTINO INEVITABLE

Recuerdo que en mis primeros años de infancia ju­gaba con lápices y acuarelas, dibujando y pinta­rrajeando sobre todo papel ó cartón
Duende desnudo
que apareciera frente a mí. Además, estimulado por mis, en toda reu­nión familiar, gustaba repetir mis payasadas: de pie sobre la mesa, con una barita en la mano, dirigía or­questas imitando a directores de bandas populares que frecuentemente tocaban en plazas del pueblo. Y tam­bién dirigía sinfonías que se irradiaban por L.R.A (Radio del Estado). Además era común que me disfra­zara imitando personajes de la época. Fue una hermosa niñez muy mimada por mis padres. Andaba en una pe­queña bicicleta, jugaba al fútbol en la calle y potreros. Aprendí a nadar a los 7 años. Todo era alegría, incluso lo eran aquellos tres primeros años de la escuela pri­maria.

Bastonero de la Boca
Muerta mi madre en el año 1938, todo pareció caerse. Fue un cambio de vida que costó largos años superar. Aquella ausencia, sin saberlo, trasformaba mi conducta constantemente. Todo era des­aliento; mi padre tratando de superar aquellos largos y dolorosos momentos, volcó su fuerza amatoria en el cuidado de sus hijos basándose en todo lo referente a las necesidades materiales. La escuela primaria ya re­sultaba de una pesadez agravada año tras año. Así, hasta los comienzos de aquella adolescencia en la que me tocó asumirme muy prematuramente y en la que crecían día a día mi soledad y mi rebeldía. El tremendo amor de ese padre temperamental, su concepción de la vida, su sacrificio y mi admiración a su nobleza, a su bondad, estaban tan dentro mío, como lo estaban mis absurdas pretensiones de ser comprendido en medio de ese ámbito social y familiar poco propicio para el desarrollo de toda inquietud artística.

No obstante, sorpresivamente mi padre me regaló un pequeño violín, sabiendo que me haría feliz es­tudiar música. Fue un gesto maravilloso, pero apenas comencé a comprender algo sobre el instrumento, el surgimiento de una difícil situación económica del hogar, lamentándolo, me pidió que abandone el violín.

Al terminar la escuela primaria, decidí complacer a mi padre, primero estudiando publicidad y luego ingre­sando en el Colegio Nacional Mariano Moreno de la Ca­pital Federal, para seguir la carrera de Perito Mercantil.

Crucifixión
Felizmente antes de terminar ese primer año lectivo, una enfermedad me obligó a abandonar tal locura. Ante tanta obsesión por dibujar y pintar, fuera del ho­rario de trabajo (empleado en Cristalería Rigolleau), mi padre resignado, aceptó que estudiase arte. Fueron días muy intensos aquellos por querer ingresar en la Escuela Nacional de Bellas Artes "Prilidiano Pueyrredón". Cuando me acerqué para informarme sobre el examen de ingreso me respondieron que el día anterior había vencido el plazo de inscripción, y que podría intentar la formación de una mesa especial, por aceptación del Di­rector Nacional de Cultura, que era el único que podía autorizarlo. Fui a verlo a su despacho. Ese importantí­simo funcionario me recibió y al exponerle el deseo de ingresar a dicha escuela, se estableció un diálogo que me marcó para siempre, pues fue uno de los más gran­des estímulos que haya recibido:

- Joven, ¿por qué quiere ir a Bellas Artes?- me preguntó mientras mi­raba algunos grandes dibujos que había apoyado en el suelo.

- Para aprender, señor - contesté.

Su repuesta me sacudió; nunca había recibido tal halago; ponién­dome una mano sobre el hombro, mientras con la otra sostenía su pipa, me dijo:
- Si es así, no vaya, usted ya es un artista.

Salí de aquel despacho del edificio del Palace de Glace tan halagado como confundido, sintiendo lo ex­traordinario que el Director de Cultura de la Nación me considerara de tal manera después de haber visto, uno por uno, mis dibujos. A los pocos días de aquella entrevista me enteré que el director, que supo recibirme tan gentilmente y con tanta humildad, era el destacado escritor argentino Leopoldo Marechal. 
Manuel Oliveira