viernes, 6 de mayo de 2022

MATSAO TSUDA, EN BUSCA DE HUDSON - CAPÍTULO I

PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Los artículos que componen la presente publicación no entrañan, ni con mucho, una pretensión literaria ni menos aún una disciplinada labor de investigación. Son ellos, simplemente, una ceñida síntesis de apuntes y consideracio­nes sobre algunos aspectos que más llamaron mi atención durante la lectura de las obras de Guillermo Enrique Hudson, las que me han proporcionado largas horas de solaz, suscitando en mi espíritu un sentimiento de admiración hacia quien, con tanto conocimiento y cariño, penetrara en la esencia misma del campo argentino.

Aunque de aparición prematura, he cedido al impulso de darlos a publicidad y distribuirlos entre los admiradores del notable escritor, alentado por el vehemente deseo, y si se quiere, un tanto egoísta, de que alguno de los lectores pueda hacerme conocer nuevas referencias o episodios rela­cionados con su vida, por cuanto advierto que, a pesar del profundo interés e ininterrumpido empeño que he puesto en mi tarea, son muchas las fases que aún desconozco de la: personalidad de Hudson.

En la esperanza de encontrar eco a esta preocupación, manifiesto desde ya mi sentido agradecimiento a todo aquel que en alguna medida contribuya a elucidar aquellos hechos que permanecen ignorados, posibilitando de este modo un mayor conocimiento del variado mundo de Guillermo Enrique Hudson. M.T.

25 DE ENERO DE 1963

- I – 

HUDSON, GARIBALDI Y EL ALMIRANTE BROWN

Garibaldi fue para mí el hombre que luchó en la guerra de unificación de Italia, y en este único aspecto lo identi­fiqué siempre. En realidad, no tenía conocimiento de que hubiera estado en el Uruguay, ni sabía que, como jefe de operaciones navales, en una batalla librada en el Río de la Plata, fuera derrotado por la armada argentina, hasta que leyendo un día Adventures a Mong birds de Hudson, me encontré con una interesante narración que hacía precisamente de Garibaldi. En ella relata lo siguiente:

“Recuerdo un famoso incidente histórico — la exclama­ción de Garibaldi moribundo, cuando un pajarillo de una especie desconocida se posó un momento en el borde de su ventana abierta y prorrumpió en un canto de vivaces gorjeos — ¡Quanto é allegro! murmuró el viejo luchador ya agonizante. La exclamación hubiera parecido muy natu­ral en labios de un inglés moribundo, pero qué extraña en los suyos ¿Es que encuentra eco en el corazón del pue­blo que él liberó, el cual aprecia a los pájaros, no por su voz que alegra el alma, sino por su sabor? Sólo cabe supo­ner que Garibaldi, durante sus años de lucha encarnizada en la Confederación Argentina en la década del cuarenta del siglo pasado, se había desitalianizado en cierto sentido, que había sido contagiado de cierto sentimiento amistoso hacia los pájaros por sus compañeros piratas y rufia­nes como se los llamaba y por la gente en general, desde su enemigo el dictador Rosas mismo, el Nerón de Sud América, hasta el más pobre gaucho de la tierra. Ellos, los combatientes, eran en su mayoría rufianes en ese en­tonces, en un país donde la revolución (con sus atrocida­des) era endémica, pero no mataban ni perseguían a las avecillas de Dios, como las llamaban. Los extranjeros que hacían tal cosa, eran mirados con desprecio. Garibaldi fue derrotado una y otra vez, y finalmente expulsado del Plata por un luchador mejor — un inglés de nombre Brown —, pe­ro el derrotado pirata vivió para liberar a su propio país y para ver al pueblo italiano irse cada año en decenas de miles a establecerse en la tierra donde él había luchado y perdido. ¡Qué melancolía pensar que desde el punto de vista de los amantes de los pájaros hayan sido una maldi­ción para ellos; “que a no ser por los ricos terratenientes nativos e ingleses que pueden dar alguna protección a la vida animal en sus propios dominios, detestables enjambres de extranjeros hubieran dejado la tierra que habían po­blado, tan desprovista de pájaros como su nativa Italia!” [1]

¡Qué crueles son sus expresiones!, pero ellas no encie­rran un odio personal, sino que condenan a quien repre­senta una raza europea del Sur, “principal destructora de los pájaros”, no obstante, su propia declaración de que “… siempre había considerado a los europeos meridionales como admiradores de la belleza, que son, sin duda, la raza más religiosa del mundo…” El amor que las personas sin­tieran hacia los pájaros, ejercía ciertamente en Hudson una influencia en sus apreciaciones. Así nos lo demuestra, por ejemplo, al hablar de Juan Manuel de Rosas, hacia quien tenía una “especial” simpatía, a pesar del odio y del temor que había sembrado con su tiranía. Al gran Rosas nunca lo vi — decía — pero demostró ser uno de los caudillos y dictadores más sanguinarios e iracundos, pudiendo agregar a esto que tal vez fue el más grande de cuantos alcanzaron el poder en este continente de revolu­ción. “Toda la sangre derramada durante un cuarto de siglo, todas las anomalías criminales y demás cruelda­des practicadas por Rosas, no podían ser medidas con el mismo rasero que los crímenes cometidos por un ciuda­dano cualquiera, sino, más bien, que propendían al bien del país, con el evidente resultado de que en Buenos Aires y en nuestra provincia entera hablamos gozado por mucho tiempo de paz y prosperidad”.[2]

En aquella época existía la costumbre de que, en cada casa, las familias expusieran el retrato de Rosas. En la casa de campo de los Hudson, situada a más de 100 Km. de la Capital, el retrato de Rosas lucía en colores y ocu­paba un lugar privilegiado, sobre la chimenea de la sala; era un retrato con banderas, cañones y ramas de olivo, cuyo pesado y muy trabajado marco, era además dorado.

El padre de Hudson fue un gran admirador de Rosas, como la mayor parte de los ingleses residentes en el país en aquel tiempo, y extremadamente “rosista”. Su simpatía hacia él había nacido desde su primera entrevista con el caudillo. Hudson no sólo veía a Rosas con buenos ojos por la influencia de su padre, sino también por la sencilla razón de haberse enterado de que Rosas amaba a los pá­jaros desde su infancia. Su admiración fue mayor al tener conocimiento de que había perdonado a un condenado a muerte, por el solo hecho de saber que había escrito na­rraciones sobre el benteveo, las que despertaron el interés y la clemencia del dictador.

Al hacer otra vez referencia a Garibaldi, deseo manifes­tar que es fácil advertir que Hudson no simpatizaba con él. Sin embargo, no sucedía lo mismo entre el Almirante Brown y Garibaldi, quienes se respetaban y admiraban mutua­mente. En su libro Historia de Brown, el autor Héctor R. Ratto hace relatos muy interesantes sobre los dos adversarios, quienes fueron enemigos solamente en los com­bates. Dice hablando de la batalla de Costa Brava:

“… Al amanecer del 16 de agosto de 1842, se reanudó el fuego de cañón y fusilería en tierra, pero el de Garibaldi fue raleado por escasez de municionesDícese que los oficiales jóvenes enardecidos querían dar caza a los fugiti­vos; pero el Almirante, el mismo que otrora en el Juncal hiciera gala de tenacidad de sabueso, contuvo esta vez a su gente: No, déjenlos que se escapen; Garibaldi es un valiente…[3] Me resultó muy interesante otra narración que hace Héc­tor R. Ratto al referirse al encuentro del Almirante Brown y Garibaldi, en la que merecen destacarse las ansias de Brown de ver a su rival de tantos combates, guiado por su deseo de compartir con él gratos momentos de amena y feliz charla. Ésta es la descripción que hace el autor: En 1847, de regreso de Irlanda se detuvo en Montevi­deo — en manos siempre de los unitariosy desembarcó para presentar sus respetos al gobierno que le dio una es­colta para su persona no obstante sus antecedentes. Ma­nifestó asimismo deseos de visitar a Garibaldi, pero éste se le anticipó y departieron un largo rato. Es sabido que el an­tiguo vencido de Costa Brava consideró a Brown uno de los mejores marinos de su época y que dio a uno de sus nietos como segundo nombre el de Brown…”

Por su parte, Garibaldi no fue indiferente a los sentimientos del Almirante Brown; por el contrario, tenía de él muy buenas impresiones, que las ha manifestado en sus Memorias,[4], donde al hablar del combate de Costa Bra­va, dice: La escuadra que me iba a atacar, era mandada por el Almirante Brown. Sabía pues, que tenía que tratar con uno de los más hábiles marinos del mundo. Este com­bate y muchos otros que sustenté contra él dejáronme un buen recuerdo del Almirante Brown, quien habiendo aban­donado el servicio de Rosas antes de concluir la guerra, volvió a Montevideo, y antes de buscar a sus parientes, (quiso abrazarme primero. Corrió a mi casa de Portona y abrazándome muchas veces tan afectuosamente que pare­cía mi padre”.[5]

De los comentarios de la agradable conversación que sostuvieron, se lee en las citadas Memorias: Después vol­viose Brown hacia Anita y le dijo: ‘Señora, combatí mucho contra su marido sin obtener ventaja alguna. Mi mayor placer era derrotarlo y hacerlo prisionero, pero Garibaldi siempre conseguía escaparse. Si yo hubiera tenido la feli­cidad de apresarlo, habría conocido el aprecio que enton­ces le tenía’. ‘Cuento esta anécdota — dice Garibaldi —, por­que honra más al Almirante que a mí mismo”.

Ese sano propósito del Almirante Brown de querer abrazar a Garibaldi, a quien había derrotado en muchas batallas, lo definía con una personalidad que despertó en mí una verdadera atracción. Fue así que comencé a buscar datos y leer libros que tuvieran relación con él. Un día, leyendo A traveller in little things, de Hudson, tuve una gran sorpresa. En su Capítulo VIII, titulado Dos Casas Blancas, hablaba precisamente del Almirante Brown. En realidad, fue una sorpresa tan grata como inespera­da. Pensé con íntima satisfacción sobre esta coincidencia.

Hudson, de quien siempre he buscado casi con avi­dez todo lo que tuviera conexión con su vida, me ofre­cía aspectos desconocidos, relacionados con el Almirante Brown. Mis ojos no se atrevían a dar crédito a lo que veían. Con ansiedad comencé a leer. En ese capítulo, Hud­son relata que cada vez que viajaba a la Capital desde Chascomús con sus parientes o amigos, o bien solo, se sentía atraído por una casa blanca situada cerca del cami­no que necesariamente debían recorrer y expresa “porque en su blancura y en su sombra verde nos parecía hermosa y fresca y tranquila, y deseábamos poder vivir en ella…” Hudson la llamaba la Casa del Cañón debido a que en su gran puerta principal de hierro forjado tenía dos co­lumnas blancas a cada lado, y “frente a cada columna un gran cañón plantado como un poste en la tierra."

El relato dice así:

El tiempo transcurría, como solían decir los lentos libros de viejas historias escritos antes de que nosotros naciéramos, y yo todavía conservaba el hábito de detener mi caballo al llegar frente a cada una de las dos casas en cada viaje de y hacia el pueblo. Y una tarde, cuando pasaba con mi caballo al paso por la Casa del Cañón (Cannon House) vi a un anciano vestido de negro con el cabello blanco como la nieve y las patillas al viejo, viejo estilo, y la cara de un gris ceniciento, de pie, inmóvil junto a uno de los cañones y escudriñando a la distancia. Sus ojos eran azules — el azul borroso y fatigado de los ojos de un viejo cansado y parecía no verme mientras yo cami­naba lentamente cerca de él, a unas pocas yardas, sino que miraba como escudriñando algo más allá, muy a lo lejos. Creí que se trataba de un residente, tal vez el propietario de la casa, y fue ésta la primera vez que veía allí a alguna persona. Tan fuertemente me impresionó la vista de ese viejo, que no podía alejar su imagen de mi mente, y hablan­tín con, aquellos a quienes conocía en la ciudad, no tardé mucho en encontrarme, con alguien que pudo satisfacer mi limosidad acerca de él. El viejo que yo había visto, me dijo, era el Almirante Brown, un inglés que hacía muchos años había entrado al servicio del dictador Rosas en la época en que éste estaba en guerra con la vecina República del Uruguay y había puesto sitio a la ciudad de Montevideo. Garibaldi, que pasaba sus años de exilio de Italia en Sud América, peleando como de costumbre don­dequiera que había lugar para una pelea, voló en ayuda de Uruguay, y habiendo adquirido gran fama como gue­rrero naval, fue puesto al mando de las fuerzas navales, tales como eran, de la pequeña República. Pero Brown era un guerrero superior y pronto capturó y destruyó las naves de sus enemigos, escapando el mismo Garibaldi poco des­pués, para volver al Viejo Mundo a renovar la antigua lucha contra Austria.

Cuando el anciano Almirante Brown se retiró, constru­yó esta casa, o se la dio Rosas, [6] quien, me dijeron, sentía un gran afecto por Brown, y éste hizo plantar entonces los dos cañones que había tomado de uno de los barcos cap­turados, en la puerta de entrada. Poco después de esa única vez que vi al Almirante, éste murió. Y pienso que cuando lo vi de pie en su puerta, escudriñándome cuando ya me hallaba a distancia, espera­ba la llegada de un mensajero — una figura de negro   que avanzaba rápidamente hacia él esgrimiendo una espa­da en su mano.”

Entre el nacimiento de Hudson y la muerte de Brown, hay un lapso de 16 años. Ambos vivieron dentro de una extensión limitada de 100 kilómetros, muchas veces tran­sitada por Hudson. Con no menos frecuencia pasaba por el frente mismo de la casa de Brown, en la que un encuen­tro hubiera podido ocurrir fácilmente, pero esto se hacía difícil debido a la enfermedad del Almirante, que lo rete­nía casi siempre en su casa de la que salía muy poco, yen­do a la iglesia, aunque con poca frecuencia, cuando su estado de salud se lo permitía. La mayor parte del tiempo lo dedicaba a escribir sus memorias sobre las opera­ciones de la marina argentina ocurridas desde el año 1813 hasta la conclusión de la paz con el Emperador del Brasil en el año 1828. Ésta fue la causa que hizo que el encuen­tro de Hudson y Brown fuera realmente una casualidad.

Esta lectura despertó mi interés por ubicar esa casa. En el Centro Naval me informaron que estaba situada en la calle Larga, hoy Martín García N°584. De inmediato traté de localizarla. En la calle Martín García existe toda­vía ese número y desde el primer momento tuve la impre­sión de que debía corresponder al mismo solar que otrora ocupaba la casa del Almirante, pero lamentablemente ahora se levanta allí un gran edificio ocupado en su tota­lidad por la S. A. Metalúrgica La Cantábrica”. Sin em­bargo, continué observando y de pronto descubrí una placa fija en la pared, que pensé que no podía faltar, en la que hay inscripta una leyenda que indica que allí existió la casa del Almirante Brown.

Hace aproximadamente dos años, conversando un día con la señora Adelina de Bell, vecina de la residencia que yo ocupaba entonces, el giro de la conversación nos llevó a ese capítulo del libro de Hudson sobre el almirante Brown. Me comentó que muchos años atrás su casa paterna estaba ubicada en la Avenida Montes de Oca y que recordaba muy bien, siendo niña, haber visto la casa del Almirante con los cañones frente a las columnas. Además, me dijo la señora Adelina de Bell que un tío suyo compró todos los muebles del Almirante Brown cuando éstos fueron rema­tados y que todavía, un hijo de este señor y primo suyo, el señor Roberto Tolilia, los conservaba en su poder, invi­tándome a ir a verlos.

Algunos días después de aquella conversación, me infor­maron que, en Bernal, cerca de Quilmes, existe un museo histórico regional dedicado al Almirante Brown. Natural­mente, mi curiosidad no me dejó dilatar mucho la visita al museo. Había en él muchos documentos y cosas liga­das con su vida y con su actuación. Vi también una sala dedicada a Guillermo E. Hudson, donde no era mucho el material que se exhibía ni lo que había era particularmen­te interesante. Recorrí la pequeña construcción y me atrajo una foto colgada en la pared; me acerqué y pude apreciar, no muy nítidamente, la casa del Almirante Brown. En ese momento pude reconstruir mentalmente toda la historia narrada por Hudson. Lamenté que la casa hubiera sido foto­grafiada desde el jardín, pues las plantas que aparecen en primer plano me impidieron distinguir si en aquel enton­ces, en 1864, quedaban aún los cañones frente a la casa.[7]

Para completar la historia de esta casa, la casa blanca, y aunque deba abandonar las referencias al Almirante Brown, su antiguo morador, quiero relatar con las mismas palabras de Hudson, quiénes fueron sus nuevos ocupantes, ya que son los últimos indicios que quedan de la vida fami­liar desarrollada entre sus paredes.

Y ahora, una vez más debo volver por el espacio de dos o tres páginas a la casa blancaPorque sucedió que mientras proseguían mis investiga­ciones sobre el misterio de Dovecor House [8]  mis pasos me llevaron por casualidad a Cannon House. Y fue así como sucedió. Cuando el viejo Almirante, cuya imagen fantas­mal me perseguía, hubo recibido su mensaje y desapareció de la escena, la casa fue vendida y adquirida por un ca­ballero inglés, viejo residente de la ciudad, quien por trein­ta años había estado afanándose y bregando en cierto tipo de negocios hasta que pudo hacer una pequeña fortuna. Se le ocurrió entonces, o es más posible que fuera sugerencia de su mujer e hijas, que era hora de alejarse algo del bullicio y, en consecuencia, se fueron a vivir a la casa. Eran dos hijas, altas, delgadas, graciosas. Una de ellas, la mayor, morena y pálida como su viejo padre, típico de Cornualles, con cabellos negros; la otra era rubia con tez color de rosa y de alegre y vivaz disposición. Estas niñas resultaron ser amigas de mis hermanas y así fue como yo también me hice visitante ocasional de la Casa del Cañón. Sucedió entonces algo extraño, que sumió en la tristeza y la inquietud a ese hogar por muchos largos meses, que se prolongaron hasta casi dos años. Les gustaba andar a caballo y una tarde en que no había ningún visitante o persona alguna para acom­pañarla, la hija menor dijo que haría su paseo y ordenó que le trajeran el caballo de su encierro y se lo ensillaran. Su hermana mayor, que era más bien tímida, trató de di­suadirla de hacer el paseo sola por la carretera. Ella le contestó que no haría más que un corto galope — una milla, más o menos y volvería. Su hermana, aún intranquila, la siguió hasta afuera del portón y le dijo que la esperaría allí hasta su regreso.

Aproximadamente a media milla de la puerta de la casa, el caballo, un animal muy brioso, se asustó por algo y se desbocó. La hermana que estaba esperando y observando, los vio venir, el caballo a una marcha furiosa, la jinete aferrándose para salvar su vida al pomo de la montara. Repentinamente se le ocurrió que a menos que el caballo fuera detenido antes que se estrellara contra la puerta, su hermana se mataría, y corriendo hasta una, distancia de treinta yardas de la puerta saltó hacia la cabeza del caballo mientras éste avanzaba, velozmente y logró sujetar las rien­das, y aferrándose fuertemente a ellas fue arrastrada hasta unas dos o tres yardas del portón, logrando detener al ani­mal; aflojó entonces sus puños y cayó al suelo desvanecida, como muerta.

Habían hecho algo maravilloso, casi increíble. He visto caballos que se me han desbocado y he visto cómo se les han desbocado a otros muchas veces, y todo aquél que haya visto una cosa semejante y conozca un caballo —su fuerza y el ciego y loco terror que en ocasiones se apodera de élestará de acuerdo conmigo en que sólo con riesgo de la vida se puede, aunque se trate de un hombre fuerte y ágil, intentar detenerlo en tales circunstancias.

Todos dijimos que había salvado la vida de su hermana y estábamos rendidos de admiración por su proeza, pero pronto pareció que habría de pagarla con su propia vida. Se recobró del desvanecimiento, pero desde ese día empezó a decaer, hasta que unos tres meses más tarde parecía más fantasma que un ser de carne y hueso. No tenía fuerzas ni siquiera para atravesar una habitación; todo su aliento y la vida misma se le escapaban por causa de ese acto tan fuera de lo común, casi sobrenatural. Pasaba los días re­costada sobre un canapé, hablando, cuando se veía obligada a ello, en un murmullo. Sus ojos estaban hundidos y su cara era blanca aun hasta sus labios, pareciendo más blanca por la masa de cabellos sueltos, negros como alas de cuer­vo, que le hacían marco. No hubo casi médico, inglés o nativo, que no fuera llamado en consulta sobre el caso, sin ningún beneficio, sin que retornara a la vida, sino derivan­do siempre hacia el fin. Y en la última de las consultas ocurrió lo siguiente. Cuando hubo terminado y se invitó a los médicos a que pasaran a una habitación en la que ha­bían preparado refrescos para ellos, el padre de la niña habló en un aparte con un joven médico, un desconocido para él, y le pidió que le dijera verdaderamente si no había esperanzas. El médico le respondió que no debía abandonar toda esperanza si… hizo entonces una pausa, y cuando habló nuevamente fue para decir: 'yo soy, como usted ve, un hombre muy joven, un principiante en la profesión, con poca experiencia, y apenas sé por qué se me llama aquí en consulta con estos hombres de más edad y que saben más que yo; y naturalmente mi modesta opinión ha recibi­do muy poca atención'.

Poco después, cuando se hubieron marchado todos, ex­cepto el médico de la familia, éste informó a los perplejos padres que era imposible salvar la vida de su hija. El padre exclamó que no renunciaba a toda esperanza y que llamaría a otro hombre. El doctor Wormwood, al oír esto, tomó su bastón de empuñadura de bronce y partió encolerizado; se llamó entonces al joven desconocido. Se había suministra­do al paciente arsénico, junto con otros alimentos; él le dio arsénico solamente, aumentando enormemente la do­sis, hasta que llegó a darle tanto en un día, acompañado de leche por único alimento, que hubiera resultado sufi­ciente para matar a una persona perfectamente saludable. El resultado que se obtuvo fue que en algo así como en una semana se detuvo el decaimiento, y en estas condicio­nes, muy cerca ya de la muerte, continuó durante algunas semanas, hasta que lentamente, imperceptiblemente, co­menzó a mejorar. Sin embargo, tan lenta fue la recupe­ración que pasaron meses antes de que estuviera bien. Fue una recuperación completa. Recobró toda su fuerza de an­taño y la alegría de vivir y volvió a salir diariamente con su hermana a andar a caballo.

No mucho después ambas hermanas se casaron y mis vi­sitas a la Casa del Cañón cesaron automáticamente[9]

Debo agregar que la Casa del Cañón fue adquirida en 1860 por el señor Guillermo Nowell y me inclino a pensar que este señor era aquel caballero inglés, padre de las dos niñas de la historia que acabo de transcribir. Tal vez hoy, en la numerosa colectividad anglo-argentina, haya al­guien que recuerde al señor Guillermo Nowell,* último nom­bre que, con nostalgia, podemos vincular a la Casa del Cañón.

Y efectivamente en la numerosa colectividad anglo-argentina Tsuda tuvo su satisfacción en la abogada-historiadora Maxine Hanon en su voluminoso "Diccionario de Británicos en Buenos Aires". Donde da datos precisos de la vida de William Nowell, que aquí reproduzco: 

WILLIAM NOWELL. Nació hacia 1814 en Kingsbridge, Devonshire, Inglaterra, hijo de John Nowell y Alice Grills, emparentado, probablemente, con Nicholas, George Kennard Nowell y Mary Ann Nowell de Campling. Llegó a Buenos Aires antes de 1841 y se estableció como herrero.

En 1842, colaboró con una gran colecta realizada para socorrer a las víctimas de la hambruna de Gran Bretaña e Irlanda.

Desde 1852, aproximadamente, residió muchos años en Montevideo, pero volvió y, el 19 de septiembre de 1863, adquirió a Eliza Chitty de Brown la famosa casa quinta del almirante Brown en Barracas, donde vivía con su familia en 1869. Murió "merchant" (comerciante) en Buenos Aires, el 5 de junio de 1889, y fue enterrado el 6 en el cementerio protestante de la calle Victoria.

Entre sus bienes quedaron la casa quinta de Almirante Brown 584, de unos 8500 metros cuadrados; una casa en la calle Bolívar y otra en la calle Tacuarí.

El 16 de julio de 1841, se había casado en la iglesia anglicana con Jane White, de Liverpool, hija de John, con quien tuvo, por lo menos, trece hijos, varios nacidos en Montevideo: Francis John (19.11.1842); Alonia o Albina Grace (11.8.18-1 23.1.1913), casó el 1 de mayo de 1869 con el inglés Hez W. Bentham (c.1840-15.1.1904); Alice Ellen (1846) casó el 30 de abril de 1873 con el inglés Robert Sondo (c.1846); George James (10.4.1848); Ellen Eliza (18.11.1850), casó el 23 de marzo de 1871 con el inglés Nathaniel Dodds (c.1843); William Kennard (21.9.155 21.12.1892), nacido en Montevideo, comerciante. Casó el 8 de julio de 1874 con la inglesa Mariana Shoosmith (c.1851); Herman Clancy (2.11.1853); Alfred Edward (14.2.1856); Henry Nicholas (15.6.1858), murió en la infancia; Thomas Peter (29.6.1859); Anna Cartwright (6.7.1861), casó con Félix Gandencio; Nicholas Justo (27.9.1864), nacido según el registro de la iglesia metodista en Paraná, aunque su madre lo desmintió años después; Charles Albert (21.6.1867), murió en la infancia. Pág. 636

Digitalización y compilación Prof. Chalo Agnelli, hudsoniano

NOTAS


[1] Traducción del autor.

[2]  “Allá lejos y hace tiempo” - Capítulo VIII. (Editorial Peuser. Traducción Fernando Pozo)

[3] El Almirante Brown tenía instrucción de apresar a Garibaldi (Héctor It. Ratto: Iliid).

[4] "Memorias de Garibaldi”.

[5] El Almirante Brown tenía 70 años y Garibaldi 40.

[6] A partir del 23 de junio de 1812, Brown era un vecino radicado en Buenos Aires y dueño de una propiedad cuyo costo alcanzaba a 1.600 pesos fuertes 11 h. Nos referimos a su quinta de Barracas comprada al Reverendo Padre José Ramón Grela. La escritura de venta fue extendida por el escribano Juan Cortés. La extensión adquirida era de 350 varas de frente por 31 varas de fondo. En esta tierra construyó Brown su casa y 7 casitas (Datos obtenidos de la testamentaría del Almirante. Copia en la Biblioteca Nacional de Marina)

[7] Ambos cañones fueron donados por el Sr. Nicolás Justo Nowell al Museo Histórico Nacional el 19 de junio de 1904.

[8] Una de las dos casas.

[9] Traducción del autor.