jueves, 13 de febrero de 2014

I.- BUENOS AIRES DESDE SETENTA AÑOS ATRÁS - JOSE ANTONIO WILDE

Próximo el Bicentenario del nacimiento del Dr. José Antonio Wilde, qué mejor avivar la memoria en su libro de misceláneas. “Buenos Aires desde sententa años atrás”
CAPÍTULO PRIMERO
I
[…] Sin embargo, llevado de su primera impresión, oiría el bullicio en nuestras calles, se asombraría de ver los grupos de vascos, italianos y gallegos que reemplazan en el día a nuestros antiguos negros changadores; observaría el ir y venir de tramways, de carruajes, y se asombraría de los diversos me­dios de transporte de que hoy disponemos; con­templaría absorto los regios edificios particulares, los suntuosos palacios y la magnificencia y aus­tera
belleza del inmenso número de nuestros edi­ficios públicos.
Pero mayor sorpresa experimentaría cuando, lla­mando en su auxilio sus recuerdos, contemplase tal cual los dejó en aquella ya remota época, en diversos puntos de la hoy vasta ciudad, y cual si protestasen contra la transformación completa que se pretendía operar, por ejemplo, la casa de la Virreina Vieja, en la calle del Perú, hoy convertida en Monte-Pío; el edificio entonces denominado el Consulado (hoy Tribunal de Comercio), en la misma calle; la casa de Del Sar, calle San Martín; la casa de la calle Belgrano, donde en el día se en­cuentra la Comisaría General de Guerra, que fue construida en 1778; y tantos otros edificios disemi­nados por la ciudad, que conservan la fisonomía especial de las construcciones de aquella época, con sus espaciosas piezas, sus
grandes patios l9, 29 y 39, o huerta; edificadas en terreno de 17 varas de frente y fondo completo (75 varas) ; y evocando siempre esos mismos recuerdos, se encontrase re­pentinamente en una calle central, en medio de soberbios edificios, tal vez de tres o cuatro altos, con un antiquísimo cuarto o casucho amenazando ruina y que conoció con el mismo aspecto derrui­do, allá por los años 15 ó 16, o aun antes; y por fin, los mismos altos y bajos en algunas de sus veredas, la misma mezquina y ruin estrechez de sus calles, con que los fundadores de esta mag­nífica ciudad contribuyeron, sin pensarlo, a su futura insalubridad.
Constituía la ciudad un vasto paralelogramo, di­vidido en cuadras, cada una de 150 varas. Nuestras calles permanecieron por muchos años sin empedrado. Para aproximarnos al origen de éste, penetremos por un momento a la época co­lonial, aun cuando
nuestro propósito sea que es­tos recuerdos daten del año 10 adelante.
Acúsase a los españoles, y creemos que con mu­cha razón, de haber mantenido por ignorancia o por una economía mal entendida, las calles de un pueblo de tanta importancia comercial, en tan pé­simo estado, que algunas eran completamente in­transitables, sin embargo de tener tan a mano el mejor material, la piedra, y los medios de con­ducirla a poca costa. Cuéntase que se hacía creer al pueblo que el empedrado era obra de romanos.
Citaremos, sin embargo, como excepción honro­sa al virrey don Juan José Vértiz y Salcedo. Algo más que a mediados del siglo pasado, por los años 1770 y tantos, a consecuencia de una lluvia, que continuó por muchos días, formáron­se tan profundos pantanos, que se hizo necesa­rio colocar centinelas en las cuadras de la calle de las Torres (hoy Rivadavia), en las cercanías de la plaza principal, para evitar que se hundieran y se ahogaran los transeúntes, particularmente los de a caballo.
Tal debió ser todavía el estado de nuestras vías urbanas, cuando por medio del intendente don Francisco de Paula Sanz, se propuso el virrey “lim­piar esta ciudad de las inmundicias e incomodida­des en que la había tenido hasta entonces cons­tituida el abandono y ninguna policía en sus calles, para que se respire un aire más puro y se remue­van de un todo las causas que casi anualmente ha­cen padecer varias epidemias que destruyen y ani­quilan parte de su vecindario”.
Después de haber provisto al mejoramiento de las calles y veredas,
quiso también el buen virrey que los transeúntes que no podían hacerse acompa­ñar con un negro y un farol, o cargar linterna, se librasen de malhechores y de malos pasos, es­tableciendo lo que se llamaba la iluminación, por medio de velas de sebo.
Dícese también que el marqués de Loreto, sien­do virrey, cuando se inició el primer pensamiento respecto a empedrado, manifestó, entre otras ra­zones, en contra del proyecto, el peligro que co­rrían los edificios de desplomarse, por cuanto se moverían sus cimientos al pasar vehículos pesa­dos sobre el empedrado, y aun daba otra
razón, de mucho peso, en su opinión, y era que se ten­dría que gastar en poner llantas a las carretas y herraduras a los caballos, que valdrían más, de­cía, que los mismos caballos.
Parece que su sucesor Arredondo no participó de esos temores, y que, auxiliado por una sus­cripción voluntaria, emprendió con asiduidad los trabajos en 1795. E1 sucesor de Arredondo conti­nuó la obra. Poco o nada se hizo después hasta la época de Rivadavia, 1822-24; pero los empe­drados siempre fueron malos.
Aun en la última fecha citada,' antes de ella y por mucho tiempo después, la ciudad (confiados, sin duda, sus habitantes en la buena salud que en ella reinaba), era sucia; en invierno, por el barro; en verano, por el polvo. Sus calles ja­más se barrían, salvo el barrido impuesto en cierto radio a los tenderos, que lo efectuaban los sába­dos, por medio de sus dependientes, y sólo se lim­piaban de tiempo en tiempo por los copiosos agua­ceros que las convertían en vastos mares, rebalsan­do las aguas los terceros, derramándose luego por las calles en raudal hacia el río de la Plata, arras­trando la corriente cuanto hallaba en su curso.
III
En los primeros días de mayo de 1823 se cele­bró remate por la policía para la limpieza dé las casas y calles, entregándole a don Manuel Irigoyen 30 carros nuevos y 60 muías. La limpieza de las casas comprendía desde las Monjas Catalinas, por la Fábrica de Armas, plaza Lorea, Concepción y Residencia.
Desde aquella época hasta la fecha, nuestros lec­tores saben que se han hecho varias tentativas en el sentido de mejorar las vías públicas; que se ha ensayado el asfalto, el macadam, el adoquina­do, etc., y saben también, muy a su pesar, que el que actualmente existe, destructor de toda clase de vehículos, es el más vergonzoso, visto nuestro ade­lanto en todo sentido, y que no se toleraría en parte alguna del mundo, en un país en iguales con­diciones. [1]
Volviendo a las calles de aquellos tiempos, ya fuera de la época colonial y hasta hace no muchos años, se veían aún en los puntos más centrales de la ciudad inmensos pantanos: a veces ocupaban cuadras enteras. No era raro, pues, ver a un mé­dico dejar su caballo (entonces no andaban los médicos en carruaje) en una bocacalle y caminar una cuadra o más, hasta la casa de su cliente, por no lanzarse a caballo en ese mar de lodo; y al pedestre obligado a rodear una o más manzanas para llegar a un punto dado, aprovechando el paso que algún vecino caritativo o algún pulpero inte­resado había improvisado, con el auxilio de unos cuantos ladrillos, pedazos de tabla, etc.
Los pantanos se tapaban, hasta hace muy pocos años, con las basuras que conducían los carros de la policía, que- eran pequeños y tirados por una sola mula.
Estos depósitos de inmundicias, estos verdade­ros focos de infección, producían, particularmente en verano, un olor insoportable, y atraían milla­res de moscas que invadían a todas horas las casas inmediatas.
Muchas veces se veían en los pantanos animales muertos, aun en nuestras calles más centrales, aumentando la corrupción. De los pantanos, des­graciadamente no nos vemos libres hasta la, fecha; liólo sí, ya no se ven en el centro, pero no faltan, aunque no tan profundos y extensos, en los suburbios.
IV
Las casas, aunque en general sólidamente cons­truidas, estaban muy lejos de ser confortables. Por muchos años se edificó en barro, siendo relativamente moderno el uso de la mezcla de cal; mu­chos revoques se hacían también con barro. En las paredes sólo se empleaba el blanqueo, tanto al ex­terior como interiormente; la pintura al óleo y el empapelado casi no se conocían y menos el cie­lo raso; los pisos eran generalmente de ladrillo de­nominado de piso.
El uso de la estufa fuese introduciendo muy len­tamente, pues parece que se miraba con terror; sin embargo, muchos buscaban refugio contra el frío en el brasero, mil veces más perjudicial que aqué­lla. Poco a poco se fué comprendiendo que la estufa es un medio excelente para producir una temperatura agradable en nuestras piezas, común­mente húmedas, sin los incontestables inconvenien­tes del brasero.
Una cosa que afeaba mucho el exterior de las casas, eran las inmensas rejas voladas en las ven­tanas a la calle. Algunas sobresalían más de una cuarta de vara, lo que, agregado a la extremada es­trechez de las veredas, que' apenas tenían una vara de ancho, ponían en constante peligro al transeún­te, especialmente en las noches obscuras.
A propósito de estas rejas, un periódico de aque­llos tiempos, decía: “Un artesano honrado que tiene estropeado el brazo derecho por una de las innumerables re­jas de ventana que usurpan el paso en nuestras ve­redas; y una señorita bonita, que acaba de per­der un ojo por la misma causa, van a presentarse, dicen, a la H. Junta para que, a más de obligar a sus dueños a pagar una multa fuerte por cada desgracia que originen, se imponga a cada una de estas ventanas una contribución anual, mientras sub­sistan en el estado presente. Es muy bien pensado; y no dudamos que la señorita, cuyos ojos eran muy capaces de hacerse justicia por sí solos, la conseguirá ciertamente de nuestros representantes.” Esto sucedía allá por el año 22.
Estas rejas de hierro deben chocar al extranje­ro recién llegado, que las reputará, sin duda, más adecuadas para una Penitenciaría, que para la re­sidencia de hombres libres; no obstante, la cons­trucción elegante de las rejas modernas, de formas y molduras caprichosas, bien pintadas y a nivel con la pared, ofrece una vista que, hasta cierto punto, embellece los edificios.
Por otra parte, por feas que ellas fuesen, pres­taron aquellas rejas, en más de un sentido, bue­nos servicios; entre otros, el de poder dormir, como ira muy común en aquellos años, con las ventanas abiertas en tiempo de verano; si bien es cierto que n i aun con rejas podían los amantes del aire fres­co verse libres de la astucia de cacos.
Entonces no había serenos ni vigilantes apostados en las es­quinas, y aunque los robos eran infinitamente menos que en la actualidad, no dejaba de haber algunos.
Uno de los medios de efectuarlo era el siguien­te: Armábanse de una larga caña, con un gancho o anzuelo en un extremo, que introducían por la reja, y con la mayor destreza substraían las ropas sin ser sentidos. No pocas veces, sin embargo, se han despertado los pacíficos habitantes a tiempo para ver salir balanceándose su reloj con cadena o su pantalón, en la punta de una caña.
Excusamos detenernos a hablar del prodigioso adelanto que se observa, no sólo en la elegancia, sino en el gran número de construcciones moder­nas [2] ; no obstante, nuestras casas, aun en el día, y a pesar del magnífico aspecto de muchas de ellas, fuerza es confesarlo, están, en general, lejos de ofre­cer el confort de la gran mayoría de las europeas.
Compilación Chalo Agnelli
Compaginación Sol M. Agnelli

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NOTAS

[1] En los momentos en que esto escribimos, vemos por los Diarios que el presidente de la Municipalidad inspecciona los empedrados; y que ha ordenado cambiar el de la calle de la Piedad, entre 25 de Mayo y Reconquista: componer la calle Balcarce, el callejón de Santo Domingo y empedrar la calle de Córdoba basta el Hospital nuevo.
[2] El número de casas en la ciudad de Buenos Aires no bajaba en 1879 de 35.000.

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