jueves, 27 de junio de 2019

"GUILLERMO ENRIQUE HUDSON EN LA PASIÓN DE MASAO TSUDA" POR AURORA VENTURINI


Por Aurora Venturini
La Sala de Sesiones de la Sociedad Real de protección a los pájaros, luce un óleo pintado por Frank Brooks. La vena inglesa representó la figura bellamente coloreada de un hombre ya maduro, cuyo rostro emana sen­sible gracia adolescente. Sostiene en su diestra un anteojo de mirar dis­tante mientras su mano izquierda aca­ricia hierbas húmedas sobre las que se aposenta su ser ligero y casi ala­do a fuerza de fragilidad.
Al fondo el cielo de Inglaterra. Al frente otro cielo que él atisba o ima­gina, el de la tierra de piso verde en que nació. Bucólica y pastoril es­cena. Si el hombre allí grabado pu­diera, volaría hacia la pampa. Ese que espera el milagro de las migra­ciones es Guillermo Enrique Hudson y el milagro del arte de Brooks, re­side en no haberlo visto nunca y, no obstante, llevarlo a la tela fidedignamente. Misterio encapsulado en los temperamentos artísticos que escapan a la racionalidad como la Fe. Mi no­ble amigo Masao Tsuda, embajador del Japón, inicia con tal portada su libro “Las huellas de Guillermo En­rique Hudson”. Hermanados en el amor al gran solitario, advertimos que Guillermo Enrique enlaza y man­comuna a mentalidades de origen e Idiosincrasias diferentes y nos su­me en místico recogimiento. El pri­mer título de los apuntes, que así los denomina el autor, dice: Hudson, Ga­ribaldi y el Almirante Brown.
Leyendo "Adventures among birds", hallamos lo imprevisto. Nuestro Hudson aplaude al combatiente itálico no por sus ges­tas de libertador sino por aquella ex­clamación suya minutos antes de mo­rir, cuando la voz angelical de una avecilla entona desde la copa del árbol: “¡Quanto é allegro!”, suspira el héroe y parte hacia lo ignoto. Nues­tro Guillermo Enrique aplaude al com­batiente aventurero porque en la dé­cada del cuarenta del siglo pasado y durante sus años de lucha encarni­zada en la Confederación Argentina, supo desitalianizarse y ver en el pá­jaro la concreción del trino y no só­lo la carne sabrosa. Masao Tsuda, in­ducido por la admiración de Hudson hacia el Almirante Brown, busca, tam­bién sus huellas. Garibaldi y Brown, luego del fragor de luchas y guerrillas fueron camaradas.
En 1847, de regreso de Irlanda, se detuvo el Almirante en Montevideo y quiso saludar a su an­tiguo enemigo. Garibaldi llevado por un mismo impulso se adelantó y am­bos confundidos en estrecho abrazo sintieron nublarse las pupilas. El an­tiguo vencido de Costa Brava consi­deró a Brown el mejor marino de la época y dio a uno de sus nietos co­mo segundo nombre él apellido del glorioso irlandés.
En A treveller in little things, ca­pítulo V, Hudson hace referencia a los viajes a la Capital desde Chascomús y al interés que despertaba en él la 'Casa del Cañón'. Una blanca construcción con un cañón de hierro forjado en la puerta principal y dos columnas muy albas a los costados.
Detenía su cabalgadura ante la 'cannon house' pensando en lo dulce y claro de sus interiores y sumergido - como siempre estuvo - en ensue­ños.
Y una tarde, como sucede en las viejas historias, un anciano vestido de negro, con el cabello encanecido, cara de gris ceniciento, ojos azules, brotó como del suelo y allí, firme y aún apuesto, lo miró largamente. Gui­llermo Enrique nunca pudo separa totalmente el sueño de la vigilia. Cre­yó en apariciones y espoleó. Después supo que la casita blanca era la resi­dencia del Almirante Brown. Supo también que el anciano hermoso, era el glorioso Almirante.
Desde márgenes de leyenda, vamos al dato histórico. En la biblioteca Nacional de Marina guárdase la testamentaria de Brown. Leemos: “A partir del 23 de junio de 1812, Brown era un vecino radicado en Buenos Aires y dueño de una pro­piedad cuyo costo alcanzaba a 1.600 pesos fuertes. Nos referimos a su quinta de Barracas comprada al Reverendo Padre José Ramón Grela. La escritura de venta fue extendida por el escribano Juan Cortés. La extensión adquirida era de 350 varas de frente por 315 de fondo. En ésa tierra cons­truyó Brown su casa y siete casitas”.
De modo que Hudson y Brown, vi­vieron dentro de una extensión de 100 kilómetros y como entre el naci­miento del escritor y la muerte del marino hay un lapso de dieciséis años, es fácil deducir lo demás.
Recuerdo que cuando yo estudiaba en la Escuela Normal Mary O. Graham, de esta ciudad; dictaba cátedra de castellano la profesora Violeta Shinya. Era una sutil muchacha de rasgos orientales y espíritu iluminado. Descendía de japoneses por línea paterna y de ingleses por parte de ma­dre. Vuelvo a encontrarla desde una postal con cerezos, agua y puente. Vuelvo a descubrir su luz en la emo­ción de ella al leer “Panorama de afuera con gorriones”, inspirado en el amor a Guillermo Enrique.
En el libro de Masao Tsuda, una fotografía de época - Tokio, 21 de oc­tubre de 1908 - muestra la pareja ro­mántica que forman Laura Hudson y Yoshio Shinya; son los antepasados de Violeta. Ella, la única sobrevivien­te, ha heredado el estro lírico del autor del “Gorrión de Londres”.
Es bien sabido que todas las obras de Hudson fueron escritas en idioma inglés. Pero su dominio del castella­no era amplio y perfecto.
Un amigo le preguntó por qué no describió a, los gauchos y al ambiente pampeano en idioma nativo y Hudson contestó lo que textualmente se trans­cribe a continuación:
“Comprendí que la civilización empujaba a los gauchos implacable y cruelmente hacia el pa­sado y sentí deseos dé escribir todo esto de manera que su historia no muriera con ellos, apoderándose de mí la convicción .de que el inglés, idioma de la América anglo-sajona y del vasto y poderoso Imperio Británico, era él medio adecuado para narrarla, ya que hacerlo en castellano sería como lle­var carbón a Newcastle y no hubiera interesado a mis compatriotas en mo­do alguno”.
Cuando Hudson hablaba de los gau­chos - opino que él fue un gaucho - dejaba fluir su llanto sin rubor. Cuan­do el viento le trae imágenes dé- la tierra perdida, también le trae vida­litas y tristes y aquellas veladas du­rante las cuales, “Yo les contaba his­torias y recitaba poesías a los gau­chos, que ellos comprendían rápida­mente con su fina sensibilidad”.
Y confiesa a un amigo: “Tú verás, yo amaba a los gauchos. Cuando niño los respetaba como a héroes y tenía la costumbre de pasar el día junto a ellos, fascinado por la destreza qué tenían en la equitación, la habilidad con él lazo, la conducción del ganado sal­vaje y los potros cerriles. A 1a edad de quince o dieciséis años yo mismo me había convertido en un experto jinete y los acompañaba en cabalgatas sin fin, conduciendo el ganado de uña a otra parte de la campaña”.
Nos cuenta Masao Tsuda, que en EE. UU. de Norteamérica, existe la “Asociación de Hudson” fundada por el señor Keen, que también contribu­yó a la realización de la película filmada por la Metro Goldwin Mayer “La flor que no murió”, argumento del libro de Hudson “Green Mansions”.
El embajador del Japón, no oculta sus preocupaciones por "Los veinticinco ombúes", pues en una última visita al rancho nativo, pudo constatar que, “Debido a la escasez de recursos, tan­to la vegetación como la casa natal de Hudson volvían a sufrir los efectos del abandono”.
Mientras, el solitario desterrado duerme su mejor sueño frente al mar. Los zorzales y calandrias de este sur por él amado todas las primave­ras vuelan a posarse sobre los flacos ombúes que restan en el rincón del mundo donde Dios le insufló vida. Una vida perenne pata gracia de la Argentina. Una estancia mortal para gloria de los pueblos anglo-sajones.
 Casa del Alte. Brown donde residió sus últimos años. En su frente pueden observarse los dos cañones que dieron motivo a la denominación con que Hudson hiciera referencia a la misma (Foto Museo Histórico Nacional, en "Las huellas de Guillermo Enrique Hudson" de Masao Tsuda, 1963)
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Aurora Venturini (La Plata, 20 de diciembre de 1922 - 24 de noviembre de 2015) Novelista, cuentista, poeta, traductora y ensayista. Se graduó en Filosofía y Ciencias de la Educación en la U.N. de La Plata.


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