Chalo Agnelli
A mi
maestra de 1° grado Stella Maris Deambrosi,
a José "Yuyé" Viega Meelse y a sus padres, mis 'otros' abuelos.
En los vericuetos del asombro que conlleva hurgar en
viejos documentos se hallan antiguos (si antiguos son 70 años) textos de
nuestra región que no dejan de brindar información documental y placer
literario como dejo concreta prueba en las páginas sobre el ‘Género Epistolar’
volcadas en LA LETRAS DEL QUILMERO.
Berazategui es, desde hace 56 años, un partido
autónomo del viejo partido de Quilmes, pero nuestros lazos históricos y humanos
son tan estrechos que vale la pena recuperar aquel tiempo que nos hacía uno en
el máximo exponente de Región.
En este caso el autor es un vecino de Berazategui
que dejó una gran obra para aquel Quilmes regional, no sólo él, también su
esposa y su familia toda. Desde 1928, dedicó 42 años a la creación y
prosecución del Hospital de Quilmes junto a William Allison Bell, el Dr.
Isidoro Iriarte, doña Matilde Otamendi de Soria, el Dr. Pedro Elustondo, el
abogado Juan Domingo Pozzo, entre muchos otros. Fue presidente, secretario y
administrador de la Comisión Directiva de dicha institución, obra del pueblo de
Quilmes. Había sido jefe de la estación de Berazategui, cuando su ahínco laboral
lo llevó a la sección general de encomiendas en Plaza Constitución, a cargo de
numerosísimo personal.
Poseía una extraordinaria facilidad para redactar,
con bello estilo literario favorecido por su exquisita condición humana. Además
de las misceláneas sobre sus años como jefe de estación (que aún no se pudieron
hallar) escribió sus recuerdos de todos los aspectos: la vida, el personal y el
desenvolvimiento del Hospital, a pedido de sus amigos, quienes avizoraron que
era la persona más indicada para dar una ‘visión
retrospectiva, lúcida y valiosa’ de la
Institución. Escritos, estos, que fueron la fuente de que se valió don José
Goldar para escribir la “Historia
del la Sociedad Hospital de Quilmes Dr. Isidoro G. Iriarte”. [1]
Estaba casado con la educadora, fundadora de
escuelas, autora de textos escolares y directora de la Escuela Primaria N° 1 de
Quilmes, Rosalía Davel. Don Santiago J. Deambrosi falleció el 30 de abril de
1971.
El siguiente texto fue tomado del número
extraordinario del diario El Sol de Quilmes de noviembre de 1947. (Chalo Agnelli)
EXORDIO
En la presente nota, don Santiago J. Deambrosi, vecino
antiguo de Berazategui y San Francisco nos brinda en un estilo llano y agradabilísimo
algunos recuerdos de su infancia feliz en los “pagos” aludidos. Don Santiago
usa para provocar la atención y el interés del lector frases sencillas y
figuras “hudsonianas” por la sugestiva
riqueza de matices que presenta a quien inicia la lectura con curiosidad para
apurarla luego con avidez. Es que la anécdota representa sin duda el modo de
escribir más accesible a todos los lectores y el más difícil para quien no
tenga suficiente destreza literaria - generalmente es cosa de intuición más que
de estudio - para mantener el interés de la narración y dejar al lector
pendiente de los episodios que desfilan cinematográficamente ante los ojos de
su imaginación. En este trabajo, el Sr. Deambrosi que tiene realizada una
estimable aunque dispersa obra literaria entre nosotros, diseña diestramente
tipos y costumbres del pasado quilmeño, recuerda lugares hondamente sugestivos
y compara épocas sin hacer distingos, surgiendo en cambio la disparidad de
tiempos y modalidades en el mismo medio de residencia, al conjuro de gratos
recuerdos ligeramente teñidos con la melancolía de aquello que se aleja
paulatinamente de nosotros al compás de las horas, de los días, de los meses y
de los años... (Chalo Agnelli)
VOLVIENDO
AL PASADO DE BERAZATEGUI
Por don Santiago J. Deambrosi
RIGOLLEAU
Vencido por las exigencias de la siesta, miraba
somnoliento aquellos hombres de busto desnudo que se movían como engendros del averno, llevando en
alto porciones
de
masa ígnea extraída de
los grandes
hornos; esta escena
al cabo
de muchos años de ausencia,
no
tardó en despejar mi pensamiento y el pasado de
mi nativo
solar,
casi olvidado, fue proyectándose en la tarde luminosa mientras, en forzada, inactividad descansaba a la sombra propicia de la marquesina.
La gigantesca cristalería
ocupaba ahora la tierra donde se
habían,
desarrollado las
faenas pastoriles de que
tanto
me ufanaba en mi niñez,
allí mismo,
donde se aferraba otrora
la vieja
casa de los Berazategui,
chata, alargada,
que se tendía a
la caricia de los árboles y flanqueaba, tal un vigía, el alto y corpulento nogal que dio nombre a la propiedad cuando pasó a manos de Don Ignacio Aldasoro.
LOS BERAZATEGUI
Desde la lejanía oía aún, como
un rumor, los relatos de Don Mauricio y de Don
Domingo,
hijos del fundador
y ya
entonces de edad provecta;
los recordaba
sentados, mate en
mano,
con los gruesos muslos entreabiertos,
evocando
con voz
pausada, sentenciosa,
casi solemne,
sus viajes
en las enormes carretas que llegaban hasta el Quequén a través de los matorrales y bosques de la costa atlántica; los cantos de las avecillas, el acampar
en
torno de los
fogones...
A veces
interrumpía
el vuelo de mi
fantasía arrobada
por la narración,
la llegada
de Don Benito, la
silueta baja, un
poco combada
avanzaba con
lentitud por el vasto corredor; el útil Don Benito Piñero
al que me unía gozoso para el ordeñe del
ganado o la manipulación de
quesos en el amplio
galpón adonde estaban las
apetitosas piezas en fabricación era tan ducho.
LA CAMPAÑA
Más allá del corral se extendía el monte. Eran unas cuatro hectáreas de vegetación; al principio se
levantaban en simetría algunas hileras de paraísos y luego seguían sin concierto
añosos talas, acacias, ñapindays, una cantidad de arbustos que no podría
clasificar y durazneros silvestres cuyo fruto sin estar en sazón, a pesar de la
prohibición paterna. De esta porción arbórea conservaba la sensación punzante
recibida al pretender explorar u nido presa de una comadreja y el ataque combinado
de una Proción de avispas excitadas por el golpe de un guijarro por mano
ajena, de cuyas consecuencias fui inocente
víctima.
SAN FRANCISCO
Hacia el sud, San Francisco, era el verdadero y único núcleo de población
digno de mencionar. Contaba con la vieja e inolvidable escuela que dirigía Don Atanasio Lanz y en el extremo opuesto,
con una capilla mandada edificar por Don
Lindoro Durante; la casa de éste, de lujo extraordinario para la época, tenía
usina propia de luz eléctrica para su servicio y se levantaba al otro lado de
la vía férrea.
En
la capilla oficiaba los domingos un sacerdote de la comunidad salesiana, en
aquel tiempo el R. P. Giuliani, fallecido poco después. Lo acompañaba un
seminarista a quien mucho queríamos y cuya relación he seguido cultivando con
particular agrado: el Padre Jorge Serié, eclesiástico distinguido que por su
inteligencia llegó a ocupar un cargo prominente en la casa-madre de Turín, junto
al sucesor de Don Bosco.
Para
llegar a San Francisco utilizábamos la vía ferroviaria pues los caminos se
cubrían de lodo en invierno y en verano una espesa capa de polvo los volvía
intransitables.
Contorneando
la modesta villa existían diversas casas
quintas que habitaban, en la época de los calores, sus propietarios vecinos de
la Boca, que ascendían en la extinguida estación Brown; entre ellos, Don Tomás
Liberti, Buenaventura Lusich. Juan Padró, Santiago Pertini, Dante Adorni,
Molfino, Stafforini, Meinke, Bellipanni, Moltedo, Olmo, etc.
El
resto del poblado se componía de modestos edificios de material, algunos sin revocar,
cubiertos de huertos y frutales, y limitados a veces por cercos de rosas
criollas.
EL ‘ONCE’
Todavía
se extendía al Oeste, algo apartado, otro pequeño caserío, el Once, de
toponimia desconocida; formado por unas pocas moradas aisladas contenía en su
centro una laguna originada por extracciones de tierra para la fabricación de
ladrillos. Nos servía para inmersiones no muy higiénicas, ejercicios que
completábamos organizando guerrillas en las que utilizábamos los terrones de
barro extraídos del fondo. Estos entretenimientos cesaron cuando sirvió de
guarida a un animal fantástico que, según afirmaban los atemorizados vecinos,
emitía gritos amenazadores durante la noche; desde entonces la esquivábamos y
si pasábamos cerca de ella lo hacíamos con el corazón palpitante.
En
sus aledaños las hermosas chacras de Don Nicolás E. Videla, de Don Alberto
Rojas, después de su hermano el Dr. Julio N., las de Drake, Barragán, Godoy,
Davidson y algunas otras.
FERROCARRIL Y PROGRESO
En
mi adolescencia San Francisco vegetaba sin aliciente, en un estatismo que
remedaba el de ciertas regiones de la vieja Europa. ¿Cómo originó, sin fáciles
vías de comunicación y sin medios propios de vida? Era historia un poco antigua.
Hacia la época en que el ferrocarril denominado de Buenos Aires y
Puerto de la Ensenada tendió sus líneas a través de los solitarios barrancos
que se extendían al sud de la estación
Berazategui, pobló el lugar un grupo apreciare de familias
procedentes del norte de Italia. Alrededor se
esparcían tierras cubiertas en parte con
cereales; aquellas gentes pasaban apaciblemente sus días sin las inquietudes de
la hora presente y desde esas elevaciones, se contentaban soñando con la
patria ausente, cuando avizoraban las albas siluetas de los veleros que les
traían añoranzas de los Alpes amados cuya
imagen conservaba indeleble su retina.
De estos
primitivos habitantes evocaba en este momento
algunos apellidos: Dellagiovanna, (varias familias),[2]
Volpini, Carmorano, Armanino, Chiodi, Chiriguini,
Calumi, Buscaglia, Acerbo, Zanardi, Alippe, Alciatore,
Belloni.
El
progreso, compañero inseparable del riel, pronto turbó aquella paz virginana y una evolución fundamental se opero en la quieta región.
“A
nuevos tiempos, nuevos tipos”. (Fray Mocho)
EUSKARIA
Afluyeron los recios hijos de la esforzada Euskaria y con ellos
los tambos, en ese íntimo consorcio que comprende una de las etapas salientes
de la transformación argentina, y el paraje se llegó a destacar como el más
importante de la línea en lo relacionado con
la industria lechera.
Al
echar una mirada hacía
el pasado más cercano recordaba con cierta
emoción el aspecto de la estación donde se
congregaban numerosos carretones en los que resplandecían al sol montones de
tarros brillantes por el ajetreo diario; destilaban nítidamente en mi
memoria, como expuestos en una pantalla mágica bulliciosas personas de jerga revesada y graciosa, alegres, de
espíritu abierto, quienes terminaban invariablemente su jornada disputando entusiastas partidas de mus.
Los veía, tal como entonces: a Don Ignacio Echechiquía, (el “In
dio”), de semblante rojo, resplandeciente,
el más opulento de todos, enriquecido en su labor a pesar de su analfabetismo, después estanciero en la rica zona de
Olascoaga y en edad madura unido en matrimonio con una joven y honesta
camarera del vapor que lo condujo en viaje de placer a Europa; a Don Martín
Mendiberry, enjuto, de mediana estatura y fisonomía plácida; luego,
desdibujada, la silueta de Don Juan Etcheverry y de sus hijos ya mayores,
algunos instalados con tambo propio; Gregorio, extraordinariamente grueso y
corpulento, Balanceándose la andar; Bernardo de rubia barba y una pronunciada
cicatriz en el rostro; Sebastián y Juan afecto este último a las carraras cuadreras
cuyas justas le causaron ingentes pérdidas
por su excesiva fe en su parejero doradillo denominado Espina, que fue
muy popular al extremo que dedicaron versos en su honor.
Otro
propietario de tambo era Don Germán Cantet,
vasco francés, muy pulcro y reservado, de arrogante estampo y finas maneras; Don Juan Elizaga; Don Pedro Bassaber, ya anciano, cuya afección bronquial lo mantenía retraído; Pedro Arinasbarreta, magro y festivo, cuyo simpático peoncito, Aníbal Nicora, quizás por similitud de edad, nos llevaba a paseo en su vehículo; Felipe Erbín (Rabicano), desaparecido
misteriosamente a consecuencia de un
homicidio.
Completaban la nómina, tres
tamberos de origen italiano: Don Santiago Bacciadone,
Miguel Gattone y Domingo Basigalup, que se destacaban por sus modales lentos,
parsimoniosos y el carácter bondadoso.
Quedan en el lugar numeroso descendientes, compañeros de mi
infancia que me complacía en asociar a mis recuerdos.
LA INDUSTRIA
Estas actividades fueron cediendo a su vez cuando se inició la etapa
industrial que provocó el encarecimiento de los arrendamientos y el fraccionamiento
de la tierra.
Hacia el año de 1907, surgieron como por arte de encantamiento, los amplios edificios
coronados con altas chimeneas destinados
a la industria del vidrio. En nuestro espíritu de mozalbetes primó un poco de
alegría por la novedad y por lo que significaba para el adelanto del terruño;
sentimos, no obstante cierta nostalgia aunque todavía no alcanzábamos a comprender que era n el primer paso hacia atrás de la época dorada en que se
habían mecido nuestras ilusiones.
SAN SALVADOR
No tardaron en aparecer como banderas de guerra los rojos carteles
que anunciaban remates de tierra; San Salvador, que se proyecta desde la hoy
calle Hudson al Norte hasta cerca del arroyo Giménez, fue el primer barrio alcanzado
por la fiebre del progreso. En aquella época sólo lo limitaban los edificios de
Olivero y Calumi, el más importante y
otros pocos tales como los de Pedro Bassaber, Domingo Puciani, Paradiso
Saccani, José Guillán, Spandri y las quintas de Don Juan Stanfield, Miguel Camuyrano, Fermín Rodríguez, Nicolás
Manzanares y Bartolomé Castalio. Toda la extensión restante estaba destinada a pastoreo
de ganado, campos de nuestras correrías y, en época propicia, visita obligada de quienes venían a recoger
los hongos que crecían en profusión en las porciones húmedas para llevarlos a
los mercados de Buenos Aires.
La porción que he descripto se transformó rápidamente y pronto
apenas quedaron como recuerdo del tiempo anterior además de las citadas, las posesiones
colindantes de Yates y los huertos de Aversa, Polveriggiani, Porfiri, Mucci y
Tallione, recostados a uno y otro lado de la calle Mitre.
Siguiendo
el curso de esta última calle se encontraban las casas de los antiguos vecinos
Don José Berazategui, Don Miguel Tirao, Magallanes, el almacén de Domingo
Bolsi y más al este la quinta del Coronel Sebastián N. Casares; veterano del
Paraguay, de arrogante porte y enérgico carácter, como podían atestiguarlo
quienes penetraban furtivamente a la propiedad.
Esta
posesión se extendía hasta la costa y en ella se habían levantado, años antes,
espaldones para los ejercicios de tiro de la guardia nacional. Cada domingo
llegaba por turno un regimiento conducido en vagones que integraban un tren especial
y el espectáculo constituía un atractivo para las familias que concurrían a
presenciar las maniobras. Era un día de fiesta cuando venía el regimiento
número 13 que comandaba el coronel Casares, quién lo agasajaba con el tradicional
asado.
Durante
algún tiempo se alojó allí un regimiento de línea y era de ver como gustábamos
ir a presenciar los disparos de cañón estacionándonos cerca de las piezas;
volvíamos aturdidos por los estampidos y frecuentemente por ellos con dolor de
cabeza.
Don Vicente Mosqueira
PERSONAJES
El
mencionado almacén de Bolsi era el preferido en los días de cobro por los
pescadores. Estos formaban una colonia de descendientes de aborígenes y sus
incursiones eran grandemente temidas pues terminaban casi siempre en forma
sangrienta. Cuando el alcohol excitaba los ánimos dirimían sus cuestiones con
bravura a punta de cuchillo; de estas contiendas daban fe los costurones que
lucían sus rostros. Fueron desapareciendo poco a poco, algunos como
consecuencia de estas luchas. En verdad no se entrometían generalmente con los
demás, pero se les temía mucho; cuando los veíamos venir en grupos, al galope
por aquellas calles que invadían la cina-cina en casi toda su superficie, nos
escondíamos apresuradamente en el biznagal que medraba con ella.
No podía
escapar a esta mirada retrospectiva la figura de Don Vicente Mosqueira, digno
personaje que se destacaba por su indumento a la antigua usanza. Vecino apreciado
vivió largos años y muchos lo recordaban luciendo como una nota exótica, hasta
sus últimos días, el amplio y bien cuidado chiripá sujeto con la rastra de
monedas de plata. Como nota que retrata el temple de su carácter,
podía anotarse que actuando a órdenes de Don Claudio Ruiz, de quién fue
mayordomo en su chacra de Plátanos (entonces Godoy), aprendió a leer a los 50 años y tomó tal afición a
la lectura que ocupaba en ella todas las horas de ocio. Viajó mucho conduciendo
al extranjero ganado en pie. Había nacido el 13 de agosto de 1848 y falleció el
27 de agosto de 1920. Fue su padre
Gabriel Mosqueira descendiente de españoles y su madre, Catalina Stringer de
sangre irlandesa. Oíle referir que sólo
dejó de usar chiripá estando en Londres, de paso, Pues
la original prenda causaba tal sorpresa en los transeúntes, quienes se
aglomeraban a su alrededor creando tumulto.
¿Podía
olvidar en esta evocación a Don Antonio Traverso, curandero afamado, radicado
en San Francisco cuya casa tenía por lema “La
cencia per tutti”? De índole humanitaria
y pacífica, aplicaba sus métodos propios y se ayudaba con las enseñanzas de
diversos libros de medicina; tan módico como útil sacaba de apuros a aquellas
gentes cuando la distancia hacía imposible contar a tiempo con el auxilio de
un profesional.
EL REGRESO
Y seguía
fantaseando... cuando el silbato estridente de la locomotora me sacó de mi
abstracción. Salté de mi asiento y corrí a incorporarme a la caravana que
atropelladamente, ascendía al convoy, cuya tardanza me había permitido tejer
este cúmulo de recuerdos.
Por Santiago J. Deambrosi
Compilación y tipeado Prof. Chalo Agnelli
Quilmes, 2007/2017
FUENTE
Número
extraordinario de ‘EL SOL’, de
noviembre de 1947. Pág. 11 y 22
Resumen:
Diario ‘El Sol’ en “Esto sucedió en
Quilmes” días 21; 22 (falta el del día 23) y 24 de julio de 1954
FOTOS: Museo Fotográfico de Berazategui; Prof. Fernando San Martín; Ana María De Mena; Juan Carlos Grassi.
NOTAS
[1] Este libro fue impreso por la Dirección de
Cultura de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Quilmes. Pertenece a
la serie archivos y fuentes de documentación N° 9, en mayo de 1979, con prólogo
del director de cultura don Armando B. González. Era secretario de gobierno y
cultura el profesor Agustín L. J. Bottaro y sub secretario de gobierno y
cultura el señor Néstor Monea. Se pueden hallar ejemplares en la Biblioteca
Popular Pedro Goyena.
[2] A su arribo, algunos miembros de esta ascendencia se
afincaron en el barrio La Colonia de Quilmes y emparentaron con los Valerga.