miércoles, 28 de julio de 2021

LUCHA ENTRE GANADEROS Y AGRICULTORES EN EL QUILMES DEL SIGLO XVIII - LOS SALADEROS POR DR. J.A. CRAVIOTTO

 

Cada capítulo de “Quilmes a través de los años” es una proyección hacia nuevas investigaciones históricas. José Alcides Craviotto[1] dejo a los historiadores e investigadores de Quilmes y toda la región de lo que alguna vez fue el Pago de la Magdalena, un pie, un primer escalón, para luego ascender y entrar en todas las materias de estudio que describen y definen el transcurrir de los habitantes de ese suelo centenario: la biología, la zoología, la botánica, la geología, la demografía, las circunstancias coyunturales de la vida de la poblaciones originaria y colonial, etc. Nada quedó afuera de su amplia visión de la vida “del valioso pasado de Quilmes desde 1580”.

Tomo aquí unas pocas páginas que ilustran lo que fue la evolución de las primeras industrias y su devenir (Cap. V - Pp. 116 a 121)

Divorcio entre el derecho y el hecho – Chacareros – La carne mala - Terrenos de chacras – Los saladeros y la segunda fundación - Santa Coloma - Población y viviendas.

 DIVORCIO ENTRE EL DERECHO Y EL HECHO

Una cadena de causas y efectos determinó, con el correr de los años, el desarrollo de la agricultura en los campos del viejo Quilmes; en predominio cada vez mayor sobre la ganadería a la que debía ser dedicadas sus tierras [según lo establecido por don Juan de Garay para el sur del Riachuelo], culminando ese predomino en la última cuarta parte del siglo XIX. Esa transformación, en lo que corresponde a la época colonial, con sus restricciones legales sobre el empleo y uso de las tierras, se debe, como ha dicho “un autor”, a “un hecho de gran trascendencia, que se acusa con mucho relieve en la historia de la colonización española en América (que) es el divorcio manifestó entre el derecho y el hecho, entre las elevadas normas contenidas en la legislación de Indias y la realidad social de nuestra vida colonial”; sirven de poco las leyes si no se cumplen y ejecutan, se prevenían a un funcionario de aquella administración; por eso ha dicho Martínez Paz,[2]no se ha insistir en el candoroso método de citar textos de leyes incumplidas y caso de excepción, para pintar los dorados tiempos de la conquista”.

Las luchas entre ganaderos y agricultores comenzaron bien pronto, poco después de fundada Buenos Aires [1580], y es una lucha que continúa en forma permanente hasta 1810, al determinarse nuevas zonas de cultivo con relación al territorio de Quilmes, sin que, por ello, hasta el empleo de cercos, dejara de preocupar a unos y a otros. Tuvo diferentes aspectos y no fue poco importante el que se vinculaba con los campos donde se concentraba la hacienda antes de su entrada a Buenos Aires, para su ulterior faenamiento. Aún hoy [1967] se llama Camino de las tropas al que, pasando por San Vicente, llega a La Polvareda [Camino Gral. Belgrano]. Además, las autoridades colaban a gusto las prohibiciones, permitiendo establecimientos ganaderos en zonas agrícolas y viceversa.

CHACAREROS

Entre los precursores de los chacareros, en la zona de estancias de Quilmes, debemos mencionar a los siguientes estancieros que tenían chacras y labranzas en el lejano 1611: Pedro de Izarra [Ezpeleta], Agustín Pérez, Esteban Ordóñez, Diego López, Francisco Muñoz, Gerónimo de Benavídez, Alonso Gómez, Andrés Giménez, Juan Ortiz. Había por entonces 9 chacras, por lo menos en terrenos de estancia; chacras que vendían sus productos y los exportaban; y esos chacareros-estancieros eran por lo general miembros del Cabildo encargados de hacer cumplir las leyes. Así, en 1609, pedían permiso para efectuar arreos de ganados previas captura en campo abierto, los siguientes estancieros quilmeños: Francisco Muñoz, Pedro Gutiérrez y Bartolomé López, que figuran en el detalle anterior o en otros, cuya mención omitimos relativos, también a tareas agrícolas.

LA CARNE MALA

Pero entre las curiosidades ganaderas de aquellos años, hay algunas muy pintorescas. En 1615, Mateo Monserrat, con campos en Don Bosco norte, provee de carne para el abasto de Buenos Aires, y es multado por matar vacas viejas en lugar de hacerlo con novillos. Tres años después lo reemplaza en el abasto Blas de Mora, con campos detrás de Lomas de Zamora, quien no solamente emplea carne de vacas flacas y cansadas, sino que, además, son ajenas.

Hacia 1784, las estancias grandes han disminuido de número en la antigua jurisdicción quilmeña, por haberse alejado algunas de ellas de la parte más cercana al Riachuelo; subsisten, en cambio entre el arroyo Conchitas uy el del Gato, así como también en campos hacia el sud y sudeste, Aumentan las chacras en terrenos arrendados o, también ocupados sin otros trámites, con todos los inconvenientes ulteriores sobre derechos de ocupación, falta de cercos y sus consecuencias.

La situación en el partido de Quilmes se había agravado a tales extremos, que en 1806, poco antes de la primera invasión británica, se inició un expediente “sobre si deben ser o no, absolutamente terrenos de estancia todos lo de los Quilmes”, Se determinó que fueran “de quinta lo que estuvieran a orillas del Riachuelo” (comienzo de la población estable en el Puente de Gálvez y posteriormente Barracas al Sud y Avellaneda) “y de pan llevar, es decir de chacras, aquellas situadas hasta ¼ de legua de dicho puente” (aproximadamente 15 cuadras). El 6 de abril de 1810, un pedido del doctor Juan José Castelli se refiere a la prohibición de tener en terrenos de labranza otros animales que lo estrictamente necesarios, y esto solamente a corral, en que insiste la Primera Junta en septiembre de ese año, vale decir, que en terrenos de chacras no se permitan animales sueltos.

TERRENOS DE CHACRAS

A mediados del siglo pasado, se consideraban terrenos de chacras aquellos comprendidos entre el Riachuelo y el arroyo Conchitas, de acuerdo con la resolución oficial que llevaba el límite de esos terrenos de pan llevar hasta 7 leguas del puente, desde 8 de agosto de 1816. 

Hay otros aspectos de esos años, que marca, dentro de las preocupaciones agrícola-ganaderas, ciertas características típicas del ganado; es sabido que la vaca al comer corta el paso a cierta altura del suelo, empleando la lengua para realizar la operación, en cambio la oveja muerde cortando y arrancando hasta las raíces, de esta manera se empobrece el campo.  

En agosto de 1780, se determinó que en tiempos de sementaras se recogiese de noche el ganado, llevando las ovejas a corral, y de días se mantuvieran a pastoreo, por el daño que “de lo contrario se experimenta en los sembrados, al tiempo que van brotando las semillas, tanto por lo que comen, como por lo que pisa”. En el capítulo V de “Alla lejos y hace tiempo”,[3] el quilmeño Guillermo Enrique Hudson describe con claridad el modo de comer de ovejas, yeguarizos y bovinos. Y Sarmiento, en 1882, comenta: “la irreflexiva costumbre de dejar a los ganados roer hasta los tallos subterráneos de las gramíneas”.

En esos años se entreveía el futuro, tal como se repetirá en Quilmes a mediados del siglo pasado, y casi con palabras semejantes. En 1795 los hacendados pidieron el establecimiento de nuevas poblaciones en la campaña, que para la zona el pago de la Magdalena eran solamente Quilmes, San Vicente, Ensenada y el poco antes formado pueblo de Magdalena. El funcionario que atendió el pedido se expidió favorablemente y dijo así: “No se debe fijar en el futuro más remoto, a graduarse un caso metafísico, el tiempo en que nosotros podamos hacer el comercio con nuestra Metrópoli no sólo en cueros al pelo, sino también en otros frutos que la tierra produce, y una tierra que parece que el cielo le ha dado la preferencia o destinado para sementeras y colección de granos, y en este evento, poseyendo nosotros tan grandes campañas, habrá comodidades y lugar para criar los ganados y para cultivar y recoger frutos sin que se estorben y perjudiquen una labor a la otra. Ya que vivimos en un país donde no pueden tener fábricas, que junto con la agricultura y las artes lo hagan feliz, sin entrar en la duda de cual será más apto para llevar a ese grado, a saber, si el pueblo fabricante o el pueblo labrador, nosotros cuto suelo es tan aparente para criar ganado y para cogen frutos, debemos consultar a su aumento y prosperidad”.  Las palabras semejantes a la anterior las escribió el juez de paz Laurentino González en 1853, al estimular la agricultura: “Visto el abatido estado de este ramo causado en su mayor parte por el crecido número de haciendas; y siendo la esperanza de este pueblo el producto de sus adyacencias destinadas a labranza”.

LOS SALADEROS y LA SEGUNDA FUNDACIÓN

Muy pronto, a comienzos del siglo XVIII, como consecuencia de varios factores, se instalaron en Quilmes algunos saladeros, precursores de la moderna industrialización de la carne, forma nueva que no supuso el funcionario de 1795 ni advirtió la importancia que adquiriría luego, el juez de paz Laurentino González en 1853.

Se estaba preparando las causas que determinaron un gran cambio en las tierras quilmeñas; a esas causas, en parte mencionadas, así como a los liberales principios de la Revolución de Mayo, obedece el cambio aludido, que, por de pronto determinó un visible aumento en la población del partido y del pueblo de Quilmes, todavía Reducción india.

SANTA COLOMA

Ese cambio también se llevó a cabo en las construcciones de los edificios en las propiedades de la campaña; el campo del alcalde de hermandad Prudencio Cárdenas, de 1793, con edificios utilizados luego por Roberto Taylos y sus sucesores Eduardo y Juan Clark, en su campo La Materna (Av. Dardo Rocha y Triunvirato aproximadamente); los edificios de la Orden de Santo Domingo en la loma de Don Bosco; los de la misma Órden en el campo cerca del arroyo Conchitas, posteriormente de Davidson, todavía en pie; los Rowdon, posteriormente en Bernal, sobre la barranca; la Casa de Teja, [4] desde antes de 1810, que dio su nombre al lugar, posteriormente San Juan hoy Florencio Varela, pero ninguno alcanzó la importancia de los edificios de la chacra de Santa Coloma, en la barranca de Bernal, declarados monumento histórico por la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos, en dictamen del 8 de agosto de 1944, a pedido de la Junta de Estudios Históricos de Quilmes “por razones de índole histórico y arquitectónico” (nota del 14 de febrero de 1944 al autor de este extracto); a su vez, el P.E. de la Nación, por decreto N°30.838 del 10 de diciembre de 1945, declaró Monumento Histórico a dichos edificios, “porque sus características arquitectónicas determinan su conservación, como exponente de las construcciones del siglo XVIII y principios del XIX.”

POBLACIÓN Y VIVIENDAS

En el territorio de la Reducción, en cambio, y pese al aparente amparo de las leyes de la colonia española”, “en un pueblo tan antiguo en su fundación no hay más que una sola casa de teja, y esta, de un vecino español” dice un documento del 30 de agosto de 1810, transcripto por Guillermina Sors.[5] El resto, y toda la población quilmeña, por otra parte, estaba formado por casas y ranchos con techos de paja, si bien, para sus paredes, algunas tenían ya adobes cocidos. Entre tanto, en el ambiente colonial, se entreveían ideas de emancipación.

La real Audiencia de Buenos Aires, en carta a Su Majestad del 21 de enero de 1809, hacía referencias a la “diversidad de opiniones de los vasallos de estas provincias, fascinados unos de las máximas corruptoras de la Revolución fatal de Francia; inclinados otros a una delirante y desatina independencia, influidos por los ingleses”.[6] En esas tareas precursoras se hallaban Saturnino y Nicolás Rodríguez Peña, Vieytes, Castelli, Belgrano, Passo, Donado, Terrada, Chiclana, Darragueira, Irigoyen, etc.

Dr. José A. Craviotto

En la IIIa Jornada de Historia Regional "El Antiguo Pago de la Magdalena" organizada por la Junta de Estudios Históricos de Quilmes, que se realizará el 18 de septiembre de 2021 (de manera virtual) se homenajeará, además de a Guillermina Sors, a historiador Dr. José A. Craviotto y en su memoria se presentará el libro "Dr. José Alcides Craviotto - Máximo historiador de Quilmes y el Antiguo Pago de La Magdalena con 10 trabajos de investigación publicados en diversos medios gráficos desde 1940 a 1960." Compilados por quien suscribe director de este Blog y editado por Editorial Jarmat.

Compilación, notas y bibliografía Prof. Chalo Agnelli

[Las acotaciones entre corchetes y los subtítulos son del compilador]

FUENTES

Craviotto, José A. (febrero de 1969) “Quilmes a través de los años”. Municipalidad de Quilmes 2ª Ed. Cap. V Pp. 116 a 121

Craviotto, José A. (1967) “Historia de Quilmes desde sus orígenes hasta 1941” Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires Dr. Ricardo Levene. La Plata. Pp. 65 y 69

NOTAS


[1] Ver en el Blog EL QUILMERO del domingo, 24 de noviembre de 2013 “Dr. José Alcides Craviotto - Las puertas de nuestra (8/7/1900 - 15/6/1965)”

[2] Enrique Martínez Paz (1882-1952) historiador, filósofo, jurista y sociólogo nacido en Córdoba. Apoyó a los estudiantes que, en junio de 1918, durante la huelga general universitaria, exigían una reforma en la educación

[3] Ver en el Blog EL QUILMERO del martes 20 de julio de 2021 “lunes, 19 de julio de 2021

“Aspectos de la pampa próxima a Quilmes” de Guillermo E. Hudson

[4] Ver en el Blog EL QUILMERO del martes, 20 de enero de 2015 “Simple y mínima...” Era La Casa De Teja – Florencio Varela

[5] Ver en el Blog EL QUILMERO del jueves, 2 de julio de 2020 “Guillermina Sors – “Quilmes Colonial” – 1937”

[6] Nota del autor: Facultad de Filosofía y Letras. Documentos Antecedentes Independencia, Buenos Aires, 1912, Pág. 66



viernes, 23 de julio de 2021

¡¡LE ROBAN HASTA A LOS MUERTOS!! - Martín Ciccioli en el Cementerio de Ezpeleta/Quilmes

UN SAQUEO QUE SE VIENE GESTANDO DESDE HACE MÁS DE 30 AÑOS SIN SEÑALES DE REACCIÓN DE NINGUNA DE LAS ADMINISTRACIONES QUE SE SUCEDIERON. 

PEDRO COPES, UN HOMBRE QUE ENGALANÓ EL ARTE POR ANA MARÍA DE MENA

 

En una entrevista de 1994, don Pedro Copes contó, con la sonrisa franca y espontánea que lo caracterizaba, que había empezado a pintar junto a Ludovico Pérez y Bonfiglio Luccini, bajo la mirada atenta del maestro Juan Correa por el que manifestaba un afecto especial, lo mismo que por sus compañeros de estudio. [1]

Recordaba:

“Como el problema de los pintores que recién empezábamos siempre era el marco, porque a veces la plata alcanzaba para las pinturas, pero no para los marcos, o al revés, recorríamos desarmaderos buscando puertas con molduras para hacernos nuestros propios marcos. Entonces yo trabajaba en la fábrica Alpaseda, y cuando la empresa empezó a despedir gente veía que también me iba a tocar el turno a mí, por eso empecé a comprar cepillitos moldureros para ir armando un tallercito. Después fui comprando máquinas eléctricas chiquitas hasta que, con la indemnización del despido, compré fresas de cuatro paletas y otras más importantes, hasta contar con todas las herramientas”.

Ludovico Pérez y Pedro Copes, a fines de la década del ’60. Foto gentileza de Norma Cistaro.

Al momento de la entrevista tenía una colección de veinticuatro cepillitos moldureros que eran verdaderas reliquias de su taller, ubicado en la  esquina NO de Quintana y Corrientes, en el barrio La Colonia.

Guardaba muchos recuerdos del Ateneo Cervecero y uno que eligió contar fue cuando Aldo Severi siendo un estudiante allí, había realizado el dibujo de un torso que pasó de mano en mano entre el alumnado, hasta que llegó a las del maestro Correa, quien lo calificó pronunciando solamente una palabra: “ocho”. Copes decía que para un discípulo era una nota premonitoria de la destacada trayectoria que después desarrolló Severi.

Al finalizar la década de 1950, los amigos le pedían que hiciera los marcos para sus obras, ya que era el que mejor los confeccionaba. Así, poco a poco, pintó cada vez menos y se dedicó de lleno a la tarea que se convirtió en el medio de vida para él y su familia.

Con afecto nombraba a Gerónimo Narizzano, Dante Tozzi, Nemesio Aguirre, Enrique Martinotti, Pedro Ricci, Francisco Anfuso, Martín Castro, Mario Amisano, Julio Paz, Dino Pazzelli, Manuel Oliveira…

Además de los quilmeños y berazateguenses que acudían a él para que les enmarcara las obras, también tenía clientes procedentes de La Plata, como los artistas Francisco de Santo, Salvador Calabrese y Marta Girard, entre otros. Para llevarles los trabajos terminados, durante los fines de semana solía viajar en tren hasta La Plata, acompañado por sus hijos que, de ese modo, hacían un paseo con el padre.

En esa época no se vendían marcos regulables en los supermercados, ni existían tutoriales que enseñaran cómo fabricarlos. Era una manufactura especializada, una labor artesanal que implicaba dedicación y sentido estético en la selección del color del passe partout, el ancho del entelado y la canaladura de las varillas. Las que Pedro Copes utilizaba eran las que se fabricaban en el taller propio. Como plus, en la producción ponía conocimiento y amor al arte.

Severi escribió de él: “…en cada obra que recibe, llega a percibir la vibración más íntima de su esencia, ‘ve’ con pureza y sabiduría, no está contaminado por la dialéctica trasnochada y estéril que confunde y perturba la posibilidad verdadera de ‘sentir’”.

Pedro Copes en 1994 fotografiado por Carlos Scott, escaneada de la revista ESTAR.

Utilizaba madera de cedro misionero, lenga y guindo de la Patagonia, roble salteño y paraíso misionero, del que decía: “es un árbol de cultivo de veta muy bonita y un poco desprestigiada por algunos fabricantes de muebles que ni siquiera se la mencionan a sus clientes, o la llaman de otra forma para no dejar ver de qué árbol se trata”.

Don Pedro ponía la misma dedicación para encarar el enmarcado de obras de virtuosos consagrados como las de jóvenes que recién hacían las primeras pinturas y las llevaban entusiasmados a su taller. Con prudencia en el uso de las palabras, él les hacía las observaciones que creía convenientes, si podían servir de enseñanza para esa muchachada que estaba aprendiendo.

Otro prestigioso pintor como Jorge Cassanello sostiene: “Él era muy esquivo con las fotos y las inauguraciones. Mi recuerdo de él es su bondad y colaboración para con los artistas que iban a enmarcar, tuvieran o no el dinero para pagar la tarea. Era también un gran artista”.

Irene, Noemí y Juan Copes, los hijos, aprendieron el quehacer del padre. Y el taller continuó en actividad con las nuevas generaciones de artistas.

Acuarela “Bailando frente a la casa de Copes” de Ludovico Pérez, imagen gentileza de Norma Cistaro.

Acaso inspirados por él y su familia, el portón de acceso al hogar y el lugar de trabajo, fue pintado por Oscar Rodríguez Reino. Y Severi plasmó en una tela el patio de la vivienda. También Ludovico Pérez hizo la acuarela “Bailando frente a la casa de Copes”, obra que fue comprada por la Sra. Rosa María Jiménez y actualmente se encuentra en Alemania.

Apertura de la muestra en el Museo Roverano. El secretario de Cultura de entonces, Ana María de Mena, Miguel Montalto, Angel Ottonello, Ludovico Pérez y Juan y Noemí Copes. Ella con flores recibidas ese día en que se recordó a su padre. Foto de Carlos Scott

A poco de fallecido el querido artesano, se realizó una exposición de artistas plásticos en el Museo Municipal “Víctor Roverano” de Quilmes, que tuvo un fragmento dedicado a recordarlo. En esa oportunidad, los presentes tuvieron palabras de agradecimiento y afecto para don Pedro Copes, quien dedicó oficio y habilidades para que lucieran en toda su magnitud, las obras de arte que ponían en sus manos.

Ana María de Mena – 2021 anamariademena@gmail.com

Compaginación Chalo Agnelli

NOTA


[1] Ver en el Blog EL QUILMERO del viernes, 19 de agosto de 2011 “Pedro Copes - Artesano, artista, un hombre de bien”

EL ANTIGUO RELOJ DE LA PLAZA HIPÓLITO YRIGOYEN DE QUILMES por Claudio Schbib

Hace más de 30 años instalaron en la Plaza Hipólito Yrigoyen (ex William Wheelwright) frente a la estación de Quilmes un hermoso Reloj marca Seiko. Varios de estos relojes fueron donados por el Estado del Japón a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en la década del ‘70, cuando el brigadier Osvaldo Cacciatore (n.1924/+2007) era intendente de facto dicha Capital (1976-1982). 

Se dice que la donación consistió en aproximadamente 100 relojes de los cuales más de 40 fueron destruidos por actos vandálicos. Dos de ellos fueron donados por el municipio de la Capital Federal a dos comunas de la zona sur, uno a Lomas de Zamora y otro a Quilmes.

Arriba: Parque Rivadavia. Uno de los relojes que aun sobrevive en la CABA

Abajo: Gaona y Donato Álvarez, Plaza Irlanda CABA. Después de algunas reparaciones siguen funcionando

A principios del 2000, al haber dejado de actuar, la Asociación Amigos de la Calle Rivadavia, se hizo cargo de la reparación del que se instaló en la plaza Yrigoyen, el relojero Antonio Fortuna, prestigioso comerciante, que perteneció a la fenecida entidad, con negocio sobre la peatonal, Petit Moyen, precisamente en el interior de la Galería La Francesa.

Originalmente el reloj se alimentaba de energía solar, pero el Sr. Fortuna  transformó su funcionamiento por medio de una batería con transformador.

Un reloj que, sin duda, distinguía esa plaza y que, sumado a su valor estético e histórico, era de gran ayuda para quienes circulaban por esa plaza, que es la puerta de ingreso a la ciudad. La posible recuperación del mismo, recordara un gesto de unión y por sobre todo la recuperación de nuestro patrimonio.

                                                                   Investigación del historiador Claudio Schbib vicepresidente de la Asociación Historiadores Los Quilmeros, miembro de la comisión administradora de la Biblioteca Popular Pedro Goyena y asesor emérito de la Junta de Estudios Históricos de Quilmes. 

 

jueves, 22 de julio de 2021

“RIMA”, LA ECOHEROINA RECUPERADA EN ARGENTINA POR MARISA IRIARTE

                                                                                                                                          Chalo Agnelli

En vísperas del año del centenario del fallecimiento de Guillermo Enrique Hudson, pareciera que sus personajes nos quieren advertir de la sustancia de su obra y el peso de su personalidad a través de fecundos ‘hudsonianos’. Lo hizo “Ralph Harne”,[1] recientemente, en una nueva traducción de Roberto Tassano, paralela a la fatal pandemia que está acuciando al mundo entero y ahora lo hace “Rima” en un ensayo de Marisa Iriarte que tuve el honor de prologar, “Rima, nuestra ecoheroína” con el subtítulo “olvidada en Buenos Aires, inmortalizada en Londres”. Se publicó en abril 2020, pero la cruda realidad nos hizo esperar, poco más de un año, para entrar en sus “Mansiones Verdes”,[2] novela que la tiene de protagonista, actuando en el escenario de la selva amazónica, junto a Abel, un joven venezolano que huye de una conspiración para deponer al gobierno de su país. En cualquier momento también Richard Lamb vendrá a reconocer a su autor por haberle dado vida en “La tierra purpúrea”.[3] 

Me pregunto en el prólogo de “Rima, nuestra ecoheroína”, lo que Marisa Iriarte se pregunta: “¿Por qué Rima posee un magnífico monumento, con una fuente de agua para pájaros a modo de bebedero en el corazón del Royal Hyde Park en Londres y no tiene ni imagen ni recuerdo aquí, en nuestro país?” Y yo mismo me respondo: “Es muy sencilla la respuesta: tenemos en nuestra idiosincrasia mestiza una gran dificultad para reconocer la esencia mestiza de nuestra cultura… y no es un juego de palabras, es una interpretación sociológica del reclamo que Marisa plantea en este ensayo, la falta de filiación que sufrimos los argentinos por aquellas personalidades, elementos sustentables, coyunturas, que merecerían el reconocimiento que los haga siempre ‘presente’ en nuestro devenir. Insistió, es la falta de una concepción unívoca de la realidad que nos hizo y nos hace un país pluriétnico, plurilingüístico, pluricultural.” Somos un pueblo mestizo que no terminó de amalgamarse.

El Santuario de Aves en memoria de Guillermo Enrique Hudson se encuentra hacia el centro de Hyde Park. Es una obra del escultor Jacobo Epstein, quien con el perfil de Rima, recuerda al primer escritor y naturalista quilmeño que murió el 18 de agosto de 1922 en Worthing un pueblo ubicado en el condado de Sussex. El “Hudson`s memorial” se inauguró en 1924. Hallarlo se hace dificultoso por las extremas dimensiones de ese parque londinense, como nos lo narra María Teresa Maiorana en “Buscando a Hudson entre los pájaros de Londres” una nota muy vívida, publicada en el rotograbado del diario La Prensa el 19 de noviembre de 1961, y que se reprodujo en EL QUILMEROS el domingo 3 de noviembre de 2013

LA MUJER EN HUDSON

Rima es una mujer que rezuma naturaleza, hasta su fragilidad y erotismo es parte de los ritmos ecológicos. Y se me ocurre pensar que hubo en Hudson una intensión de separar tantos; en cuanto a lo femenino. En esta novela de Hudson la mujer tiene un papel decisivo. Dice Marisa: “Las mujeres ocupan un lugar de relevancia en sus obras y aportan un sabor picaresco, hechicero, seductor y a veces desolador. Hudson construye una gran variedad y tipos de personajes femeninos, con diferentes caracteres y bellezas, y las sitúa en disímiles lugares y encuentros para que despierten toda una gama de sentimientos en personajes masculinos”.

Hay un segundo prólogo en este magnífico ensayo, el del Dr. Felipe Arocena, docente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República en la vecina Montevideo y también hudsoniano, quien completa la magnitud de la obra: “El texto que se presenta ahora en este libro suma nuevas dimensiones para interpretar a Rima: una perspectiva de la teoría ecológica, otra de teoría feminista y una tercera desde el análisis de los superhéroes, esos personajes tan característicos de la cultura de masas gestados bajo las ínfulas imperiales de los EEUU. Nunca Guillermo Enrique Hudson podría haberse imaginado semejante destino de su personaje literario. Pero en esto radica parte de la maravillosa esencia de los libros, en los múltiples caminos que los lectores pueden descubrir sin que su autor lo anticipase. Este recorrido de Marisa Iriarte en particulares es una prueba cabal de lo anterior.”

“Green Mansions” una película estadounidense del año 1959, dirigida por Mel Ferrer, con guión de Dorothy Kingsley, que tuvo como protagonistas a Audrey Hepburn y Anthony Perkins

Rima en una historieta estadounidense como una "super mujer"
En el epílogo Marisa nos precisa la finalidad de este ensayo: “Rima es un ejemplo de heroína que puede ayudar a los lectores a ampliar la visión de la práctica literaria, comprometida al poner un nuevo énfasis en la escritura y la lectura de la vida real y ecológica; especialmente en material topográfico reflexivo, como ensayos, relatos de viajes, memorias y literatura regional basada en cuestiones ambientales. El análisis de este comportamiento puede inspirar y promover el trabajo intelectual en las Humanidades y las Artes en general y ambientales en particular, al comprometerse con la investigación y en el ámbito próximo a la Educación y al servicio, la justicia ecológica y la sustentabilidad ambiental.”

Marisa Iriarte frente al “Hudson`s memorial” en el Hyde Park de Londres.

Marisa Iriarte, quilmeña, descubrió a Hudson cuando de niña llegó a sus manos su primera novela en inglés “Green Mansiones”. Así fue como comenzó a interesarle este, el primer escritor quilmeño, quien escribió en inglés, sobre su amada pampa argentinas.[4] Es profesora y licenciada en Lengua inglesa, técnica superior de Bibliotecología. Dio conferencias sobre Hudson en la UTN, la UNQui, las Ferias del Libro de Berazategui y Florencio Varela. Hoy es docente titular en la Universidad Nacional Arturo Jaureche de Florencio Varela y en escuelas secundarias. Ha diseñado un “Diccionario Multilingüe de culturas nativas”. Es autora de cuentos con fines didácticos basados en los valores que tuvieron preminencia en la vida de Hudson, la ecología y la defensa del medio ambiente con el personaje Rima como protagonista.

Crónica de Chalo Agnelli, hudsoniano
NOTAS

[1] Ver en LAS LETRAS DEL QUILMERO del sábado 5 de junio de 2021 “Ralph Herne” Novela de Guillermo Enrique Hudson… actualizada (Traducción de Roberto Tassano)

[2] Novela de Guillermo Enrique Hudson publicada originalmente en 1904.

[3] Ricard Lamb es el protagonista de la novela de Hudson “La tierra purpúrea” publicada por primera vez en 1885 y reeditada con modificaciones en Londres en 1904. El mismo año que aparece "Mansiones Verdes".  

[4] Craviotto, José C. “Quilmes a través de los años” Municipalidad de Quilmes. Ed. 1969. Cap. V Pág. 118

lunes, 19 de julio de 2021

“ASPECTOS DE LA PAMPA PRÓXIMA A QUILMES” DE GUILLERMO E. HUDSON


Aspecto que presenta una verde llanura. Cardos y cardos gigantes. Verdaderos “pueblos” de vizcachas, enormes roedores constructores de cuevas. Montes y bosquecillos surgiendo como islas en la inmensidad de la planicie. Los árboles plantados por los primeros colonos. Transformación de los colonos: de agricultores a ganaderos. Las casas como parte del paisaje. Dieta carnívora de los gauchos. Modificaciones que introduce el verano en el aspecto de la pampa. Espejismos de agua. El cardo gigante y el “año de los cardos”. El temor a los incendios. Incidente ocurrido durante uno de ellos. El pampero, o viento del sudoeste y la caída de los cardos. Los cardos caídos y sus semillas, alimento para animales. Un gran pampero. Una fuerte granizada. Daños causados por el granizo. Muere Zango, el viejo caballo Zango y su dueño.

LAS PAMPAS

Aunque tenía apenas seis años, ya era capaz de montar en pelo y andar al galope sin caerme, acompáñenme a cruzar la legua que separa la tranquera de un sitio donde la tierra se eleva a un metro o un metro y medio por encima del nivel circundante. Allí, sobre nuestros caballos, tendremos a la vista un horizonte mucho más amplio que el que podría llegar a dominar de pie el más alto de los hombres. De este modo, lector, podrá formarse una idea de cómo era la comarca en la que pasé los diez años más susceptibles de mi vida: desde los cinco hasta los quince.

Vemos a nuestro alrededor una extensión de tierra muy plana. El horizonte aparece como un perfecto anillo de un vago color azul precisamente allá donde el cristal del cielo se apoya sobre este mundo verde. Verde al final del otoño, durante todo el invierno y la primavera - es decir - de abril a noviembre. Empero aquello no se parecía a un prado o a una extensión de césped bien cuidado. Había, sí, áreas más uniformes donde seguramente habían estado pastoreando las ovejas, pero en general la superficie variaba, presentando un aspecto bastante salvaje. En ciertos lugares la tierra se cubría de espesos matorrales de cardoon thisfles[1] o alcachofa silvestre. Hasta donde se perdía la vista podía divisarse su color azulado o verde grisáceo. En otros sitios florecía el cardo gigante. Esta planta posee grandes hojas verdes jaspeadas de blanco y alcanza una altura de dos metros durante la época de floración.

Había también otro tipo de accidentes en aquella verde planicie: eran las grietas producidas por las vizcachas, roedores del tamaño de una liebre. Las vizcachas, grandes excavadoras, pululaban por todo ese distrito. Actualmente han sido prácticamente exterminadas. Vivían en "pueblos" llamados vizcacheras, compuestos por treinta o cuarenta inmensas cuevas, casi tan grandes como media docena de madrigueras de tejones unidas. La tierra que extraían de estas excavaciones formaba un montículo que despropósito por completo de vegetación, se destacaban en el paisaje como una mancha color arcilla sobre el verde de la superficie. Desde el caballo se llegaban a contar cincuenta o sesenta de estos montículos o vizcacheras. No se veían cercos ni otros árboles que no fueran los que habían plantado en las viejas estancias y como éstas se hallaban muy distanciadas, los montes y bosquecillos, vistos desde lejos, simulaban pequeñas islas o colinas azules sobre la gran llanura o pampa. Por lo general se trataba de árboles de sombra, siendo el más común el álamo de Lombardía que es el que con mayor facilidad crece en esa zona. Estos árboles de las estancias o haciendas eran, aun en la época de mi narración, invariablemente muy antiguos y en muchos casos se encontraban en avanzado estado de decadencia y podredumbre. Resulta interesante enterarse de cómo aparecieron aquellos montes y bosquecillos en un país donde prácticamente no se plantaban árboles.

Los primeros colonos que se establecieron en las vastas y solitarias pampas, provenían de países en los que la gente estaba acostumbrada a sentarse a la sombra de los árboles, países en los que el grano, el vino y el aceite eran artículos de primera necesidad en los que se cultivaban hortalizas en el jardín... Naturalmente, entonces se ocuparon de hacer jardines, de plantar árboles - frutales y de sombra - dondequiera que construían sus hogares. Sin duda, durante dos o tres generaciones trataron de vivir corno en los distritos rurales de España. Pero luego empezaron a dedicarse a la cría de ganado y como éste vagaba a su antojo por la llanura y era más salvaje que doméstico, debieron pasarse la vida a caballo para controlarlo. Abandonaron pues las antiguas tareas de arar la tierra y proteger a las cosechas de los insectos, los pájaros y sus propios animales. Se vieron obligados a renunciar asimismo al aceite, al vino y al pan, acostumbrándose a basar su alimentación en la carne. Sentados a la sombra, comían la fruta de los árboles que habían plantado sus padres o sus bisabuelos, hasta que esos árboles se morían de viejos, los derribaba un viento o los destruía el ganado. Se acababa entonces la sombra y la fruta. Y así fue como los colonos españoles de las pampas dejaron de ser agricultores para transformarse sin excepción en ganaderos y cazadores.

Más tarde, cuando el país se liberó del yugo español, como se lo llamaba comúnmente, se sucedieron las guerras sanguinarias entre las distintas facciones, guerras similares a las que llevan a cabo los cuervos y las urracas, con la única diferencia que se empleaban cuchillos en vez de picos. Esta situación contribuyó a estancar a los colonos en su estilo rudo e incivilizado de vida. Y fue, también, así como aquellos grupos de árboles quedaron como restos de un pasado desaparecido. Volveré a referirme a estos montes cuando describa nuestros vecinos más cercanos y sus hogares. Por ahora habré de limitarme a mencionar las casas con o sin árboles que formaban parte de aquel paisaje.

Eran en su gran mayoría casas bajas, escasamente visibles a media legua de distancia. Para entrar en ellas debía uno invariablemente encorvarse. Se las construía con ladrillos crudos o cocidos o, más a menudo aún, con paja y barro. El techo solía estar hecho de espadañas o juncos. En algunas de las mejores había también un jardín que consistía en unos pocos metros de terreno protegidos de las aves y de los animales. Se cultivaban allí. algunas flores y ciertas hierbas, especialmente el perejil, la ruda, la salvia, el tanaceto y el marrubio. No se practicaba otro tipo de cultivo fuera de los ya mencionados. Sólo se comían cebollas y ajo, hortalizas que se adquirían en el almacén como el pan, el arroz, la yerba, el aceite, el vinagre, pasas, canela, pimienta, comino y todo aquello que se pudiera conseguir para sazonar el pastel de carne y darle gustos diferentes a la monótona dieta de carne de vaca, oveja y cerdo. Las únicas piezas de caza que se consumían eran el avestruz, el armadillo, el tinamú (la perdiz del país). Eran los muchachitos los encargados de cazarlas con trampas o persiguiéndolas a caballo y enlazándolas. Como no se les permitía usar armas de fuego rara vez probaban los nativos aves como los patos salvajes o los chorlos.

En lo que respecta a la vizcacha, el corpulento roedor que abundaba en la zona, no había gaucho que comiera su carne. A mí, sin embargo, me resultaba más sabrosa aún que la del conejo. Los cambios que traía el verano a la planicie comenzaban a notarse en noviembre. El pasto muerto y seco tomaba un color marrón-amarillento; el cardo gigante adquiría una tonalidad herrumbre. En esta temporada - de noviembre a febrero - el monte de casa, con su fresca sombra y su inalterable verdor, se - convertía en un verdadero oasis dentro de aquella vasta planicie amarilla. Era entonces, a medida que los cursos de agua se iban secando y se acercaban los días en que el ganado vacuno y los rebaños de ovejas habrían de padecer de sed, que se sucedían ante nuestros ojos las burlonas y engañosas ilusiones del espejismo. Apenas llegada la primavera, en días cálidos y de cielo despejado se presentaba el espejismo de agua. Este es muy semejante en su aspecto al fenómeno que se produce en un caluroso día de verano inglés, cuando el aire que cubre la superficie de la tierra se torna visible y danza en forma de tenues y ascendentes lenguas de fuego, transparentes como el cristal unas, perladas o plateadas otras. Siendo la pampa más chata, nivelada y su temperatura más alta, los efectos se intensifican. Las llamitas temblorosas y apenas visibles adquieren la apariencia de lagunas o sábanas de agua rizadas por el viento brillando bajo el sol como plata fundida. El parecido con el agua aumenta cuando hay montes o edificios en el horizonte alzándose como oscuras islas o lomas, azules en la distancia. El ganado que pasta cerca de donde se halla apostado el espectador, vadea hundido hasta las rodillas o la panza a través de ese imaginario y resplandeciente líquido.

El aspecto de la planicie resultaba muy diferente durante lo que se denominaba el "año del cardo". Los cardos gigantes, que habitualmente ocupaban áreas bien definidas o crecían en zonas aisladas, comenzaban a aparecer por todos lados. Gran parte de los campos se cubrían entonces de estas plantas. En estos años de exuberancia, los tallos se volvían gruesos como los de la espadaña o el junco y alcanzaban una altura inusitada: tres metros. Era asombroso ver cómo brotaban hojas grandes como las del ruibarbo y cómo surgían los tallos, tan próximos que casi se tocaban. Si uno se metía entre los cardos y se quedaba allí parado se le antojaba que se los podía oír crecer, ya que las inmensas hojas se liberaban de su acalambrada posición mediante súbitas y rápidas sacudidas que producían una suerte de chasquido análogo al de las cáscaras de semilla de retama cuando se abren en el mes de junio inglés. Este sonido resultaba empero más fuerte aún. Para el gaucho, ese ser que pasa la mitad del día a caballo y ama su libertad como si fuera un pájaro silvestre, un "año de cardos" no era sino un odioso período de restricciones. Su pequeño rancho de adobe, con su techo tan bajo, se transformaba en una especie de jaula. Los altos cardos lo cercaban, tapándole la vista en todas direcciones. Cuando montaba se veía obligado a no apartarse de la estrecha huella del ganado. Encogía y levantaba las piernas continuamente para evitar las largas y agudas espinas. En aquellos lejanos y primitivos tiempos, si el gaucho era pobre no llevaba más calzado que un par de espuelas de hierro. Hacia fines de noviembre los cardos ya habían muerto y sus enormes tallos huecos comenzaban a secarse. Quedaban tan livianos como el cabo de una pluma de pájaro, pero su grosor era semejante al de dos palos de escoba y su largo fluctuaba entre los dos metros y los dos metros y medio. Las raíces no sólo morían, sino que además se pulverizaban en la tierra, de manera que se podía sacar cualquier tallo de su sitio con un solo dedo. Sin embargo, éste no llegaba a tumbarse por su propio peso porque estaba sostenido por docenas de otros tallos y éstos, a su vez, por cientos más y estos cientos por miles y millones. Los cardos secos causaban tantas molestias como los verdes. Se conservaban así durante todo el mes de diciembre y enero, es decir en la época más calurosa, y el peligro de incendio estaba siempre presente en la mente de los pobladores de la región. En cualquier momento una chispa de cigarrillo podía caer por descuido y encender la fatal llamarada. Cuando esto sucedía, bastaba que se vislumbrara el humo a lacia para que el paisano montara su caballo y volara al sitio de donde provenía la alarma. Una vez allí, realizaba la primera tentativa encaminada a detener el fuego: construía una especie de ancho sendero o vereda entre los cardos a unos cincuenta o cien metros del incendio. Había distintas formas de abrir esta brecha; una de ellas consistía en proceder a enlazar y matar algunas ovejas del rebaño más cercano a las que luego se arrastraba al galope una y otra vez a través del denso cardal hasta obtener el espacio del ancho requerido para aislar las llamas y poder sofocarlas a pisotones y golpes de matras.* No siempre se hallaban ovejas en las cercanías. Y aun cuando las hubiera y se lograra abrir el camino, si llegaba a soplar el viento cálido del norte, una lluvia de chispas y ramitas ardientes alcanzaba el otro lado. El fuego seguía entonces esparciéndose por el campo. Presencié uno de estos importantes incendios a los doce años de edad. Estalló a pocas leguas de casa. Avanzaba en nuestra dirección. Vi a mi padre subirse al caballo y salir a todo galope. Me tomó más de media hora conseguir un caballo, razón por la cual llegué tarde al lugar. Un nuevo incendio se había iniciado ya a unos ochocientos metros del principal. En éste se encontraba la mayoría de los hombres, luchando con las llamas. Me dirigí al más pequeño. Hallé a seis o siete vecinos que acababan de llegar. Antes de que entráramos en acción aparecieron veinte hombres provenientes del incendio principal. Ellos habían abierto la brecha entre los cardos, pero, viendo cómo se propagaba este más pequeño que recién se iniciaba, habían decidido volar en nuestra ayuda, abandonando su tarea. Su anterior labor les había demandado una hora. A medida que se aproximaban yo los observaba. Me llamó la atención la presencia del jinete que iba adelante, un negro alto en mangas de camisa. Era la primera vez que lo veía. “¿Quién será este negro?" me pregunté asombrado. En ese momento oigo que el negro me grita en inglés: - Hallo, my boy, what are you doing here? [2] Era mi padre. Una hora de ardua lucha con las llamas, entre nubes de negras cenizas, bajo el ardiente sol y azotado por el viento, lo habían convertido en un verdadero africano. Durante los meses de diciembre y enero, cuando este desolado mundo de cardos muertos y secos como yesca continuaba en pie, amenazaste y peligroso, el único deseo, la única esperanza de todos nosotros era la llegada del pampero. Este viento sopla del sudoeste. Suele presentarse con asombrosa rapidez, súbitamente, y con extraordinaria violencia en la época estival. Lo hace por lo general en tardes muy calurosas a las que ha precedido una serie de días de persistente viento norte, abrasador como el aliento de una fragua. Finalmente se calmaba este odioso soplo y el cielo se sumía en una tiniebla, una extraña oscuridad. Poco a poco se iba alzando una nube de tormenta sombría y opaca como si una montaña hubiera aparecido de pronto en la planicie, allá a lo lejos. En escasos minutos cubría la mitad del firmamento. Acompañada de truenos y relámpagos, caía una lluvia torrencial. Simultáneamente se desataba un vendaval que azotaba los encorvados árboles y sacudía la casa rugiendo feroz. Un par de horas más tarde todo habría pasado. A la mañana siguiente los detestables cardos habrían desaparecido casi totalmente o por lo menos se los encontraría diseminados por el campo. Luego de semejante tormenta el paisano experimentaba una sensación de alivio. Ya podía montar y salir nuevamente al galope en cualquier dirección por la vasta planicie, viendo cómo la tierra se extendía leguas y leguas delante de sus ojos. Se sentía entone como un prisionero al que le han abierto las puertas de la celda, como un hombre que, tras una larga enfermedad, recupera su vigor y puede volver a respirar bien y a caminar. No vivía yo atado al caballo, ni dependía de él tanto como el gaucho. Con todo, cuando evoco mi propia sensación de alivio después del pampero, me estremezco. (Quizá sería más exacto decir: "vuelve a invadirme el fantasma de aquel estremecimiento"). Experimentaba un inusitado placer al galopar sobre grandes extensiones de tierra oscura y plana, oyendo cómo los cascos de mi caballo quebraban los millones de tallos huecos desecados que la cubrían. Me parecía que eran los huesos de incontables enemigos muertos en batalla y esto me producía una extraña mezcla de sentimientos: una cierta alegría en la que también había una pizca de satisfacción por la venganza que le daba al conjunto un acre sabor. He mencionado hasta ahora los contratiempos que el cardo gigante - cardo asnal para los criollos, carduns mariana para los botánicos - ocasionaba en la región. Les resultará extraño entonces que diga a continuación que también podía considerarse al "año de cardos" como una bendición. Se trataba, sin duda, de un año de angustia; al temor de los incendios se sumaban las grandes zozobras que traían aparejados los relatos de robos y otros delitos. Estos rumores se difundían por toda la comarca, amedrentando muy particularmente a las pobres mujeres que se veían obligadas a quedarse tanto tiempo solas en los ranchos, encerradas por la espesa maraña de cardos llenos de espinas. Pero, a pesar de todo lo antedicho, el "año de cardos" recibía además el nombre de "año de engorde", puesto que los animales sin excepción: ganado vacuno, caballar, ovino y aun los cerdos, podían mordisquear a gusto las enormes hojas y los blandos y dulzones tallitos. Se hallaban pues en excelentes condiciones. Había sin embargo un par de inconvenientes para tener en cuenta: lo que los caballos ganaban en gordura, lo perdían en fuerza y vigor, y la leche de vaca adquiría un gusto desagradable. La mejor época de engorde llegaba cuando las plantas se habían endurecido tanto que dejaban de ser apetecibles para los animales, y las flores empezaban a derramar sus semillas. Cada flor era del tamaño de un pocillo de café; se abría en una mole blanca que esparcía una veintena de bolitas plateadas. Estas bolitas, una vez liberadas de sus pesadas semillas, flotaban en el viento, elevándose. El aire se llenaba de millares, de miríadas de ellas en cualquier dirección que uno mirara. La semilla caída era tan abundante que cubría el suelo en el que aún permanecían de pie las plantas muertas. La semilla del cardo es alargada y sutil, del tamaño de un grano de arroz carolina. Su color fluctúa entre el gris verdoso y el azulado y tiene manchas negras. Las ovejas la devoraban usando sus movedizos y extensibles labios superiores como si fueran cepillos de sacar migas, a fin de recogerlas dentro de sus bocazas. Los caballos hacían lo mismo. Los bovinos en cambio, no podían aprovecharlas, ya fuera porque no conocieran este truco o porque no eran capaces de usar eficazmente los labios y la lengua para tomar un alimento tan inasible como miguitas de pan. Los cerdos también engordaban durante este período como las ovejas y los caballos. Pero quienes más se beneficiaban eran las aves domésticas y silvestres, más aún que cualquier mamífero.

Para cerrar este capítulo, volveré a dedicar un par de páginas al pampero, el viento del sudoeste de las pampas argentinas. Describiré la mayor de todas las grandes tormentas que he presenciado. Tuvo lugar cuando yo tenía casi siete años. Este viento no es como el del sudoeste del Atlántico Norte e Inglaterra, cálido y cargado de humedad procedente de los tórridos mares tropicales, como el que Joseph Conrad[3] ha personificado en su “Mirror of the Sea” (“Espejo del mar”), en uno de los pasajes más sublimes de la literatura reciente. Se trata de un viento excesivamente violento - como saben todos los marineros que lo han conocido en el Atlántico Sur, saliendo del río, de la Plata. Es frío y seco, aunque muchas veces venga acompañado de grandes nubes, truenos y torrentes de lluvia y granizo. La tormenta puede durar media hora o medio día, pero cuando ha pasado, el cielo queda límpido y sobreviene un tiempo espléndido. En aquella ocasión, la temperatura estival se había tornado sofocante y, hacia la tarde, todos los chicos - las niñas y los varones - decidimos salir a dar un paseo por el campo. A poca distancia de la casa - habríamos recorrido apenas medio kilómetro cuando nos dimos cuenta de que el cielo se estaba oscureciendo. Esta oscuridad avanzaba desde el sudoeste, cubriendo el firmamento con tal rapidez que nos alarmamos y emprendimos el regreso a toda carrera. La formidable tiniebla color pizarra, acompañada de nubes amarillas de polvo, se nos adelantó y antes de que cruzáramos la tranquera, los chillidos aterrorizados de los pájaros llegaron a nuestros oídos. Al volver la vista atrás, vimos muchísimas gaviotas y chorlos volando enloquecidos, tratando de escapar de la tormenta que se avecindaba. Un enjambre de alguaciles de gran tamaño paso como una nube sobre nuestras cabezas. Segundos después había desaparecido. En el momento preciso en que llegábamos al portón de entrada, cayeron las primeras gotas, pesadas y barrosas. Apenas habíamos conseguido refugiamos en la casa cuando se desató la tormenta en toda su furia. Afuera estaba oscuro como si hubiera anochecido; la conjunción de truenos y viento nos aturdía; los relámpagos eran enceguecedores y la lluvia caía a raudales. Luego empezó a aclarar lentamente. A medida que esto sucedía el aire se tornó blanco. Granizaba. Trozos de hielo de extraordinario tamaño, grandes como huevos de gallina, pero de diferente forma: eran chatos, (de poco más de un centímetro de grosor), y por su color parecían bloques o pequeños ladrillos de nieve comprimida. Por fin la tierra se puso blanca. A pesar de su enorme tamaño, el furioso viento arrastraba el granizo por montones contra la pared de los edificios, dejando entonces pozos de casi medio metro de profundidad en el blanco suelo de donde se habían levantado. La tormenta terminó al anochecer. Recién al día siguiente la luz del sol reveló los destrozos que ésta había ocasionado. Zapallos, calabazas y sandías yacían por el suelo en pedazos; la mayor parte de los cultivos, incluyendo el maíz, habían sido desbastados. También los árboles frutales habían sufrido grandes daños. Cuarenta o cincuenta ovejas perecieron y otras cien quedaron tan lastimadas que por espacio de muchos días se las veía caminar rengueando. Parecían como atontadas por los golpes recibidos en la cabeza.

Murieron asimismo tres novillos y un caballo, un viejo y querido caballo de montar, un caballo con historia: el pobre Zango. Todos lloramos su muerte. Había, pertenecido originalmente a un oficial de caballería que sentía por él un gran cariño, cosa rara en una tierra donde el caballo y la carne de caballo resultaban particularmente baratas y los hombres solían mostrarse descuidados y hasta crueles con estos animales. Aquel oficial había pasado años en la Banda Oriental, actuando en la guerrilla. Zango había sido su cabalgadura en todas las batallas en que interviniera. Cuando regresó a Buenos Ayres, llevó consigo a su viejo caballo. Dos o tres años más tarde vino a visitar a mi padre, de quien se había hecho bastante amigo, y le contó que había sido destinado al norte. No sabía qué hacer con Zango. Tenía veinte años; no servía ya para la lucha. De toda la gente que este oficial conocía, sólo había, a su entender, un hombre a quien se lo dejaría.

-Yo sé que si usted se queda con el animal y promete cuidarlo hasta que su vida termine, Zango estará a salvo. Podré sentirme confiado, tranquilo y contento con la suerte que le ha de tocar, tan contento como me lo permita esta separación forzosa del ser que más he amado en mi vida.

Mi padre consintió y cuidó del caballo por espacio de nueve años hasta que aquel funesto granizo le dio muerte. Zango era un animal de buena estampa, de pelaje tostado oscuro, cola y crines muy largas. Yo lo recuerdo flaco y envejecido. Así estaba ya cuando yo lo conocí. Su función principal consistía en cargar con los chicos sobre su lomo para que aprendiéramos a montar. Mis padres habían experimentado anteriormente una gran pena relacionada con Zango. Faltaban aún muchos años para que aconteciera su extraña muerte. Mucho tiempo había aguardado la llegada de una carta o algún tipo de mensaje de su dueño ausente y a menudo se imaginaban el regreso del oficial, su alegría al encontrar vivo a su viejo y querido compañero y poder ponerle los brazos alrededor del pescuezo. Pero nunca más volvió el soldado, ni recibimos noticias de él. Finalmente llegamos a la conclusión de que había perdido la vida en aquella lejana región del país donde se libraban tantas batallas.

Volviendo al relato de los daños que la tormenta de granizo produjo, diré que los más afectados fueron sin duda los pájaros. Antes de que se iniciara, enormes cantidades de chorlos dorados en bandada atravesaban la llanura. Uno de los muchachos criollos que trabajaba en casa se ofreció a traer una bolsa de ellos para la mesa. Tomó pues un morral y me subió sobre las ancas de su caballo. A media legua de casa encontramos gran número de estos chorlos muertos. Yacían uno al lado del otro tal como antes habían volado en su compacta bandada. Sin embargo, mi compañero se negaba a recogerlos. Había otros saltando por ahí con un ala quebrada. Fue justamente a éstos a los que el criollito se puso a perseguir. Detrás de ellos se dirigió, dejándome para que le tuviera mientras tanto las riendas del caballo. Una vez que lograba atraparlos, les daba vuelta el pescuezo y los metía en la bolsa. Cuando hubo recolectado dos o tres docenas, se subió. nuevamente a su caballo y regresamos a casa.

Esa misma mañana nos enterarnos de que también había perdido la vida un ser humano. Había sucedido en forma muy curiosa. Se trataba de un niño de seis años de edad que vivía en un rancho vecino. Hallábase el pequeño parado en medio de la habitación, mirando cómo granizaba, cuando un trozo de hielo de los que caían atravesó el techo de paja y lo golpeó en la cabeza, causándole la muerte en forma instantánea.



Dibujos Franco Mosca - Ediciones Peuser 1945

Transcripción Chalo Agnelli - hudsoniano

FUENTE

Hudson, Guillermo Enrique (1918) “Allá lejos y hace tiempo” Cap. V –

Editado por elaleph.com

http://web.seducoahuila.gob.mx/

NOTAS



[1] Probablemente se refiera al cardo de Castilla que es, comestible

[2] “¡Hola hijo! ¿Qué estás haciendo aquí?”

[3] Józef Teodor Konrad Korzeniowski, más conocido como Joseph Conrad, nació en Ucrania el 3 de diciembre de 1857, murió en Bishopsbourne, Inglaterra el 3 de agosto 1924. Fue un novelista polaco que adoptó como lengua literaria, el inglés.​ Su obra explora la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano, es considerado como uno de los más grandes novelistas de la literatura inglesa. Hay un paralelismo grande entre él u Hudson, además de haber sido grandes amigos. Ambos nacieron en países ajenos, con otras lenguas, otras costumbres y realizaron su obra en inglés.

* La matra es una manta burda de lana o algodón que se coloca encima de la sudadera o la reemplaza. Se coloca sobre el lomo del caballo al ensillarlo y encima de la misma va la carona.