sábado, 24 de noviembre de 2018

MARTÍNEZ ESTRADA EN EL MUNDO DE HUDSON


En el Centenario del “Allá lejos y Hace Tiempo”, después de la exitosa jornada vivida el viernes 16 de noviembre de 2018, en el Instituto Argentino de Cultura Británica de Quilmes - fundado por el Dr. Fernando Pozzo, su esposa Celia Rodríguez Compmartin y otros vecinos quilmeños en 1944 - , evento compartido con: la profesora María Rosa Mariani, el cantautor Julio Lacarra amigos del Parque Ecológico Cultural Guillermo Enrique Hudson y el Rotary Club de Quilmes (E. Club Conurbano), donde me tocó referirme a la vida y la obra del traductor del “Far away and long ago”, agrego estas páginas halladas en la revista “Sur”, publicación correspondiente a enero/febrero de 1953 (219-220) que, junto con otros números de esta señera publicación que entre los años 1931 y 1992, tuvo extraordinaria relevancia para la cultura nacional e internacional; algunos números de esta revista, como del que sacamos este texto, se encuentran en el Museo Bibliográfico-Documental “Bibliotecario Carlos Córdoba” de la Biblioteca Popular Pedro Goyena, Centro Cultural Hilda Perata. 
La apertura estuvo a cargo de la directora del Instituto de Cultura Argentino-Británico Prof. Sonia Gasti y del director del Museo Histórico Provincial Guillermo Enrique Hudson, museólogo Rubén Ravera.
 Fryda Schultz De Mantovani * hace una sensible crítica del libro de Ezequiel Martínez Estrada ** “El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson”, publicado en México por el Fondo de Cultura Económica en 1951 (Pp. 110/114) Chalo Agnelli
CRÓNICA 
MARTÍNEZ ESTRADA EN EL MUNDO DE HUDSON

Las pruebas de una identificación conmueven, como si tocá­ramos un enigma humano. Frente a este libro que Martínez Estrada consagra a Hudson [1] sentimos que se nos iluminan dos rostros: el de aquel gran solitario cuyas facciones de hirsuta bondad nos dejaban tranquilos, como un paisaje agreste, y el de este otro gran solitario, incisivo como sus páginas proféticas, que no teme alterar la quietud ni hallarse cara a cara con las verdades últimas. Acaso deje perplejo al lector que creyó saber de uno y otro lo esencial, lo que resaltaba en la apariencia, y ahora encuentra que aquel paisaje tenía un sentido y este buscador de verdades pudo descubrirlo.
Para penetrar en el mundo de Hudson es necesario despojarse de todo, desandar el camino, llegar a los orígenes, allí donde la ac­titud del hombre consistía en percibir, latente, a través de la natu­raleza y de la porción fatal que le era asignada, un prodigio ajeno a sí mismo y hasta a los dioses. La moira,[2] la parte de cada cual, era la versión mítica de la physis, [3] porque iguales condiciones de inmutabilidad y seguridad se daban en ambos — naturaleza y des­tino — para aquellos hombres anteriores a la filosofía que "teolo­gizaron”, según decía Aristóteles, y apelaban a los mitos con el in­tento de revelar su identidad y la del mundo que habitaban. De aquella actitud conserva Hudson la impronta y también de la que le sucedió, más interrogativa; y de la posterior, humilde, que con fragmentos pacientemente observados pretende conocer por lo menos una parte de la realidad, de esa naturaleza que es lo que permanece inédito a nuestro costado. Estamos inmersos, somos ella misma, con­sistimos en ella; pero nuestras palabras no alcanzan a reflejar sino su imagen parcial, si nos atenemos a la ciencia; si la contemplamos filosófica o estéticamente es posible abarcarla en su totalidad abre­viada, abrir paso a una teoría o a un mito de igual modo verdaderos porque en ellos reside nuestra subjetiva experiencia de la cosa real de la que, en definitiva, nuestra palabra no es espejo sino espejismo. Toda esa visión constituye la génesis del libro, esta entrega o sín­tesis de una total armonía que sin vacilación calificamos de hallaz­go: estudio que se vuelve adentramiento en el objeto — Hudson y su mundo — para dejarnos al final sólo una estela, una huella por la que reconocemos, sí, a ese hombre que nació en nuestro ámbito, en épocas pastoriles y apasionadas, y supo vivir “… por encima y más allá de la contienda”, porque el suyo era como el instinto mi­gratorio de los pájaros o el de los niños, crueles e inocentes; pero, sobre todo, sentimos en estas páginas, documento confesional más que análisis de ensayista, una especie incorpórea, la señal dibujada de un tránsito que es el de Martínez Estrada, humilde y altivo, porque prescinde de lo que nuestra vanidad adora, para quedarse en su tonel indefenso desde donde contempla la luz del mundo, identificados sus ojos con los de Guillermo Enrique Hudson.
Otros ensayistas pueden interesarse, no desapasionada pero sí prescindentemente en un tema, sumar datos y componer fichas, to­mar o no partido por el personaje, enfocarlo desde su mesa de tra­bajo, como el pintor ante el caballete, que vuelve una y otra vez la mirada para que el espacio entre su yo y el ajeno delimite su cir­cunstancia. Martínez Estrada procede de diferente modo: la acu­mulación de sus lecturas parece más bien un material orgiástico, que le rezuma al acercarse al objeto, por placer de entendimiento, de compenetración, de afinidad, que desbarata todo plan erudito, todo asomo ritual del oficio de escritor. Hudson, primero, tuvo que ser sentido por él; luego, pudo ser pensado, contemplado; y una vez puesto en obra, al escribirlo, Martínez Estrada debió ser arre­batado por el hombre del que se sentía, no su biógrafo ni su intér­prete, sino su creyente, su fiel. Acaso en esa identificación radica la emotiva elocuencia de este libro que el secreto Hudson nunca hu­biera podido confiar a nadie, porque ni pájaros, ni hierbas, ni pastores, ni mucho menos hombres de ciencia o de letras serían sus evangelistas, sino este lejano amigo, que no por haber nacido en su misma tierra es su compatriota, su igual en un mundo cuyo derecho a la ciudadanía sólo lo conquista el más libre, el más insobornable, el que tiene por único placer "todo lo que a nadie le importa”. Eso era lo que preguntaba Hudson cuando llegaba a una aldea, en sus habituales excursiones en bicicleta, en Inglaterra, una mano en el manubrio y el largavista en la otra, con su traje raído y la estatura encorvada — como lo describe su biógrafo —; estrafa­lario el aspecto, parecido al de aquellos, que lo movían a risa en su infancia y la de sus hermanos, llamados al respeto por la madre pia­dosa. "Quiere conocer ante todo la historia del pueblo y que se la cuenten bien, como algo de la propia vida; después de los poetas que tuvo, de los que amaron la naturaleza, de los personajes pinto­rescos e importantes; qué pájaros anidan allí, oriundos o inmigran­tes; qué flores, hay, todo...” ¿Qué persigue y quién es este hombre que llamaba al dinero estúpido, y que si "no sabía administrar, sa­bía no gastar”, este "gigante en el altillo” de su pensión de Londres, de la que era el marido de la dueña, viuda de buena voz que admi­raba a ese ser extraño que a su vez admiraba a los pájaros, pero no a los que disecaban en el gabinete o el museo sino a los que latían, vivos, en los parques y en otras tierras, allá lejos y hace tiempo? Era el naturalista del que aprovechaban sus observaciones los hom­bres de ciencia, pero los editores devolvían los manuscritos; era el escritor que no cambiaba una palabra, aunque se opusiera toda In­glaterra; era aquel en quien despuntó en la infancia, ante la mirada de la madre, una propensión "no melancólica ni triste…, de feli­cidad y de pureza”, porque en ese ámbito natural y desasistido que lo rodeaba vio su divinidad, la patria de sus padres, la tierra ances­tral del hombre. Era un nómada, o mendigo, o ermitaño, formas las tres de esa aceptación de un destino en la que radica la fuerza de las personalidades, que parecen ceder porque su forma la configura un fatum [4] o luz que las envuelve, semejantes sus gestos a las anfrac­tuosidades de la roca, humilladas, dulcificadas por la nieve y el agua que a veces las borra, y lentamente y siempre las perfila. Igual pacto de no resistencia existe entre Hudson y la vida, pues apren­dió temprano cómo la lucha del hombre contra la naturaleza y el destino se decide a favor del viento; cómo el tiempo devora a los hijos del rancho sobre el que arroja su sombra el ombú, es decir, la imagen arbórea de la nada que puede más que la obra del hom­bre, opuesta a su sino.
Martínez Estrada compone su libro sobre dos grandes núcleos: la existencia de Hudson, que titula "Vida y mundo”, y su trascen­dencia, "Obras e ideas”, unidos ambos por ese tema fundamental, subyacente o visible, que es el del ser del hombre, su yo profundo', la inscripción para la que es necesario apartar las hierbas, como en la losa de Gilbert White, "tal como apartamos los cabellos enmara­ñados que caen sobre la frente de un niño, cuando queremos ver su rostro”. Para eso contempla a Hudson en su infancia, en la casa de "Los 25 ombúes” que tocó; en la de Chascomús, con el padre bolichero, que era la masculinidad perseverante y desdichada; con la madre que representa la fe, el vuelo sobrenatural y femenino que alumbra vidas sobre la nada; lo sigue en sus primeras observaciones, sus adventicios maestros, sus lecturas; en su sentido de la orientación y el olfato, más parecidos a los de la cabalgadura que a los del jinete, que se maravilla de tan ignotos poderes; "En Inglaterra, y a pie”, donde conservó el idioma con que soñaba, aunque se le hiciera difícil hablarlo. (Las almas eternas, ¿habrán olvidado el lenguaje de su país de origen?)
Los sentimientos poseen signos convencionales, inteligentes en­tre sí, aunque se queden en el umbral de la cultura. Esta puede aprovecharlos, pero no les da entrada oficial hasta que les reconoce su máximo valor, que es, precisamente, cuando dejan de ser senti­mientos y se vuelven datos psicológicos. Existe otra degeneración verbal, que son los sentimientos literariamente explotadas. La nota pura de Hudson en este aspecto es su posición, indemne, como si hasta él hubiera permanecido virgen el alma en la naturaleza. Mar­tínez Estrada analiza la posición del hombre en la historia frente al mundo de los animales y los vegetales, de los insectos y las cosas; y así como hubo épocas en que éste aparece censurado o relegado, y otras, analizado científicamente, dice que la más grande aporta­ción de Hudson "es la de haber hecho de la sensibilidad una forma del pensar intelectual con no menores exigencias y satisfacciones que la del pensar científico”. Y con ello estamos nuevamente en aquella actitud que hacía de los griegos, anteriores a la filosofía, teologizantes o filómitos, [5] porque se atenían a su personal, humana, única visión del cosmos. Por eso Martínez Estrada anota los datos individuales de Hudson, los sentidos con los que percibe el mundo: lo que ve, lo que oye, lo que toca, lo que huele, lo que paladea (sentido esclavo, que inferioriza con sus apetencias; aunque a veces signifique para algunos un reminiscente sabor de infancia, edénico, como el reencuentro del agua, la leche y el pan). Hudson, por una inclinación que en nada semeja a la actitud del puritano, sino más bien a la del niño que crece en el campo — donde la vida se adelanta con naturalidad a sus inquisiciones — siempre elige entre sus recuerdos, entre las alucinaciones de la realidad que lo persiguen, lo más puro, lo que se entiende sin mezcla, y que a veces puede parecer incauto, o cínico, o cruel. “Pues su ingenuidad y su decoro — dice Martínez Estrada — no están antes sino después de la conciencia del pecado. Piensa y siente como quien no ha tenido oportunidad de cultivar su lascivia, solicitado por otras preocupaciones”. Y eso es lo verdaderamente viril en él, la fuerza y el manso coraje que sobre­cogen en sus escritos: lo sexual no es un objeto eludido por convic­ciones morales, o estéticas, sino un tema que trata cuando lo encuen­tra, simplemente, porque no tiene más interés ni importancia que los otros. Sin embargo él es "un observador por imperio de su sen­sualidad, más que de su intelecto”; lo que no significa una pola­rización sexual de la vida ni tampoco una blasfematoria indiferencia al respecto. En Hudson existe una constelación de los sentidos como sólo se da en el hombre pleno, en la total armonía de la naturaleza.
Todo ello lleva a Martínez Estrada a analizar su personaje en el terreno de las ideas, en el concepto de “limitación”, que confiesa haber compartido con quienes a primera vista calificaron a Hudson, alguna vez, de estrecho, de apátrida o frío respecto al idioma, a su país, al tirano que lo gobernó durante las primeras décadas de su existencia argentina. “Estaba por encima y más allá de la contienda”, es necesario repetirlo con las palabras de su identificado; en un mundo cuyo compás abierto se asentaba en dos polos, naturaleza y destino. En la unidad de su vértice está el hombre, y entre ambas líneas que se proyectan al infinito, no sólo sus sentidos ancilares y el más alto de ellos, la visión con la que se cierne sobre la realidad, sino su espíritu, su palabra, puente indestructible que lo enlaza con el cosmos, ya sea en contemplación, teoría o espejismo.
A través del insumiso Hudson podemos ver la imagen, apasio­nada y semejante, de quien lo sorprendió en su atmósfera, donde, para merecer la libertad, es necesario ser de la casta de los inven­dibles y elegir la pobreza, que es "la sal de las lágrimas y el insomnio en la fiesta de la vida”. Así, con tan sencillo lenguaje, Martínez Estrada penetra en “El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson”, y alcanza en él esa calidad de hondura y de belleza quo hace a las obras humanas inolvidables.
por Fryda Schultz De Mantovani
Un ejemplar de esta revista, junto a otras de la misma colección, se halla en el Museo Biobliográfico Documental "Bibliotecario Carlos Córdoba" del Centro Cultural Hilda Perata sub-sede de la Biblioteca Popular Pedro Goyena.
* Nacida el 19 de diciembre de 1912, † 10 de abril de 1978), investigadora, escritora, crítica literaria y docente. Dedicó su faceta de
escritora al mundo infantil. En 1934, publicó "Los títeres de Maese Pedro" y en 1935 "Marioneta". En 1949, escribió "El árbol guarda-voces", que incluye el autillo sacramental de La Morenica, inspirado en Lope de Vega y en la tradición del teatro religioso clásico español; "El hijo de paja", "Cuento para la Noche de Nöel" y "Mamá mazapán", entre otros. También publicó libros de poesía infantil, como Navegante, Fábula del niño en el hombre y una obra titulada El mundo poético infantil. Además escribió Cuentos para después (1978) y publicó las antologías Cuentos infantiles de América y Algo más de cien libros para niños. Fryda dirigió la revista para niños Mundo Infantil, de gran difusión en los años cincuenta y participó en los festivales de Necochea.


** Nacido en San José de la Esquina, Santa Fe, el 14 de septiembre de
1895, falleció en Buenos Aires, 4 de noviembre de 1964. Fue un escritor, poeta, ensayista, crítico literario y biógrafo argentino. Recibió dos veces el Premio Nacional de Literatura, en 1933 por su obra poética y en 1937 por el ensayo Radiografía de la pampa. Miembro fundador de la SADE, se desempeñó como presidente de esta organización en dos ocasiones, de1933 a 1934 y de 1942 a 1946. En 1960 obtuvo el Premio Casa de La Américas por su ensayo Análisis funcional de la cultura.

Compilación y compaginación Prof. Chalo Agnelli,
hudsoniano

NOTAS

[1] “El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson” Fondo de Cultura Económica, México, 1951.
[2] En la mitología griega, las Moiras eran las personificaciones del destino. Sus equivalentes en la mitología romana eran las Parcas
[3] Physis es la palabra griega que se traduce por naturaleza y que procede del verbo phyo que significa crecer o brotar. También era entendida como la deidad primordial griega de la naturaleza y uno de los primeros seres en surgir al principio de los tiempos.
[4] En la mitología romana, la personificación del destino, similar a la «Ananké» o «Moira» de la mitología griega.
[5] Género de protozoos flagelados.

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